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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Con bastante frecuencia, cuando Laurel todavía estudiaba en la universidad, llegaban al albergue mujeres solteras apenas uno o dos años mayores que ella. Estas chicas estaban en una edad en la que eran demasiado mayores para el centro de menores que llevaba otra asociación en un barrio diferente de la ciudad, un pequeño mundo en el que se habrían sentido más seguras, pero también eran demasiado jóvenes para encontrarse cómodas en el sector del albergue reservado a los adultos. Por eso, si había sitio y estaban limpias -no necesariamente de roña y piojos, sino de drogas-, se les permitía quedarse en la sección para familias.

Laurel también las fotografiaba, aunque en la mayoría de las ocasiones ellas intentaban darle un toque erótico a la experiencia. El sexo era su única moneda de cambio, y lo utilizaban con resolución aunque de manera poco apropiada. Empezaban a desabrocharse la blusa, se bajaban la cremallera de los vaqueros o se ponían a tocarse mirando con lascivia al objetivo como si estuvieran posando para una revista de adultos. Como decía la canción, intentaban enseñarle sus tatuajes. Para ellas constituía un acto reflejo y deseaban instintivamente su complicidad, pues conocían bien el frío y el hambre.

Sólo cuando ya llevaba un año en el albergue y se había acostumbrado al mundo de los indigentes, empezó a sacar fotos a los hombres. Al principio había evitado ese sector por su experiencia de Underhill. Por supuesto, había visto a muchos sin techo en las calles de Nueva York cuando era pequeña: desaliñados, sucios, malolientes, pirados. Gritando o gruñendo obscenidades a los paseantes o a veces a nadie, lo que resultaba más desconcertante.

Pero pronto se dio cuenta de que se preocupaba en vano. Los indigentes que pasaban por BEDS eran, por lo general, la gente más amable del planeta. Normalmente era la mala suerte y, cómo no, elecciones equivocadas, lo que los había hundido, no enfermedades mentales. Incluso cuando tenían trastornos bipolares o esquizofrenia, como en el caso de Bobbie Crocker, su enfermedad se volvía manejable y daban menos miedo si tomaban la medicación apropiada. Cuando Laurel miraba las hojas de contacto que había hecho de estos hombres, le sorprendían sus amplias sonrisas y lo melancólicos e inofensivos que resultaban sus ojos.

En otoño de su último año de carrera una mujer de veintidós años llamada Serena llegó al sector para familias del albergue. Le contó que cuando tenía quince años las cosas empezaron a torcerse en su vida. ¿La gota que colmó el vaso? Su padre, que la había criado a bofetadas desde que su madre desapareció cuando ella tenía sólo cinco años. Un día, el muy salvaje le reventó un bote de medio kilo de mayonesa en la cara, dejándole el ojo morado y un bulto del tamaño de una pelota de béisbol en la mejilla. Por primera vez en su vida, no intentó ocultar las marcas con maquillaje, en parte porque no podía -habría necesitado la máscara de un portero de hockey sobre hielo en vez de un pequeño tocador y un cepillo- y en parte porque no soportaba que su padre la siguiera pegando y quería ver qué sucedía si la gente se enteraba. Pensaba que las cosas no podrían ir peor.

Y tenía razón, pero tampoco fueron a mejor, por lo menos durante un largo período. A fin de cuentas, ¿qué es peor, tener un techo pero un padre que te da una paliza por semana o ir de casa en casa, una noche aquí, otra allá, a veces con desconocidos, hasta que finalmente terminas en la calle?

Aquel día del bote de mayonesa no había transcurrido ni un minuto de clase cuando el profesor llamó a Serena. Una hora más tarde arrestaron a su padre y ella pasó a un centro de acogida. Por desgracia, no había plazas de adopción de emergencia, así que estuvo las tres semanas siguientes durmiendo en colchones en casas de las familias de distintos amigos. Nunca había sido muy estudiosa, así que no tardó en abandonar por completo sus estudios. Dejó de ir a clase. Al cabo de unos meses, no es que el centro de acogida le hubiese perdido la pista, es que se había convertido en una más de las cinco o seis docenas de menores buscados por los servicios sociales y nadie estaba seguro de si todavía se encontraba en el estado.

