César Aira - Una novela china

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En una remota provincia china, un campesino sutil se extravía en un hechizo de amor. Como casi todos los amores, este es imposible. Pero Lu Hsin, ingenioso y paciente, decide crear una posibilidad a partir de la nada.
La tarea le lleva casi toda la vida.Esta fábula erótica, atemporal y eterna aunque inelidublemente china, sucede sobre el fondo agotado de veinte años cruciales en la historia del Imperio de la Porcelana: los que van entre la Larga Marcha y la Revolución Cultural. La hidráulica, la pintura, la política, la vida cotidiana en una pequeña aldea, y una colorida galería de personajes, marcan el paso del tiempo de la ficción, que se revela en el desenlace como el fulminante momento de la realidad y el amor.

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De modo que Lu e Hin se quedaron solos en la casita. Ese año ella cumpliría dieciséis, y la sangre montañesa se había revelado plenamente en su físico: era pequeña y robusta, muy, muy fuerte, con la piel más bien oscura y de un pulido incomparable, los ojos más negros que pudieran concebirse, los movimientos muy ágiles. Era la chica más bonita de la aldea, quizá de toda la Hosa, y una de las más inteligentes también. Se había graduado, con honores sin precedentes, en la Escuela de Agricultura, y figuraba como coautora del último tomo del tratado escrito por Lu.

Desde que se quedaron solos ella empezó a cocinar; antes lo había hecho casi siempre Lu, a quien le vino bien el relevo. Pasado el momento de extrañeza al quebrarse una rutina que los había acompañado desde siempre, se adecuaron a nuevos hábitos simplísimos y austeros, que eran los de antes, con las modificaciones lógicas del tiempo. Las amistades de Hin llenaban la casa, pero por las noches tenían largas veladas a solas en las que disfrutaban de la conversación o el silencio, o jugaban una partida de majjong, tanto más complacidos en la intimidad cuanto que este invierno fue lluvioso e inclemente.

Una noche, poco antes de acostarse, estaban tomando té y Hin le preguntó, después de haber pasado un rato sin hablar, «por qué no se había casado».

Lu, a quien estas palabras sacaron de otro rumbo de ideas, muy diferentes, sólo atinó a responder:

– Pero yo me casé, una vez.

– Quiero decir -aclaró Hin-, después de enviudar. Cuando hubiera podido volver a hacerlo.

En un cuarto de siglo, nadie se lo había preguntado, unos por cortesía, otros por presumir sabida la respuesta, los más porque no les interesaba. Eligió una explicación cautelosa:

– Es que he hecho tantas cosas…

– La gente -dijo la niña- suele hacer eso antes que cualquier otra cosa.

– Es que yo en realidad no he hecho nada -proclamó Lu con repentina convicción.

Hin asintió. Dijo, con extraordinaria delicadeza:

– Me preguntaba si había un motivo.

Lu se permitió un esbozo de sonrisa:

– No es sólo el motivo. También hay que tomar en cuenta la oportunidad.

– ¡La oportunidad es el amor! -dijo ella, repitiendo un lugar común que estaba de moda en aquel entonces. Él reaccionó con una de sus habituales paradojas (que en este caso, pero secretamente, no lo era tanto):

– Las oportunidades, las he dejado pasar, por principio: mi oportunidad es lo que está fuera del momento.

Si había alguien que no apreciaba las sutilezas del razonamiento, era Hin.

– Cuando uno salta sobre el instante, en el momento adecuado, puede ser feliz.

– No discutiré con las letras de esas canciones.

– ¿Entonces el señor Lu no ha sido dichoso?

– A eso -dijo Lu- no puedo responder.

Como ella no hizo ningún comentario, agregó:

– Creo que no. Pero no estoy seguro.

– ¿Y la felicidad no habría sido un modo de asegurarse?

– Por ejemplo, el amor.

– Ah, bueno… Creí amar a unos o a otros, pero…

– Pero ¿qué?

– Pero ¿cómo estar seguro?

Hin asintió:

– De niña, yo creía amar a Yin. Pero con el paso de los años comprendí que sólo era un reflejo imperfecto del señor Lu.

– En realidad, yo soy el reflejo de la juventud.

– Sí. Vero perfecto.

