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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– La verdad es que era todo un personaje -suspiró Katherine pasados unos instantes-. ¿Sabías que había sido fotógrafo?

– Eso decía él -contestó Laurel-, pero no creo que fuera para tanto. Supongo que sería un pasatiempo o algo por el estilo. Puede que un trabajo temporal que tuvo antes de perder la razón. Sacar fotos de promociones en las escuelas infantiles, o de bebés en algunos grandes almacenes.

– Puede que fuera algo más que eso. Bobbie no tenía cámaras o material fotográfico en su habitación, pero he encontrado esto. Fíjate en esta caja -dijo Katherine, señalando con fatiga la caja que estaba a sus pies.

– ¿Qué es?

– Fotos, ampliaciones, negativos. Hay un montón. Todas bastante retro.

Laurel echó un vistazo desde su escritorio. Katherine le acercó la caja con el pie para que pudiera alcanzarla y separar las tapas. La primera imagen que Laurel pudo ver era una foto de catorce por once en blanco y negro en la que aparecían unas doscientas adolescentes vistiendo todas la misma camisa blanca con cuello de botones y falda negra. Estaban en un campo de fútbol jugando con hula-hoops. Parecía como una especie de espectáculo en el intermedio de un evento deportivo: hula-hoop sincronizado, tal vez. La siguiente imagen supuso que databa de la misma época, basándose en el recatado bañador de dos piezas que llevaba la mujer: una surfista posaba sobre su tabla en la playa, haciendo como que navegaba encima de una ola de verdad. Laurel la cogió y vio un garabato legible escrito a lápiz por detrás: «La auténtica Gidget, no Sandra Dee [2]. Malibú». Ojeó algunas más, todas en blanco y negro y de los años cincuenta y sesenta, hasta que dio con una de un hombre que le pareció que podría ser un jovencísimo Paul Newman. Se la pasó a su jefa alzando las cejas.

– ¡Ostras! -exclamó Katherine-. Creo que sí que es él. ¡Qué pena que no haya nada escrito por detrás! Ninguna nota ni ninguna pista.

Devolvió a Paul Newman a la caja y escarbó entre las copias. Al fondo, descubrió largas tiras de negativos que no estaban metidos en fundas. Como las fotos, los habían tirado sin más a la caja.

– ¿Crees que Bobbie Crocker hizo estas fotos? -preguntó Laurel, volviéndose a sentar en la silla.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Estaban en su apartamento -respondió Katherine- y cuando le sacamos de las calles el año pasado, llevaba un viejo petate lleno de fotos que aseguraba eran suyas. Supongo que la mayoría de éstas estaban en su interior. No aceptó una cama en el albergue hasta que le convencimos de que las consignas eran seguras, en especial la suya. Quería dormir literalmente con las fotos, pero en el albergue sólo quedaban literas superiores, así que no pudo.

Los indigentes solían traerse consigo al albergue un objeto o dos de totémica -y, para ellos, titánica- importancia. Un único artículo que les recordaba quiénes eran o cómo había sido su vida antes de que comenzase a deshacerse: un certificado de un concurso de deletreo que ganaron de niños; un anillo de compromiso que se resistieron a empeñar; un osito (hasta los veteranos de las guerras de Vietnam y del Golfo llevaban a veces animalitos de peluche). Laurel había visto montones de fotos de familia en la mezcla de cachivaches que guardaban en las consignas. Sin embargo, nunca antes se había encontrado con algo parecido a arte serio o a logros profesionales. Había hecho suficientes cursos de fotografía y sacado suficientes fotos por sí misma como para estar segura de que esas imágenes tenían un valor, tanto desde el punto de vista testimonial como desde el artístico. Le pareció que era posible que hubiera visto en alguna parte la foto de las adolescentes con el hula-hoop, si no esa misma imagen, una del mismo tipo.

– ¿No podría ser que otra persona hubiera sacado las fotos y se las hubiera entregado? -preguntó Laurel-. Un hermano o hermana, por ejemplo. O un amigo. Puede que alguien se las regalara al morir.