Una semana después de la llegada de Serena al albergue, cuando ya se sentían a gusto la una con la otra, Laurel le pidió si podía sacarle una foto y la muchacha aceptó. Mientras Serena hablaba -subiéndose continuamente la camiseta negra por encima del estómago, intentando que los vaqueros le cayeran un poco por debajo de la cintura, apartándose el largo pelo color ámbar de los ojos- Laurel le sacó unas cuantas fotos. Pretendía utilizarlas como trabajo para sus clases de fotografía, como había hecho ya con otras fotos que había tomado a indigentes. Además, pensaba darle a Serena una copia completa del carrete. La chica no era lo que se dice guapa: llevaba demasiado tiempo en la calle para serlo. Su rostro resultaba duro, con las mejillas hundidas y los afilados huesos muy marcados. Estaba muy delgada, casi demacrada. Pero tenía los ojos del azul de la porcelana de Delft, la nariz delicada y pequeñita y una sonrisa encantadora. Había algo seductor y licencioso, sin lugar a dudas atractivo, en el conjunto.

En aquella época, Laurel ya sabía lo suficiente como para no hacer de ninguna mujer o niño de los que pasaban por el albergue un proyecto caritativo personal. En primer lugar porque todavía era una estudiante, y en segundo lugar porque, como voluntaria, no tenía mucha idea de lo que estaba haciendo. Poseía experiencia, pero no una formación como trabajadora social. Sin embargo, era demasiado tentador querer jugar a ser Dios con una chávala -que es lo que era en realidad, pues sería una ilusión feminista llamar mujer a esa famélica alma en pena -como Serena. Se dijo que podría comprarle algo de ropa con la que no pareciera una puta. Podría ayudarla a buscar un trabajo y un sitio para vivir. ¿No es eso lo que hacían los profesionales de BEDS?

Por supuesto, no era tan fácil. Aunque Laurel hubiera sido capaz de poner, con un toque de varita mágica, a Serena detrás del mostrador del vecino McDonald's de Cherry Street, no le pagarían lo suficiente como para poder permitirse un apartamento en Burlington. Por lo menos sin ayudas sociales. O sin la colaboración de alguno de los caseros de la ciudad que eran socios de BEDS o de, quizá, un padre rotario que fuera rico, generoso y demasiado iluso como para pagarle el alquiler a una desconocida y proporcionarle dinero suficiente para hacer la compra.

Tres días después de sacarle las fotos a Serena, Laurel llegó al albergue con media docena de copias de imágenes que creía que le gustarían a la muchacha. Era una gloriosa y cálida tarde del veranillo de San Martín, y pensó que le enseñaría las fotos a Serena y luego podrían dar un paseo juntas hasta el lago. Buscarían un banco junto al embarcadero con vistas a las montañas Adirondacks más allá de las aguas y hablarían sobre las posibilidades vitales. Laurel le contaría cosas sobre su familia, ya que Serena había hecho de buen grado lo mismo sobre la suya. Intentaría describirle un mundo donde gente normal tiene relaciones normales. Se enteraría de si Serena andaba buscando trabajo y la animaría. Incluso le hablaría de su propio encontronazo con la muerte, de los enmascarados que la atacaron, una historia que no contaba a casi nadie.

La conversación nunca tuvo lugar porque cuando Laurel llegó al albergue con las fotos, el fantasma de nombre Serena se había esfumado. Había pasado una semana y tres días con ellos, y luego desapareció.

Laurel se imaginó que eso había sido todo. No esperaba volver a ver a Serena nunca más.

Pero se equivocaba. Fue Serena Sargent, ex usuaria de BEDS, quien trajo literalmente de la mano a Bobbie Crocker al albergue. Esto sucedió cuatro años más tarde, cuando Laurel ya llevaba casi tres años trabajando en la asociación como empleada remunerada. Serena surgió de la nada en una tarde de agosto con un anciano hambriento que no paraba de repetir que había sido muy famoso. Era un indigente; Serena ya no lo era. Laurel no estaba allí en ese momento, pero más tarde la propia Serena y un empleado nocturno de BEDS llamado Sam Russo le contaron la historia.

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