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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– Pero claro, todavía no sabemos si fue Bobbie quien sacó estas fotos.

– Lo confirmaremos. Tú te encargarás de ello. Voy a hablar con nuestros abogados y con el consejo de dirección para que suelten un poco de dinero para asegurarnos de que Bobbie no tenía ningún familiar que pueda reclamarlas. Podemos poner un pequeño anuncio en una revista de fotografía, o en cualquier publicación leída por abogados del Estado, o incluso en el New York Times. Parece que la mayoría de las imágenes se tomaron en Nueva York. También podemos colgar en Internet lo que hemos encontrado. Hay empresas que se dedican a la búsqueda de herederos en la red.

– Pero las fotos están bastante deterioradas. No podemos montar una exposición con ellas en este estado. ¿Tienes idea de lo mucho que costará restaurarlas? No sabemos si los negativos se pueden salvar.

– ¿Estás interesada o no?

– Sí, pero no te equivoques: es mucho trabajo.

– Bueno, también puede ser una gran publicidad para el albergue. Les dará un rostro a las personas sin hogar. Podremos mostrar al público que son seres humanos que hicieron cosas de verdad en sus vidas antes de que todo se les pusiera cuesta abajo. Y además…

– ¿Qué?

– Estas fotos podrían valer bastante dinero si conseguimos restaurarlas y reunir la colección. Por eso considero que es importante que nos aseguremos de que no hay ningún familiar rondando por ahí que pudiera reclamarlas.

Laurel intentó controlar el entusiasmo que crecía en su interior, porque esto podría convertirse en un trabajo emocionante.

– Dijiste que había un sobre en tu despacho -le recordó a su jefa.

– Sí, pero es menos interesante, por lo menos para hacer una exposición. Son unas cuantas instantáneas.

– De todos modos, me gustaría verlas.

– Por supuesto -dijo Katherine, levantándose de la silla-. ¿Sabes? Ahora lamento no haber conocido mejor a Bobbie. Sabía que era mayor, pero tenía tanta energía para una persona de su edad que me imaginaba que iba a estar más tiempo entre nosotros.

Katherine se marchó, pues un nuevo proyecto la aguardaba. Siempre había un nuevo proyecto, porque cada año eran más los indigentes y menos los recursos para atenderlos.

Esa tarde, Laurel intentó volver a concentrarse en el trabajo. Tenía una montaña de formularios que revisar y se encontraba sumida en una monumental batalla con el Departamento de Asuntos de Excombatientes por las prestaciones de un veterano de la guerra del Golfo que llevaba tres semanas en el albergue a la espera de una revisión, pero no consiguió avanzar mucho. Se pasó todo el rato pensando en la caja de las fotografías.

Anteriormente, el albergue había sido un parque de bomberos, o por lo menos la estructura original del edificio. En el último cuarto de siglo se construyeron dos ampliaciones de tamaño considerable. La entrada se encontraba protegida tras un grupo de esculturales arces en una tranquila calle a cuatro manzanas del lago Champlain, en un barrio de la ciudad que todo el mundo conocía como Old North End. Era una de las pocas partes de Burlington que parecía un poco abandonada y algo peligrosa, aunque, la verdad, había muchos lugares por Vermont que a Laurel le resultaban más amenazadores y que la gente consideraba inofensivos. Las casas pedían a gritos una nueva capa de pintura, los porches estaban a punto de hundirse y, casi sin excepción, las viejas estructuras de ochenta y noventa años de antigüedad de las viviendas unifamiliares se habían convertido en apartamentos. Pero, en el fondo, Laurel sabía que era un barrio seguro. Si no lo fuera, no habría aceptado trabajar allí tras su experiencia en Underhill.

El nombre oficial de la asociación era Albergue y Residencia de Emergencia de Burlington, BEDS en sus siglas en inglés. El acrónimo se escogió como reclamo publicitario -algo que precisaba la asociación- y para obtener fondos -lo cual, a pesar de toda la publicidad, constituía una batalla constante-. Cuando Laurel comenzó a trabajar de voluntaria en su época de estudiante, le gustaba leer libros de ilustraciones y novelitas infantiles de Barbara Park y Beverly Cleary a los niños -por desgracia, siempre había muchos niños- que se alojaban en la sección del albergue dedicada a las familias. Con veinte y veintiún años, no pensaba que pudiera hacer mucho más para ayudar al prójimo que leer en voz alta. Casi todos los días se citaba con las tres o cuatro madres y la docena de niños que se hospedaban allí. Nunca vio a un padre. Los adultos solteros estaban en una sección diferente del edificio, con una entrada distinta y grandes puertas para separar ambos mundos. Había un dormitorio enorme para varones solteros y otro más pequeño para mujeres. El albergue disponía de veintiocho camas en catorce literas para los hombres y doce camas en seis literas para las mujeres. No es que fuera una discriminación de género. Sencillamente, hay más indigentes varones.

