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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– ¿Qué?

– Ya sabes, paintball. Sacar el niño que llevas dentro.

– El niño que llevo dentro no es un boina verde. ¿Por qué demonios…?

– ¡Eh! Vigila tu vocabulario.

– ¿Por qué diantres te llevas a tu grupo de catequesis a jugar al paintball? ¿Qué enseñanza teológica le puedes sacar a perseguirse y pegarse tiros por el bosque?

– Ninguna, pero estamos a principio de curso y quiero que los chavales empiecen a romper el hielo y a funcionar como un grupo. Que se conozcan un poco entre ellos. Y además (y esto es muy importante), siempre es bueno que los chicos sepan que hay adultos que se interesan por ellos lo suficiente como para renunciar a un sábado para ir a jugar al paintball con ellos.

– ¿Y no podríamos simplemente ir a dar un paseo? Ya sabes, por el bosque, a ver ardillitas en lugar de pistolas.

– Vamos, mujer, no son pistolas de verdad. Les puede aportar un poco de camaradería y darles algo de vidilla. La verdad es que necesito ya mismo una actividad que les despierte un poco.

– ¿Me dejas pensármelo?

– No. Necesito un acompañante y sé que los chavales te adoran.

– ¿Esto es una forma de conseguir que vaya más a menudo a la iglesia?

– Si a la mañana siguiente te pasas por el templo, magnífico. Pero no, no entra en mis planes. Es sólo que me parece que no sales demasiado.

– ¡Pero si salgo un montón! Tú eres la que está sin novio ahora.

Talia ignoró este comentario, sólo porque era cierto, y dijo:

– Pues yo creo que deberías salir más.

– Pero no con un rifle automático de paintball y doscientas bolitas de pintura del tamaño de una canica. ¡Ahora resulta que a eso le llaman salir!

Talia sabía que a Laurel le costaba decirle que no. La verdad es que a la mayoría de la gente le resultaba difícil negarse a sus demandas. Estaba orgullosa de su poder de persuasión. En el pasado, Laurel la había acompañado cuando el grupo de catequesis construyó una enorme catapulta para dispararse globos de agua en el campo de rugbi de la universidad, había participado en una espeluznante adaptación teatral de Jesucristo superstar en la que Judas colgaba desde el techo sobre los espectadores, y les había ayudado cuando los monitores hicieron una balsa para participar en la regata benéfica del lago Champlain para recaudar fondos destinados al Servicio Municipal de Reparto de Alimentos. Las condiciones eran que todas las embarcaciones tenían que ser de fabricación casera y sus componentes no podían costar más de ciento cincuenta dólares. El coste de su canoa ni de lejos se acercaba a esa cifra. Estaba hecha de contrachapado y viejos bidones de aceite que pintaron de un atractivo verde azulado. La chalupa surcó con ligereza las aguas durante un minuto y medio antes de empezar a escorarse y terminar hundiéndose. Sin embargo, los patrocinadores del grupo pagaron lo prometido.

– Te advierto -continuó Talia- que el paintball tiene un inconveniente bastante grande.

– Déjame adivinar… ¿que es un pelín violento?, ¿una pizca antisocial?

– ¡Oh! No me vengas con esas historias políticamente correctas.

– Entonces, ¿qué?

– Tendremos que ponernos esas gafas protectoras que son tan grandes y quedan tan mal. Son enormes y feas con avaricia. Un auténtico atentado contra el buen gusto.

– ¡Pues nos las tendremos que poner!

Talia asintió con la cabeza, consciente de que Laurel había utilizado la primera persona del plural. Todavía no había dicho que sí, pero las dos tenían claro que iba a ir.