– Puedes preguntarle a Sam -dijo Katherine, refiriéndose al empleado que estaba de servicio la noche que llegó Bobbie Crocker-. Él sabe más cosas sobre Bobbie que yo. Habla con Emily también. Estoy segura de que les contó a ambos que era fotógrafo. Por supuesto, no les enseñó nunca las imágenes. Aparentemente, no dejaba que nadie las viera… A no ser…

– A no ser, ¿qué?

– ¡Bah! ¿Quién sabe? Bienvenida al mundo de Bobbie. Emily se las arregló para echarle un vistazo a sus fotos poco después de que él llegara aquí, sólo para asegurarse de que no se trataba de un repugnante pedófilo. Pero ya sabes lo ocupada que está siempre Emily, su vida es un auténtico caos. Cuando vio que no eran más que cándidas imágenes, no se volvió a acordar de ellas hasta que las encontramos ayer en su habitación.

Laurel se quedó pensando en esto durante unos instantes y después tomó otra foto. Un par de jóvenes jugaban al ajedrez en Washington Square, en Manhattan, rodeados por media docena de mirones que observaban atentamente la partida. Supuso que ésta debía de ser anterior a los años sesenta. Había algo en ella claramente pre-presidente Johnson, pre-Lee Harvey Oswald.

Debajo encontró una imagen con una sensibilidad completamente distinta: una pista forestal de Vermont que Laurel no tardó en identificar; una chica en la distancia montada en una bicicleta de montaña; un culote negro; una sudadera de muchos colores con una imagen en el pecho que no se veía muy nítida, pero que podría haber sido perfectamente una botella. Puede que esa foto se hubiera sacado a un kilómetro del lugar donde se produjo la agresión. Al instante su mente regresó a ese camino, a los dos violentos enmascarados con sus tatuajes y sus intenciones de violarla. Debió de quedarse un buen rato mirando fijamente la foto, porque Katherine -su voz le llegó como si le estuviera hablando debajo del agua- le preguntó si se encontraba bien.

– Sí. Esto… Sí -Laurel se oyó murmurar-. Estoy bien. ¿Puedo quedarme con esto?

Sabía que estaba sudando, pero no quería llamar la atención sobre este hecho secándose la frente.

– ¿Quieres un poco de agua?

– No, de verdad que estoy bien. En serio. Sólo… Hace bastante calor ahí fuera -dijo, sonriendo para complacer a su jefa.

– Bueno. Cuando les hayas echado un vistazo, sin prisas, por supuesto, me gustaría conocer tu opinión.

– Te la puedo decir desde ahora: son bastante buenas. Bobbie, o quienquiera que las sacase, tenía talento.

Katherine agachó la barbilla un poquito y sonrió de un modo que Laurel conocía bien: coqueta y halagadora a la vez. Katherine construyó este albergue y lo había mantenido a flote durante todos estos años con una combinación de empuje inexorable y de habilidad para encandilar a todo el mundo con su sonrisa. Laurel sabía que estaba a punto de encargarle un proyecto.

– Todavía puedes utilizar el laboratorio de revelado de la universidad, ¿verdad?

– Sí, pago por ello, igual que por utilizar la piscina. De todos modos, como ex alumna, me sale muy barato.

– Vale. ¿Te gustaría hacer de comisaria, no estoy segura de si es la palabra adecuada, de una exposición?

– ¿Una exposición con estas fotos?

– Aja.

– Sí, claro que sí.

Laurel era consciente de que aceptaba en parte por esa imagen de la chica delgada y enjuta de Underhill. Tenía que saber qué más había en esas fotos. Pero también comprendía que al mismo tiempo estaba reconociéndose culpable por no haberse tomado en serio a Bobbie cuando le había comentado que era fotógrafo. Si estas imágenes eran de verdad suyas, Laurel habría perdido una oportunidad de dar valor a los logros de este hombre al final de su vida, y también de haber sacado algo de provecho como aprendiz de fotógrafa que era. Sin embargo, tenía sus reservas, y las compartió con Katherine:

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