Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Si su aniversario es dentro de quince días, debo ver ya el rubí que ha adquirido. En cuanto a los que yo puedo ofrecerle, recientemente compré en Roma un collar que creo que le gustará.

Armado con varias llaves, se dirigió a su antigua caja forrada de hierro, cuyas cerraduras abrió antes de accionar discretamente el dispositivo de acero moderno que reforzaba interiormente las protecciones originales. Sacó de allí un estuche ancho en el que, sobre un lecho de terciopelo amarillento, descansaba un conjunto de perlas, diamantes y, sobre todo, bellísimos balajes —rubíes de color morado— montados sobre entrelazos de oro típicamente renacentistas. Kledermann profirió una exclamación admirativa que Morosini se apresuró a explotar:

—Es bonito, ¿verdad? Esta joya perteneció a Julia Farnesio, la joven amante del papa Alejandro VI Borgia. Fue encargado para ella. ¿No cree que bastaría para contentar a la señora Kledermann?

El banquero sacó del estuche el collar, que cubrió sus manos de esplendor. Acarició una a una las piedras con esos gestos amorosos, singularmente delicados, que sólo puede dispensar la verdadera pasión por las joyas.

—¡Es una maravilla! —murmuró—. Sería una lástima desmontarlo. ¿Cuánto pide por él?

—Nada. Le propongo cambiárselo por el cabujón.

—Todavía no lo ha visto. ¿Cómo va a calcular su valor?

—Es cierto, pero tengo la impresión de conocerlo desde siempre. En cualquier caso, me llevo el collar. Nos veremos en el tren.

—La verdad es que estoy encantado de que venga. Voy a telefonear para que le preparen una habitación…

—¡No, por favor! —protestó Aldo, a quien se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en vivir bajo el mismo techo que la deslumbrante Dianora—. Voy a reservar una habitación en el hotel Baurau-Lac; allí estaré estupendamente. Perdone —prosiguió en un tono más cordial—, pero soy una especie de lobo solitario y cuando viajo valoro mucho mi independencia.

—Lo comprendo. Hasta la tarde.

Cuando Kledermann se hubo ido, Morosini llamó a Angelo Pisani para enviarlo a Cook a reservarle plaza en los trenes y habitación en el hotel, tras lo cual el joven debía pasar por la oficina de correos para mandar a Vidal-Pellicorne un telegrama que Aldo redactó rápidamente:

Creo haber encontrado objeto perdido . Estaré en Zúrich, hotel Baur-au-Lac . Saludos.

Al quedarse solo, Aldo permaneció un buen rato sentado en su sillón jugueteando con el hermoso collar de Julia Farnesio. Una extraordinaria excitación lo invadía y le impedía pensar con claridad. Una voz, en el fondo de sí mismo, le decía que el cabujón de Kledermann no podía ser sino el rubí de Juana la Loca; pero, por otro lado, no entendía por qué el hombre de las gafas negras se lo había vendido al banquero suizo en lugar de entregárselo a sus jefes, que debían de esperarlo con cierta impaciencia. ¿Había pensado acaso que, muerto su cómplice, podía volar con sus propias alas y tratar de labrarse una fortuna personal? Era la única explicación convincente, aunque, tal como él lo veía, el bribón había hecho gala de una despreocupación excesiva. Claro que, a fin de cuentas, eso era asunto suyo, mientras que el de Aldo era convencer a Kledermann de que le cediera la joya, si se confirmaba que era la que él creía.

Perdido en sus pensamientos, no oyó abrir la puerta, y hasta que Anielka no estuvo delante de él no se percató de su presencia. Inmediatamente se levantó para saludarla.

—¿Te encuentras mejor esta mañana?

Por primera vez desde hacía tres semanas, iba vestida y peinada y estaba mucho menos pálida.

—Parece que ya no tengo náuseas —dijo ella distraídamente.

Toda su atención la acaparaba el collar que Aldo acababa de soltar y del que ella se apoderó con una expresión de codicia que su marido no le había visto nunca. Hasta sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo.

—¡Qué maravilla!… No hace falta que pregunte si piensas regalármelo. Jamás habría imaginado que pudieras ser un esposo tan avaro.