Capítulo 4

En total diez personas asistieron al entierro de Bobbie en el cementerio militar de Winooski: el pastor que ofició la ceremonia, a quien Laurel veía por primera vez; Serena Sargent, pues Laurel la había llamado para darle la noticia del fallecimiento; una mujer que trabajaba en el comedor del Ejército de Salvación; un representante de la Asociación de Excombatientes de Guerra que quería regalar a alguien -le daba igual a quién- una bandera americana meticulosamente doblada. También vinieron tres inquilinos del Hotel New England que habían conocido a Bobbie durante su último año de vida. Laurel calculó que estarían entre los cuarenta y los cincuenta años. De BEDS habían acudido Katherine Maguire y Sam Russo, el empleado nocturno que estaba de servicio el día que Serena trajo a Bobbie. Lloviznaba pero, resguardados como estaban bajo los negros paraguas que la funeraria les había prestado, a los presentes no les importunó mucho esa cálida lluvia otoñal mientras escuchaban en pie los salmos que el pastor leía para ese hombre al que nunca había visto. Después, Katherine arrojó un puñado de tierra húmeda sobre el modesto ataúd que descansaba en el fondo de la sepultura dando por concluida la ceremonia.

Laurel estaba contenta de haber asistido por varias razones, la más importante de las cuales era su deseo de despedirse de este hombre, por lo general trastornado pero en ocasiones carismático. Mientras desayunaba con Talia, se había dado cuenta de que Bobbie se había convertido en una especie de mascota para muchos de los asistentes sociales que trabajaban en BEDS. No en el rostro de la asociación, como Katherine pensaba que iba a ocurrir tras su muerte, sino en un admirable espíritu, infatigable y excéntrico. Un superviviente. De hecho, le encantaba merodear por el albergue. En sus momentos buenos, era capaz de arrancar una sonrisa a los tarados que se dejaban caer por allí cuando ya no les quedaban más opciones.

A Laurel le conmovió comprobar las amistades que Bobbie había hecho con los otros ex sin techo en el poco tiempo que vivió en el Hotel New England, pero no le sorprendió en absoluto. También le alegró ver a Serena y saber que salía adelante, aunque no le fuera todo de maravilla. La muchacha le contó que quería independizarse de su tía y que le apetecía hacer algo más con su vida que trabajar de camarera. Pero, cuando menos, parecía mucho más lúcida que la última vez que la había visto. Laurel le dijo que quería enterarse de todo lo que supiera acerca de Bobbie, así que acordaron verse la semana siguiente.

De camino hacia la furgoneta de BEDS en la que habían venido desde el centro de Burlington hasta Winooski -todos excepto Serena y el solemne veterano de la guerra de Corea que había aparecido de la nada con su bandera-, Laurel andaba con, cuidado de no resbalar sobre la hierba mojada junto a Sam. Un poco mayor que ella, su compañero tendría veintiocho o veintinueve años. Había sido un heavy y conservaba una rebelde mata de pelo rojo recogida en una coleta. Tenía un antiestético michelín poco atractivo para su edad. Sin embargo, él se consideraba voluminoso, no gordo. Lograba que los indigentes que llegaban al albergue se sintieran seguros muy rápido, lo cual, para la mayoría de los asistentes sociales, no resultaba tarea fácil.

– Por curiosidad -empezó a hablar Laurel-, ¿tú qué crees? ¿Piensas que Bobbie sacó todas esas fotos?

– Sin lugar a dudas. No tenía otra cosa cuando le trajeron al albergue. El tío ni tan siguiera traía ropa interior de recambio, sólo los calzones que llevaba puestos. Pero se vino con las fotos a cuestas.

– Pero ¿cómo sabes que fue él quien las hizo?

– Ese tío sabía un montón de cosas. Era capaz hasta de hablar de Muddy Waters.

– ¿Muddy Waters?

– Un cantante de blues de los años cuarenta y cincuenta, de cuando el rock and roll todavía estaba naciendo. Encontré una foto de él y su banda en la caja. Bobbie me dijo que la había sacado durante una sesión de grabación en Chess Records. Y otra vez me contó una increíble historia sobre que lo habían colgado de una grúa en un campo de fútbol para sacar una foto de doscientas animadoras meneando hula-hoops. Creo que para la revista Time, o algo así. No, espera, era para Life. Trabajó un montón para los de Life.

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