A los niños de la sección de familias en la que ella trabajaba siempre les goteaba la nariz, y a Laurel le empezó a pasar lo mismo. Su novio durante el tercer año de carrera, un profesor de la Facultad de Medicina veintiún años mayor que ella, le había dicho que existían más de doscientos cincuenta tipos distintos del germen del resfriado, y que nunca puedes coger el mismo dos veces. Si eso era verdad, le respondió Laurel, entonces nunca volvería a tener un resfriado en la vida. Durante un tiempo, intentó mantener el moqueo a raya con equinácea y crema antibacteriana para las manos, pero el alcohol etílico y el perfume no estaban a la altura de los glaciares en deshielo que caían de las narices de niñas de cinco años que se habían visto repentinamente obligadas a vivir en la calle, sobre todo cuando esas pequeñas trepaban por sus rodillas y se deslizaban por su cuello y su pecho como gatitos ciegos buscando un pezón. Incluso entonces, Laurel era consciente de lo glamurosa que resultaba para las niñas. No era mucho más joven que sus madres, a veces sólo tres o cuatro años menor, pero al contrario que sus progenitoras, ella iba a la universidad y nunca se cabreaba tanto con ellas como para desahogarse soltándoles una bofetada, ni estaba tan deprimida que fuera incapaz de levantarse de uno de los enmohecidos sofás del albergue para darles un pañuelo.

De vez en cuando, Laurel traía una de sus cámaras y les sacaba fotos. Los críos sabían lo suficiente sobre ordenadores y fotografía como para desilusionarse cuando no traía la cámara digital, porque cuando ella empezaba a disparar esperaban poder ver al instante cómo habían salido. Por eso, a veces Laurel traía la cámara digital con el único propósito de entretenerlos. Algunos días harían sesiones de posados informales y luego conectaba su Sony al ordenador del pequeño despacho de la directora del albergue e imprimía las fotos.

Puede que a la siguiente semana la familia ya se hubiera marchado, pero las imágenes seguían pegadas a las paredes y ventanas.

Sin embargo, a Laurel le gustaban más sus cámaras tradicionales porque, al contrario que a la mayoría de las aspirantes a fotógrafas que había conocido en el instituto o en la universidad, a ella le encantaba trabajar en la oscuridad del cuarto de revelado, imprimiendo y dando contraste. Además, prefería el blanco y negro porque consideraba que proporcionaba más claridad y permitía profundizar mejor en el tema de la imagen. En su opinión, se podía entender mejor a una persona en blanco y negro, ya fuese una pequeña sin techo de Burlington a principios del siglo XXI o una pareja de juerguistas borrachos en una de las fiestas de Jay Gatsby en Long Island ochenta años atrás.

Hasta cierto punto, se consideraba una voyerista morbosa, algo así como Diane Arbus, sobre todo cuando fotografiaba a los niños con sus madres. Las mujeres siempre parecían idas, drogadas muchas veces lo estaban de verdad- y bastante psicópatas -también lo eran en la mayoría de las ocasiones-. Laurel guardaba un grueso cuaderno lleno de hojas de contacto de su primo Martin, que tenía síndrome de Down, y se preguntaba si siempre se sentiría un poco como Arbus cuando le sacaba una foto a alguien, porque desde su época del instituto había pasado mucho tiempo practicando con él. Su primo tenía un año más que ella y le encantaban los musicales. Su madre, la tía de Laurel, le había cosido tantos trajes a lo largo de los años como para llenar un armario entero. Martin se pasaba horas posando para Laurel con su vestuario. El resultado eran páginas y páginas de hojas de contacto de un adolescente con síndrome de Down imitando a su manera a un montón de actores, desde Yul Brynner en El rey y yo hasta Harvey Fierstein en Hairspray. Laurel pasó con Martin gran parte de su período de recuperación tras sufrir la agresión. Sus amigos del instituto estaban todos estudiando fuera así que se alegró de tener a su primo cerca. Su madre, cuando hablaba de aquella época, todavía se refería a ella como el «terrible otoño», pero en opinión de Laurel no había sido tan malo desde que regresó a Long Island. Dormía, escribía en su diario, se curaba… Se vio con Martin media docena de musicales de Broadway en aquellos meses de días oscuros. Siempre iban a la primera sesión, lo que significa que cuando entraban al teatro todavía era de día y cuando salían ya era de noche y Times Square era un estimulante y fantasmagórico espectáculo de luces. Luego, al día siguiente, con cuidado de no forzar su clavícula que se recuperaba poco a poco, representaban una y otra vez sus escenas favoritas. Laurel estaba muy feliz en su peculiar burbuja. En cuanto pudo utilizar ambas manos de nuevo, sacó más fotos todavía a ese jovencito engalanado con capas, bombines y pelucas de La pimpinela escarlata.

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