Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– ¿Viste alguna vez las fotos?

– No me las dejaba ver… No estaba seguro -dijo, mirando teatrero a ambos lados, haciendo como que se cercioraba de que nadie les estuviese escuchando.

– Katherine me contó lo mismo. ¿De qué tendría miedo?

– Laurel, el hombre era esquizofrénico. Por lo que a mí respecta, podría tenerlo a los marcianos.

– Pero él nunca dijo…

– Bueno, una vez me contó algo que me hizo pensar que su paranoia tenía algo que ver con su padre. No es que le temiese, no era eso. Pero sonaba como si Bobbie tuviera miedo de que algunas personas que conocían a su viejo anduviesen detrás de sus fotos.

Cuando llegaron a la furgoneta, Laurel le retuvo por el brazo para poder hacerle una última pregunta antes de que estuvieran dentro del vehículo entre los amigos de Bobbie.

– Dime: ¿cómo una persona que saca fotos para la revista Life puede terminar en las calles? Ya sé que tenía una enfermedad mental, pero ¿cómo pudieron salirle las cosas tan mal? ¿No tenía familia, ni amigos? Era una persona adorable… No lo entiendo.

Sam Russo le señaló a los tres hombres que se iban montando en la furgoneta, con sus andrajosas zapatillas deportivas, sus camisetas de la Universidad de Oxford de segunda mano y sus pantalones que olían siempre a calle: Howard Masón, Paco Hidalgo y Pete Stambolinos.

– ¿Y cómo les han podido ir tan mal las cosas a ellos? Mira, Bobbie pudo haber sido un gran fotógrafo alguna vez, tú sabrás mejor que yo si tenía talento de verdad. Pero, como bien has dicho, padecía una enfermedad mental. Y también estaba claro que tenía serios problemas de déficit de atención. Hace treinta o cuarenta años no había muchas cosas que se pudieran hacer. Sólo existía la clorpromazina y se estaba empezando a experimentar con haloperidol, pero eso era todo. Afrontémoslo, Laurel, tú sólo le conociste cuando había retomado su medicación.

Nunca le viste o, con perdón, le oliste después de que hubiera pasado la noche en un aparcamiento; o cuando le echaban a patadas de una cafetería porque se había pasado horas allí sentado pidiendo comida sin parar sin tener un penique en el bolsillo; o cuando intentaba convencerme de que una vez había salido con Coretta Scott King… A ver, puedo imaginármelo con algunos de esos músicos, pero… ¿Coretta Scott King? Eso es pasarse. Sólo Dios sabe cuánta química se habría metido en el cuerpo, ya sabes, para evadirse, y qué tipo de adicciones tenía; o qué clase de fantasmas lo persiguieron hasta la vejez. Yo no lo sé. Puede que Emily, Emily Young, sepa algo más. Pero créeme: con las cosas que no sabemos de cualquiera de estos tíos, se podría escribir un libro.

Mientras Laurel estaba en el funeral, la ayudante de Katherine dejó el sobre con las otras fotos de Bobbie en su despacho. Había una docena de instantáneas, algunas amarillentas y descoloridas por el paso del tiempo. Laurel empezó a ojearlas cuando de repente se quedó de piedra y se le aceleró el corazón. Ante sus ojos, en una foto en blanco y negro tan antigua que los bordes estaban festoneados, aparecía la casa de la bahía del club de campo en el que pasó gran parte de su niñez. La mansión de Pamela Buchanan Marshfield. Al instante, reconoció la terraza y el pórtico adyacente con sus ocho columnas, los balcones que daban a las aguas, el embarcadero… La siguiente foto también era una imagen de la casa, pero desde un ángulo diferente.

Nunca se le había pasado por la cabeza que Bobbie Crocker pudiera estar relacionado con los Buchanan de East Egg. ¿De qué? No había pensado mucho en Jay Gatsby ni en la familia que vivía a orillas del estrecho desde que vino a la universidad y dejó de pasar los largos días de verano en el club. Ni tan siquiera les había prestado mucha atención cuando, vestida con sus bañadores Speedo, se pasaba la vida allí.

