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César Aira: Una novela china

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César Aira Una novela china

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En una remota provincia china, un campesino sutil se extravía en un hechizo de amor. Como casi todos los amores, este es imposible. Pero Lu Hsin, ingenioso y paciente, decide crear una posibilidad a partir de la nada. La tarea le lleva casi toda la vida.Esta fábula erótica, atemporal y eterna aunque inelidublemente china, sucede sobre el fondo agotado de veinte años cruciales en la historia del Imperio de la Porcelana: los que van entre la Larga Marcha y la Revolución Cultural. La hidráulica, la pintura, la política, la vida cotidiana en una pequeña aldea, y una colorida galería de personajes, marcan el paso del tiempo de la ficción, que se revela en el desenlace como el fulminante momento de la realidad y el amor.

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– ¿Se refiere al amor?

– ¿Por qué me lo pregunta?

El guía se encogió de hombros. Ya llegaban a la segunda tronera, que era exactamente igual a la primera.

– Por aquí también podríamos bajar.

Lu Hsin se mantuvo impávido.

– ¿Quiere que volvamos? -le preguntó el guía.

– ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

– Podríamos seguir caminando por aquí arriba hasta sentirnos absolutamente aburridos.

– No lo dudo. Volvamos.

Emprendieron lentamente el regreso.

– Qué hermosos cielos -dijo Lu por decir algo.

– Toda una lección de arquitectura.

– No creo que nos estén mirando desde la luna.

El guía se volvió a mirarla.

– No, ni siquiera como metáfora.

– Pero todo esto -dijo Lu- es una gran ocasión poética.

– Supongo que es por eso que no la echan abajo. Hay algo que conmueve en la cuestión en general, pero nadie acierta a localizarlo. Yo sostengo que esta Muralla tiene un toque psicológico. Uno se pregunta: ¿Qué será de nuestras vidas?

– Habría que pensarlo detalladamente.

– Yo lo hago, señor, cada día que pasa. He abandonado los estudios, a los que fui tan dado; este trabajo no predispone al progreso intelectual. Pienso, vagamente, es decir, enumero, mis renunciamientos mundanos. Pero también los veo en general, como un círculo recortado en el viento. A mi modo, soy un taoísta. Cuando uno lo ha abandonado todo, puede decirse que le queda la contemplación del vacío, y es lo único que veo aquí donde todo el mundo ve el espectáculo más memorable de sus vidas… ¿Quién no ha pensado mucho en la Gran Muralla? Pues bien, vienen a verla. Yo también la he visto. Pero eso no me dispensa de la existencia. Y lo más curioso es que no es un punto extremo, sino un borde, un borde desmesurado. -Se quedó en silencio unos pasos, y después dijo-: Me siento como un exilado. Ya no sé dónde vivo.

– Yo volveré a mi casa mañana mismo.

– ¿Tiene esposa?

– No.

– ¿Qué hará?

– Hasta hoy mismo creía amar a alguien, muy secretamente. Ahora empiezo a ver que no vale la pena. Ya sabe… -dijo señalando la Muralla y el horizonte-: tendría que reemplazarlo por otro que lo significara plenamente, y esperar muchísimos años a que se volviera real, y después… habría que ver si lo real resulta realmente real…

– Entiendo. ¡Cómo no entenderlo!

10

Pasaron dos años, que parecieron breves como un parpadeo; o mejor dicho, no parecieron nada. No hicieron analogía. Los vivos estuvieron vivos, los muertos muertos, y algunos de los primeros pasaron al rango de los segundos. Dos veranos, dos otoños, dos inviernos, dos primaveras… No un espécimen de cada estación, como lo exigía la naturaleza para manifestarse simplemente, sino dos, como lo pedía la supervivencia, la más modesta e insignificante. Y fueron estaciones netas y persuasivas, marcadas como estampas, cada una cargada con sus emblemas propios, nunca con los ajenos. La tierra se pintaba y despintaba, se vestía y desvestía, y la gente lo notaba precisamente en sus funciones. El clima era demasiado utilitario para ser real. Servía a su cometido. La Revolución Cultural había dejado al país más campesino que nunca, lo que es mucho decir tratándose de la China. Se vivía la apoteosis de lo campesino, y como Lu Hsin se adaptaba a todo, esta vez escribió un enorme Tratado de Agricultura, cuya publicación, en cinco gruesos tomitos encuadernados en plástico, fue saludada cinco veces como un acontecimiento de la máxima utilidad. Hizo una docena de viajes en avión por cuenta del Ministerio de Asuntos Agrarios, conoció regiones cuya configuración jamás habría podido imaginarse por sí solo, agregó un tomo extra de apéndices a su obra… y así y todo, a despecho de la creencia de que los viajes hacen más lento el tiempo, los años y las cosas se sucedían muy rápido, en algún momento ya habían pasado y no había nada más que decir. Se preguntaba si esta sensación, que ya no tenía nada de psicológico, no sería un epifenómeno del concepto de «la revolución permanente».

