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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Serena vivía en Waterbury, una ciudad a treinta y cinco kilómetros al sureste de Burlington famosa por la heladería Ben & Jerry y por el Hospital Público de Vermont. Se alojaba con una tía que había regresado a Vermont hacía un par de años desde Arizona, el golpe de buena suerte que necesita la mayoría de los jóvenes indigentes para poder salir de las calles. Ahora trabajaba en una cafetería de Burlington.

Aparentemente, el hombre había pasado algún tiempo en el hospital público, aunque Serena no tenía claro si habían sido meses o años antes de dirigirse al norte, hacia Burlington, y acabar en la cafetería donde ella trabajaba. A cargo de quién le habían dejado salir, también era un misterio. El propio Bobbie no parecía saberlo. No era violento, pero sí tenía delirios. No paraba de repetir que Dwight Eisenhower le debía dinero, y estaba convencido de que si su padre descubría su paradero le enviaría un enorme cheque y todo iría bien. Serena supuso que su padre tendría por lo menos cien años y que lo más probable es que hubiera fallecido hacía ya tiempo. Bobbie estuvo viviendo en las calles de Burlington durante unas semanas (en cajeros automáticos, en los quioscos donde se sentaban los guardas de los aparcamientos, en el cuarto de calderas de un hotel cerca del lago) y parecía incapaz de valerse por sí mismo. A veces entraba en la cafetería y se tomaba una taza de café y un par de huevos que pagaba con un dinero que presumía haber conseguido rebuscando botellas y latas reciclables en los contenedores. Le dijo que antes, hace mucho tiempo, había pertenecido a una familia rica de Long Island y que había visto más mundo del que ella se imaginaba. Afirmaba que había conocido a gente cuyos nombres aparecían en libros, revistas y enciclopedias.

Serena supuso que casi todo su parloteo tenía poca conexión con la realidad. Entonces se acordó de la semana y media que ella había pasado en BEDS y en lo amables que habían sido con ella. No sabía si Laurel seguiría allí, pero se imaginó que aunque no estuviera, sería un buen lugar para que ayudaran un poco a su nuevo amigo. Así que Serena lo llevó al albergue, donde Sam Russo le dio una cama en el dormitorio masculino. Con la prescripción de un médico del hospital público, se buscó un coctel químico que estabilizase su comportamiento y pusiera en sincronía su realidad personal con el resto del mundo. Bobbie no veía las cosas igual que el resto de los mortales, pero ya no constituía un peligro para su salud. Una vez que el albergue determinó que era capaz de vivir por su cuenta -incluso le entregaban cupones para adquirir comida-, BEDS le buscó una habitación en el Hotel New England: veinte metros cuadrados, una cama, un armario, un hornillo y un pequeño frigorífico. Compartía el cuarto de baño con los demás inquilinos de su planta y una cocina con los otros residentes del edificio. No era muy lujoso, pero era una habitación con techo, calefacción potente en invierno y excelente ventilación en verano. Era mejor que la calle, y con las ayudas federales le salía tirado de precio.

El novio que tenía Laurel aquel otoño iba a cumplir los cuarenta y cuatro dentro de poco. Esto significa que, aunque era dieciocho años mayor que ella, estaba bastante más cerca de su edad que su anterior pareja, un tipo que insistía en que sólo tenía cincuenta y un años aunque Laurel estaba segura de que mentía. Utilizaba crema facial para las arrugas -que él llamaba loción hidratante- y tomaba Viagra (además de Levitra y Cialis) como si fueran caramelos. Esto convertía en ocasiones el dormitorio en el escenario de pequeñas riñas, porque mientras él se encontraba bajo los efectos del Viagra -innecesariamente, en opinión de Laurel, dada la desatada fogosidad del hombre, que sorprendería hasta en un salido universitario de diecinueve años- ella todavía tomaba antidepresivos. Una pequeña dosis que iba disminuyendo a medida que ganaba distancia y perspectiva de la agresión. Pero mientras ella ralentizaba con química su apetito sexual, él le metía marcha al suyo con todas las medicinas que anunciaban en los intermedios de los programas de fútbol.