Posó las dos fotos sobre la pantalla de su ordenador y contempló la siguiente imagen. Ahí estaba, el club de campo al completo, con su enorme y ancha torre de piedra. Tras ella, había otra instantánea de la piscina original, la piscina de Gatsby. Y luego un par de fotografías de las fiestas, una de las cuales tenía una fecha escrita a lápiz: «Día de la Bastilla, 1922». En ella aparecía un hombre que supuso que sería el propio Gatsby, con una mirada de ligero desconcierto junto a su deportivo de color amarillo canario. Por último, había una de los niños: una chica a la que Laurel calculó unos nueve años y un crío de unos cinco, posando en el pórtico de los Buchanan con un descapotable color canela detrás de ellos. Resultaba evidente que esta imagen también era de los años veinte.

Recordó lo que Bobbie le había dicho en una ocasión, otro de los muchos comentarios que Laurel consideró invenciones sin fundamento. Le había contado que se había criado en una casa que daba a una bahía con un castillo. La mansión de Gatsby no era un castillo, pero era de piedra y tenía esa torre que le daba el aspecto de una fortaleza.

Al instante, cogió el teléfono y llamó a su madre, esperando que esa tarde no tuviera tenis o partida de bridge, o que no se hubiera acercado a la ciudad para salir con sus amigas de compras o a visitar un museo. Desde la muerte del padre de Laurel, su madre había dado rienda suelta a su ya de por sí exagerada tendencia a la actividad, dejando que se apoderara de ella. Siempre estaba fuera de casa ocupada en algo. Como suponía, Laurel escuchó la voz de su madre en el contestador y colgó. Llamó a su tía Joyce, la madre de su primo Martin, porque también había vivido en esa zona desde que se casó y era miembro del club. La tía Joyce no había pasado tanto tiempo allí como sus padres o la propia Laurel, pero se conocía como nadie la historia local, con sus bombazos sociales desperdigados bajo tierra como minas.

Martin contestó, con ese inagotable y simpático balbuceo que sólo la familia de Laurel podía traducir con algo de precisión. Martin había nacido con síndrome de Down y sordera parcial, por eso hablaba como si tuviera un buñuelo gigante en la boca. Laurel le entendía casi siempre, incluso por teléfono. Su primo era, casi con toda seguridad, la única persona que conocía que en toda su vida jamás sería capaz de hablar mal de alguien. Tenía un corazón enorme y un espíritu inocente sin ningún tipo de prejuicios. En lugar de llamar a su prima por su nombre, siempre le decía «Hermanita Laurel», ya que su abuela -que había fallecido cuando Laurel estaba en el instituto-también se llamaba así y para Martin la mayor de las dos era «Abuelita Laurel».

Sólo después de que Laurel le prometiese que iría a visitarle pronto y de sugerir que podrían ir juntos a ver un musical el día de Acción de Gracias, Martin le pasó el auricular a su madre. Las dos hablaban con más frecuencia de lo habitual entre tías y sobrinas, lo que probablemente se debía a que Joyce vivía cerca de la madre de Laurel y a la amistad de Laurel con su primo. En cierto modo, la mujer era una segunda madre para Laurel. Por eso, cuando Martin le dijo que su sobrina estaba al teléfono no se imaginó que Laurel fuera a contarle algo especialmente interesante.

Pero sí que lo hizo, y fue directa al grano. Le relató a su tía la historia de Bobbie Crocker y de las fotos que había dejado. Su voz estaba un poco alterada, acorde con lo que ella consideraba un gran descubrimiento.

– Pamela Buchanan Marshfield tenía un hermano pequeño, ¿verdad?

– Pues sí, lo tuvo -contestó su tía con una gran serenidad-. Murió de adolescente. Yo debía de ser muy pequeña en aquel entonces y, por supuesto, no llegué a conocerlo. Una más de las maldiciones que atormentaron a esa familia. Tenían más dinero y peor suerte que nadie que puedas conocer. ¿Qué te ha hecho pensar en él?

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