Sea como fuera, lo campesino era lo único autónomo por derecho propio, y en ese flujo de temporadas la China bien podía eternizarse. Era tranquilizador. Promovía un profundo y reparador sueño nocturno.

Al fin de cuentas, la agricultura resultaba la definitiva ciencia de los paisajes. La mayor proeza que podía esperarse del sueño era lograr que en esos escenarios sucediera algo inesperado. Pero también existía una ciencia de los sueños. Además, a los paisajes «se volvía» una y otra vez, sin cesar, año tras año, como sobre soportes eidéticos que encima fueran reales. Las estaciones eran sueños: daban el «tono» del día, y se las olvidaba infaliblemente cuando la realidad volvía. Pero la realidad a su vez se hacía huidiza, se escamoteaba en sus variaciones.

Como lección de todo lo cual había estado el caso de la señora Whu, caso que se resumía en su desaparición de la escena, pero más allá del resumen tenía tantos matices y reverberaciones que era como si todo estuviera por resolverse todavía. Los hechos fueron éstos: en cierta ocasión a la señora le llegó la noticia de que había muerto su padre, y sin dar ningún anuncio, de la noche a la mañana, empacó sus cosas y se fue. Decisión sorprendente, a todas luces; no sólo por cuanto estaban en un país socialista, sino por los escasos miramientos que representaba para con el hombre que le había dado casa y trabajo (aunque ella no había trabajado gran cosa) durante una década y media, y con la niña a la que había criado casi desde su nacimiento. Casi podía decirse que se había marchado sin despedirse, salvo que a último momento, con la valija en la mano, se acordó de decir que se iba. Su padre había dejado una casa, y ella corría a tomar posesión. Al parecer tenía un hermano, insólitamente codicioso, que vivía en algún lugar remoto, esperando, y era imprescindible adelantársele.

Pero entonces los dos más viejos amigos de Lu, Wen Tsi y Hua P'i p'ei -de quienes por supuesto ella no se había despedido, tampoco-, mostraron señales de inquietud. Uno tras otro emprendieron el viaje necesario para recuperarla, no sin antes demorarse en cavilaciones durante el prolongado lapso de un año, hasta que la decisión de obrar, abrupta, cayó sobre ambos con urgencia repetida, y multiplicada en espejo.

Lu trató de apartar el tema de su mente en la vida cotidiana, pero no le resultó fácil hacerlo. Durante todo ese año de indecisión, los dos solterones frecuentaron gravemente su casa, con ceño preocupado. Si habían descubierto el amor, se decía Lu, no podían sino sentirse preocupados. Nadie habría dicho, a priori, que podía despertar ese sentimiento una señora mayor, por no decir vieja, y que bebía en exceso. Pero nunca se podía estar seguro. Además, ellos dos también envejecían, y vaciaban las botellas con pasmosa habilidad. Al menos, se evitaban entre sí con prudente cortesía. Y no hablaban del tema. ¿Qué habrían podido decir?

De los viajes sucesivos que emprendieron al fin, no predijo nada bueno. Pero era todo lo bueno que podía predecirse. Una oportunidad de quince años de extensión era, después de todo, una sola oportunidad. Después venía la segunda. Resultaba, vista en conjunto, una de esas tramas de amor que empiezan aparentemente tarde, cuando la trama general de la vida ya está en pleno movimiento, incluso cuando parece haber agotado su movimiento. El secreto la mantenía joven; el descaro podía hacerla mucho más joven todavía. Por eso Lu Hsin reservaba cierto optimismo en el caso.

Por su parte, soñaba a veces con Yin, que cosechaba grandes triunfos académicos en Shanghai, y había desaparecido, también él, de sus vidas. Lu Hsin lo había descartado, suavemente. Era apenas el modelo de un amor que no sabía, seguía sin saber, si era el suyo. Si lo era, su vida había sido inútil, de eso no había ninguna duda. Pero se había reconciliado con la idea de la inutilidad. Lo entristecía solamente la perspectiva de morir en un estado perplejo, suspensivo. En sus sueños se le aparecía desnudo, inmóvil. Era como si lo viera en una pantalla, y ésta fuera la superficie de sus sentimientos. (Y él fuera el espectador en la oscuridad.) Lo hacía pensar en el cine, arte que nunca antes le había interesado especialmente. Se le ocurría lo siguiente: en Occidente, en Estados Unidos sobre todo, donde toda extravagancia se ponía en práctica, ¿no habrían hecho películas donde se vieran hombres desnudos? Era un poco excesivo, lo concedía. Pero si estaban en los sueños, que siempre vienen después, ya debían de estar en el cine.

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