Sin embargo, no fue ésa la razón de su ruptura. Lo dejaron porque se empeñó en que Laurel se fuera a vivir con él al caserón que se había construido en los terrenos de una antigua vaquería quince kilómetros al norte de Burlington -era un alto cargo de una empresa que tenía la patente de un software para hospitales-, pero ella no quería mudarse a las afueras. No le apetecía vivir con él. Por eso se separaron.

Su nueva pareja, David Fuller, también un alto ejecutivo, era un convencido anticompromiso, algo que a Laurel en aquel momento le pareció una característica atractiva y útil de su personalidad, y lo cierto es que ayudó a que la relación durara bastante más que la mayoría de sus anteriores aventuras. Sin embargo, Laurel a veces tenía momentos en los que necesitaba la compañía de gente, sobre todo por la noche, de ahí la importancia de su amistad con Talia. Pero, como le había dicho su psicólogo, aparentemente aún no estaba preparada para un compromiso adulto.

Y aunque David estuviera contento dejando que su relación se quedara en algo neutro, no era frío con ella. Una de las razones por las cuales no le agradaba la idea de que su historia madurara hacia algo más serio se debía a que estaba divorciado y era padre de dos niñas, la mayor una cría de once años aspirante a estrella de teatro que a Laurel le parecía adorable. Le hubiera gustado verla más a menudo. Sus hijas eran la prioridad de David, sobre todo desde que supo que su ex mujer se iba a volver a casar en noviembre, y Laurel respetaba su decisión.

David era director editorial del periódico local. Poseía un lujoso apartamento en una moderna y hermosa urbanización con vistas al lago Champlain, pero debido al tiempo que quería dedicar a sus hijas y dado que su primer matrimonio había terminado en un fiasco, no había posibilidades de que presionara a Laurel para que se fuera a vivir con él a corto plazo. En consecuencia, ella no pasaba más que un par de noches o tres a la semana en su piso. El resto de los días, o bien a David le tocaba estar con las niñas -una en sexto de primaria llamada Marissa y la otra en primero llamada Cindy-, o bien se quedaba trabajando hasta tarde para poder dedicar toda su atención a sus hijas los días que le tocaba estar con ellas. Por este motivo, Laurel sólo veía a las niñas un par de veces al mes. Normalmente salían a merendar al campo, o iban al cine. En una ocasión fueron a esquiar. Un par de sábados, Laurel convenció a David para que la dejase quedarse con Marissa, y pasaron una espectacular jornada de compras en las tiendas de moda que Laurel frecuentaba y probando productos en los interminables mostradores de cosméticos de unos elegantes almacenes del centro de la ciudad.

David siempre se cuidaba de acercar primero a Laurel a su piso cuando salían con sus hijas, y ella nunca dejaba ninguna marca de su presencia -ni un cepillo de dientes, ni una falda, ni un par de tampones- en el apartamento de su novio.

David era conocido profesionalmente por sus editoriales duros y sardónicos ante lo que le parecían colosales injusticias o estupideces monumentales que necesitaban ser mostradas. Tenía la mandíbula firme y era alto, rozando el metro noventa. A pesar de su edad, todavía conservaba un cabello espeso del color de la paja. Entonces lo llevaba muy cortito, pero en su juventud, antes de convertirse en director editorial y de tener una imagen que cuidar, lucía cierto aspecto de surfista. Laurel había visto fotos. No practicaba natación, pero salía a correr a menudo, así que se conservaba en perfecta forma, igual que su novia.

A veces, cuando estaban en un restaurante, algún joven camarero realizaba un comentario fortuito que hacía suponer que David era el padre de Laurel, pero esto sucedía con bastante menos frecuencia que con las otras parejas que había tenido desde la agresión. A fin de cuentas, David no sería más que un par de décadas mayor que ella, algo que los anteriores superaban con creces. Además, Laurel estaba empezando a hacerse mayor.

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