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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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PACIENTE 29873

persiste la obsesión por esas viejas fotografías. Habla constantemente de ellas, quiere saber dónde las hemos puesto. Dice que organizará una exposición algún día, una «grandiosa exposición»…

Prescripción: Continuar con 3 mg. de risperidona vía oral / dos veces al día.

Continuar con WOO mg. de valproato vía oral / dos veces al día.

Por razones de seguridad, de momento no se recomiendan salidas al exterior.

Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.

Capítulo 1

Pamela Buchanan Marshfield vio antes que su abogado el anuncio que el albergue para indigentes de Vermont había publicado en el periódico. Al instante supo que guardaba relación con su hermano y sus obras.

Sabía que la memoria -sobre todo a su edad-, si peca de algo, es de excéntrica. Por eso, cuando pensó en Robert, no recordó a un hombre mayor. Por el contrario, evocó al bebé que arrebataba de manos de la niñera y enseñaba orgullosa a los invitados de sus padres como si fuera suyo. Y en cierto modo lo era, pues Pamela ayudaba a cambiarle los pañales y a darle de comer; lo sacaba al jardín y acercaba su cara a los rosales para que pudiera aspirar el perfume de las flores; le dejaba olisquear a los caballos de polo, y luego los animales hacían lo mismo con él. El matrimonio de sus padres se había vuelto bastante menos turbulento los años que siguieron al nacimiento del pequeño, el único período de la infancia de Pamela en el que no los recordaba peleando. Entonces, incluso bebían menos. Su madre nunca se había mostrado tan feliz como en la época en la que su hermano era adorable, pequeñito y olía a talco. Los miles de desengaños que habían marcado la vida de Daisy quien todavía era muy joven, parecían bastante más fáciles de sobrellevar cuando acunaba a su bebé.

Por desgracia, esta paz no duró. No podía durar. Las heridas que constituían la marca distintiva del paisaje marital de Tom y Daisy Buchanan eran demasiado grandes para que un bebé las cerrara. Cualquier bebé. Sin embargo, Pamela tenía esperanzas. Rezaba y ansiaba que llegara un relumbrante milagro de ese niño. De ese chiquitín. De esa cosita.

Pamela había leído en algún sitio que los recién nacidos sólo ven en blanco y negro, que todavía no son capaces de distinguir los colores. Esto le pareció interesante por una serie de razones pero, sobre todo, por uno de los recuerdos más tempranos que tenía de su hermano: era un día del verano siguiente al nacimiento de Robert. Su padre no estaba en casa y su madre acallaba de volver de almorzar fuera con unas amigas a la misma hora en que la niñera los despertó a ella y a su hermano de la siesta. No solían echarse la siesta en la misma habitación, pero aquella húmeda tarde de agosto lo hicieron. Se quedaron juntos en la sala que daba a la terraza, porque así la niñera podía abrir las puertas acristaladas y dejar que entrase la brisa del mar.

Daisy sacó el álbum con las grandes fotos y los retratos, la mayoría de su adolescencia en Louisville, y se llevó a sus dos hijos al sofá. Sentó a Robert en sus rodillas, como si fuera un osito de los que tenía su hermana mayor, mientras que Pamela se acurrucó a su lado. Su madre olía a limón y a menta. Se puso a contarles -sobre todo a Pamela, pues su hermano apenas tenía unos meses- las historias de cada personaje que aparecía en las fotos. Aunque Pamela no era capaz de acordarse con precisión de lo que su madre le contó aquella tarde sobre sus abuelos, primos, tíos, tías y pretendientes, sí que recordaba esto: cuando su madre y ella ya estaban listas para pasar de página, su hermanito todavía quería seguir contemplando las imágenes, y a veces estiraba sus deditos regordetes y tocaba los rostros en blanco y negro de los Fay de Louisville que los habían precedido.

De pequeño, Robert se acercaba a menudo a ese álbum, y cuando no tenía más que cuatro o cinco años, él y Pamela ya se habían estudiado a fondo toda la colección de álbumes de fotos de su madre. Los trataban como si fueran cuentos de hadas, y Pamela usaba las imágenes para inventarse cuentos con los que dormir a su hermano. Llegado un momento, fue Robert quien empezó a improvisar historias para ella. Por lo general no eran violentas y resultaban bastante menos aterradoras que los cuentos tradicionales de gigantes, brujas y hadas con los que se malcriaba a los niños en aquel entonces. Al contrario, eran extrañas y sin mucho sentido. Sólo tenía nueve o diez años, pero Pamela ya podía ver que su hermano estaba empezando a vivir en un mundo sin límites en el que las relaciones causa efecto no tenían una gran solidez.

Era un presagio de en qué se iba a convertir, de cómo iba a pasar la mayor parte de su vida.

Por ese motivo, nada más ver el anuncio en el periódico, Pamela llamó a su abogado y le pidió que se pusiera en contacto con el albergue para personas sin hogar de Burlington.

Capítulo 2

Katherine Maguire poseía unos luminosos ojos verdes que, al contrario que su cabello siempre saturado de cloro, no habían perdido ni un ápice de su brillo con la edad. De hecho, a la gente le resultaban inquietantes. A Laurel así se lo parecían. Suponía que Katherine tendría unos cincuenta años, más o menos el doble que ella. Pero se conservaba en buena forma y tenía un cuerpo estilizado que la hacía pasar por una mujer bastante más joven. Las dos habían coincidido en la piscina de la Universidad de Vermont durante seis años, desde que Laurel volvió a nadar tras la agresión. Se veían en los vestuarios todas las mañanas entre semana a las 5:45. Hace dos décadas, cuando Katherine sólo era un poco más mayor de lo que Laurel era en ese momento, fundó el albergue de personas sin hogar, creando la institución prácticamente ella sola. A Laurel esto le parecía un logro encomiable, pues ella no se veía capaz de montar un puesto de limonadas en la acera de enfrente de su casa sin ayuda. Katherine consideraba al albergue, junto a su pareja de hijos gemelos que ya iban al instituto, la principal ocupación de su vida.

Katherine entró con su habitual paso confiado en el despacho de Laurel poco antes de la hora del almuerzo de un lunes de septiembre, con un desgastado archivador de cartón entre los brazos. Lo dejó caer y produjo un sonido seco al golpear el suelo de la estancia. Después, la mujer se desplomó en la silla plegable que había frente al escritorio de su asistente social, una resistente mesa metálica adquirida en una liquidación idéntica a la que Katherine utilizaba en su ligeramente más amplio despacho.

– También había un sobre -dijo Katherine-, pero lo olvidé encima de mi mesilla. No te puedes imaginar la cantidad de periódicos y correo comercial que reunió en un solo año. El tío estaba hecho todo un Diógenes.

Katherine tenía una costumbre que molestaba a algunas personas -sobre todo hombres-, pero que a Laurel no le incomodaba: comenzaba las conversaciones como si ya llevaran largo rato hablando.

– ¿Quién?

– Bobbie Crocker. Te habrás enterado de que falleció ayer, ¿no? En el Hotel New England.

– No, no lo sabía -dijo Laurel, bajando la voz.

Cuando uno de sus residentes moría, todos se ponían un poco mustios. A veces no importaba si conocían mucho o poco al difunto. Más bien, se debía a la circunstancia de que ellos eran los únicos que habían sido testigos del final de esa vida. Comprobaban con dolor lo insignificante, fútil y de poco valor que se había vuelto la existencia de las personas.

– Dime, ¿qué le pasó?

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