Lu Hsin iba a agradecerle el cumplido, pero al mirarla al rostro vio la «sonrisa seria» de Hin, que sólo él reconocía (quizá porque ella no se la dirigía a nadie más). Se quedó callado, pensativo. Las razones dogmáticamente sentimentales de Hin, tan infantiles, su seguridad pedante y deliciosa de adolescente, se cargaban de misterio ahora. Pero Lu Hsin confiaba en descifrar todo misterio. La lluvia forcejeaba en el techo. Uno de los gatos bostezó. Del pico de la tetera salió un hilo curvo de vapor.

– ¿Es cierto -dijo Hin- que nuestro país es el más grande del mundo?

Lu la entendió demasiado bien. No había como el misterio para ser claro.

– Nunca sería lo bastante grande, niña. Nuestras vidas dejan huellas pequeñísimas, pero imborrables, y en todos lados. -Una larguísima pausa-. Nuestro país es como el tiempo. -Había escanciado las palabras como entre bostezos contenidos. El mismo gato de antes volvió a bostezar. Del pico de la tetera salió (increíble, porque el té ya debía de estar frío) un hilillo de vapor. Además, llovía. Lu Hsin agregó, al fin-: Una hija no debe casarse con su padre.

Para su completo desconcierto, cuando creía llegado el momento de sentirse más seguro, por haber hecho una generalización irrefutable, en el rostro de Hin apareció por segunda vez la sonrisa seria.

Ese invierno, Hin trabajaba en una fantástica plantación de remolachas que se extendía en uno de los terrenos recientemente irrigados. Había ingresado al cultivo comunal como asesora, y tan bueno fue su trabajo que quedó a cargo de la planificación, que ella hizo milimétrica por gusto de perfeccionismo, de un plan preventivo contra inundaciones, perentorio por cuanto las lluvias excesivas de la estación hacían temer lo peor. Era su primera responsabilidad grande, y estaba absorta en ella. Pasaba los días enteros en la plantación. Lu la veía salir de madrugada, en la bicicleta, y volver de noche, pedaleando con vigor, con la linterna encendida, con una capa de hule que hinchaba el viento. Ese ardor era parte de la juventud, lo mismo que aplicarlo a la consideración del clima. Lu Hsin, que había sido tantas cosas, estaba seguro de no haber podido nunca ser bueno en la meteorología. Para él, los avatares de la atmósfera constituían bloques; habría creído ofender al aire desmembrándolo en elementos mecánicos.

Un día hablaban del tema en el invernadero que ahora ocupaba todo el fondo del patio (dentro de él Lu Hsin cultivaba flores silvestres: había llegado a formar una colección completa de las especies de la provincia, unas quinientas). Charlaban sentados frente a la mesita plegadiza que Lu llevaba de aquí para allá, en la que había escrito su vasto tratado de agricultura. A través de los vidrios del techo, miraban el cielo gris y amenazante.

– ¿Ha oído hablar de la fuerza Coriolis? -le preguntó Hin.

– Sí, claro. Hace muchos años.

– ¿No es interesante?

Lu no respondió. Nunca respondía a lo interesante. Hin, que lo recordó de pronto, siguió:

– A nadie debería habérsele ocurrido pensar que la fuerza de gravedad podía actuar sobre el viento también.

– A mí se me ocurrió.

– ¿Antes que a… el señor Coriolis?

– Coriolis fue un caballero que falleció hace doscientos años.

– Ah. Creía que era un norteamericano. -Se quedó pensativa un momento-. Pero si la tierra puede desviar los vientos por la mera atracción de su masa, ¿no debería desviarlos siempre en la misma dirección?

– Es lo que hace -dijo Lu.

– ¿Hacia abajo?

– Por supuesto.

– ¿Entonces un viento en estado puro debería correr perpendicularmente a la tierra?

– En la eternidad, sí.

– ¿Y la ley de Coriolis no podría generalizarse?

A Lu le pasaron fugazmente por la cabeza algunas cosas, pero fue terminante:

– En la meteorología, nada se generaliza.

En ese momento, para su inmensa sorpresa, vio aparecer una sonrisa seria en el rostro de Hin. Como si hubiera logrado hacerle decir algo en especial. Pero no era un gesto irónico, todo lo contrarío. Esperó a que volviera a hablar.

– Nunca he olvidado la ocasión en que usted me dijo, hace muchos años, cuando yo era una niña, que la gravedad del sol podía atraer, y mantener atraída, esa gran explosión que es el sol.

– No es una metáfora -dijo Lu prudentemente-. Sucede así en realidad. Cuando te lo dije, supongo que era una hipótesis, ni siquiera entonces era una metáfora; hoy día, lo han probado fehacientemente los astrofísicos.

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