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Camilo Cela: La Colmena

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Camilo Cela La Colmena

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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– El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver, se plantó de rodillas y le dijo: "Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios"; y don Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: "Me es imposible, amigo Navarrete; su hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote".

– "¡Qué tíos! -piensa-, ¡hay que tener ríñones!" Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.

Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, "madame" y "rué" y "cravate", y también "nosotros los Meléndez". Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: "¿Me da usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel". Entonces el otro se confia: "No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho…" Don Leonardo pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: "Bueno, fumaremos rubio por variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted". A veces el de al lado le dice no más que "no, papel no tengo, siento no poder complacerle", y entonces don Leonardo se queda sin fumar.

Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en ese mundo que, ¡ay!, no fue lo que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales; en algunos, que todavía guardan las letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: "Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud", o bien "R. I . P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento".

Los clientes de los Cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. En el de doña Rosa, todos fuman y los más meditan, a solas, sobre las pobres, amables, entrañables cosas que les llenan o les vacían la vida entera. Hay quien pone al silencio un ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien hace memoria con la cara absorta y en la cara pintado el gesto de la bestia ruin, de la amorosa, suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el mirar lleno de amargura como un mar encalmado.

Hay tardes en que la conversación muere de mesa en mesa, una conversación sobre gatas paridas, o sobre el suministro, o sobre aquel niño muerto que alguien no recuerda, sobre aquel niño muerto que, ¿no se acuerda usted?, tenia el pelito rubio, era muy mono y más bien delgadito, llevaba siempre un jersey de punto color beige y debia andar por los cinco años. En estas tardes, el corazón del Café late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace como más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un aliento más tibio que no se sabe de donde viene, un aliento lleno de esperanza que abre, por unos segundos, un agujerito en cada espíritu.

A don Jaime Arce, que tiene un gran aire a pesar de todo, no hacen más que protestarle letras. En el Café, parece que no, todo se sabe. Don Jaime pidió un crédito a un Banco, se lo dieron y firmó unas letras. Después vino lo que vino. Se metió en un negocio donde lo engañaron, se quedó sin un real, le presentaron las letras al cobro y dijo que no podia pagarlas. Don Jaime Arce es, lo más seguro, un hombre honrado y de mala suerte, de mala pata en esto del dinero. Muy trabajador no es, ésa es la verdad, pero tampoco tuvo nada de suerte. Otros tan vagos o más que él, con un par de golpes afortunados, se hicieron con unos miles de duros, pagaron las letras y andan ahora por ahí fumando buen tabaco y todo el día en taxi. A don Jaime Arce no le pasó esto, le pasó todo lo contrario. Ahora anda buscando un destino, pero no lo encuentra. Él se hubiera puesto a trabajar en cualquier cosa, en lo primero que saliese, pero no salía nada que mereciese la pena y se pasaba el día en el Café, con la cabeza apoyada en el respaldo de pelu che, mirando para los dorados del techo. A veces cantaba por lo bajo algún que otro trozo de zarzuela mientras llevaba el compás con el pie. Don Jaime no solía pensar en su desdicha; en realidad, no solía pensar nunca en nada. Miraba para los espejos y se decía: "¿Quién habrá inventado los espejos?" Después miraba para una persona cualquiera, fijamente, casi con impertinencia: "¿Tendrá hijos esa mujer? A lo mejor, es una vieja pudibunda". "¿Cuántos tuberculosos habrá ahora en este Café?" Don Jaime se hacía un cigarrillo finito, una pajita, y lo encendía. "Hay quien es un artista afilando lápices, les saca una punta que clavaria como una aguja y no la estropean jamás." Don Jaime cambia de postura, se le estaba durmiendo una pierna. "¡Qué misterioso es esto! Tas, tas; tas, tas; y así toda la vida, día y noche, invierno y verano: el corazón."

A una señora silenciosa que suele sentarse al fondo, conforme se sube a los billares, se le murió un hijo, aún no hace un mes. El joven se llamaba Paco, y estaba preparándose para Correos. Al principio dijeron que le había dado un paralís, pero después se vio que no, que lo que le dio fue la meningitis. Duró poco y además perdió el sentido en seguida. Se sabía ya todos los pueblos de León, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y parte de Valencia (Castellón y la mitad, sobre poco más o menos, de Alicante); fue una pena grande que se muriese. Paco había andado siempre medio malo desde una mojadura que se dio un invierno, siendo niño. Su madre se había quedado sola, porque su otro hijo, el mayor, andaba por el mundo, no se sabía bien dónde. Por las tardes se iba al Café de doña Rosa, se sentaba al pie de la escalera y allí se estaba las horas muertas, cogiendo calor. Desde la muerte del hijo, doña Rosa estaba muy cariñosa con ella. Hay personas a quienes les gusta estar atentas con los que van de luto. Aprovechan para dar consejos o pedir resignación o presencia de ánimo y lo pasan muy bien. Doña Rosa, para consolar a la madre de Paco, le suele decir que, para haberse quedado tonto, más valió que Dios se lo llevara. La madre la miraba con una sonrisa de conformidad y le decía que claro que, bien mirado, tenía razón. La madre de Paco se llamaba Isabel, doña Isabel Montes, viuda de Sanz. Es una señora aún de cierto buen ver, que lleva una capita algo raída. Tiene aire de ser de buena familia. En el Café suelen respetar su silencio y sólo muy de tarde en tarde alguna persona conocida, generalmente una mujer, de vuelta de los lavabos, se apoya en su mesa para preguntarle: "¿Qué? ¿Ya se va levantando ese espíritu?" Doña Isabel sonríe y no contesta casi nunca; cuando está algo más animada, levanta la cabeza, mira para la amiga y dice: "¡Qué guapetona está usted, Fulanita!" Lo más frecuente, sin embargo, es que no diga nunca nada: un gesto con la mano, al despedirse, y en paz. Doña Isabel sabe que ella es de otra clase, de otra manera de ser distinta, por lo menos.

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