Suave pero firmemente, Aldo recuperó la alhaja y la guardó en su estuche.

—Uno: no soy tu esposo, y dos: este collar está vendido.

—A Moritz Kledermann, supongo. Acabo de verlo salir.

—Sabes perfectamente que me niego a hablar de mis negocios contigo. ¿Quieres decirme algo?

—Sí y no. Quería saber por qué ha venido Kledermann. Era amigo mío, ¿sabes?

—Era, sobre todo, amigo del pobre Eric Ferráis.

Ella hizo un gesto que significaba que no veía cuál era la diferencia.

—Así que será la bella Dianora la que lleve estas magníficas piedras… La vida es realmente injusta.

—En lo que a ti se refiere, no sé qué tiene de injusta. No te faltan joyas, me parece a mí. Ferráis te cubrió de ellas. Ahora, si no te importa, pongamos fin a esta conversación… ociosa. Tengo cosas que hacer, pero ya que estás aquí aprovecho para despedirme: no comeré en casa a mediodía y esta tarde salgo de viaje.

De repente, el encantador rostro, bastante sereno, se inflamó a causa de un acceso de cólera y la joven asió la muñeca de Aldo entre sus dedos, increíblemente rígidos.

—Vas a Zúrich, ¿verdad?

—No tengo ninguna razón para ocultarlo. Ya te lo he dicho: tengo un negocio entre manos con Kledermann.

—¡Llévame! Después de todo, sería lo justo, y tengo muchas ganas de ir a Suiza.

Él se desasió sin muchos miramientos.

—Puedes ir cuando quieras. Pero no conmigo.

—¿Por qué?

Morosini exhaló un suspiro de impaciencia.

—No empieces otra vez con lo mismo. La situación en la que nos encontramos, muy desagradable, lo reconozco, la has provocado tú. Así que vive tu vida y déjame vivir a mí la mía. Ah, Guy, llega en el momento oportuno —añadió dirigiéndose a su apoderado, que estaba entrando con su habitual discreción.

Anielka giró sobre sus talones y salió de la gran estancia sin añadir una sola palabra. Acarreaba tal peso de rencor que Aldo tuvo de pronto la sensación de que el aire se aligeraba. Morosini pasó el resto del día resolviendo los asuntos corrientes con Guy, hizo que Zaccaría le preparara la maleta —una maleta con doble fondo que utilizaba para esconder las valiosas piezas que a veces tenía que transportar— y después fue a consolar a Celina, a quien la perspectiva de ese nuevo viaje parecía consternar y que trazó una señal de la cruz en su frente antes de besarlo con una especie de arrebato:

—¡Ve con mucho cuidado! —le recomendó—. Desde hace algún tiempo empiezo a preocuparme en cuanto pones los pies fuera de casa.

—Haces mal, y en esta ocasión deberías alegrarte, porque voy a viajar con el padre de… Mina. Vamos a Zúrich, donde él vive, pero yo me alojaré en un hotel, por supuesto. Así que ya ves que no debes preocuparte.

—Si ese caballero sólo fuese el padre de nuestra querida Mina, no me angustiaría, pero es también el esposo de… de… —No conseguía pronunciar el nombre de Dianora, a la que detestaba desde la época en que era amante de Aldo. Éste se echó a reír.

—¿Qué imaginas? Estás remontándote a la historia antigua. Dianora no es idiota: le interesa mucho cuidar al riquísimo esposo que se ha agenciado. Duerme tranquila y cuida bien al señor Buteau.

—¡Como si hiciera falta que me lo dijeses! —gruñó Celina, encogiendo sus rollizos hombros.

Al llegar a la estación, Aldo vio que estaban colocando unos carteles del Teatro de la Fenice que anunciaban varias representaciones de Otelo con la participación de Ida de Nagy y se prometió alargar todo lo posible su estancia en Suiza. El banquero zuriqués jamás sospecharía el favor que acababa de hacerle alejándolo de Venecia. Así pues, Morosini se reunió con él con una sensación de profunda satisfacción. ¡Por lo menos se libraría de eso!

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