Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Aquí están las joyas de mi mujer —dijo el banquero—. Son mucho más bonitas cuando ella las lleva. Pero parece sorprendido…

—Sí, lo admito. Sólo conozco tres colecciones en todo el mundo comparables a la suya.

—Confieso que he puesto mucho empeño en ello, pero el mérito no es sólo mío. Mi abuelo fue quien empezó la colección, y le siguió mi padre. Bien, aquí está lo que le compré a ese americano.

Acababa de abrir otro estuche de terciopelo negro: cual el ojo de un cíclope puesto al rojo vivo en las forjas infernales, el rubí de Juana la Loca miró a Morosini.

Éste lo cogió con dos dedos y no necesitó un examen muy profundo para asegurarse de que era la piedra que tanto le había costado encontrar.

—No cabe ninguna duda —dijo—. Es la joya que me robaron en Praga.

Para más seguridad —aunque era improbable, no había que descartar la posibilidad de una falsificación—, salió al despacho, se sacó del bolsillo una lupa de joyero, la alojó en la cuenca de un ojo y se inclinó bajo la luz de la lámpara moderna que estaba encima de la mesa. Kledermann, inquieto, se apresuró a cerrar la cámara de los tesoros y se reunió con él.

—¡Fíjese! —dijo Aldo señalando con la uña un punto minúsculo en el reverso de la piedra y ofreciendo la lupa al banquero—. Mire esa estrella de Salomón imperceptible a simple vista. Le confirmará que se trata de una joya de origen judío.

Kledermann hizo lo que se le pedía y no tuvo más remedio que aceptar una evidencia que le desagradaba. No dijo nada enseguida, dejó el estuche sobre el vade de piel verde oscuro del escritorio, guardó dentro el rubí, después pulsó un timbre y fue a abrir la puerta.

—¿Tomará un poco más de café? Yo lo necesito.

—¿No teme que le produzca insomnio? —dijo Aldo con una semisonrisa.

—Tengo la capacidad de dormir cuando quiero. Pero ¿qué hace?

Morosini había sacado un talonario de cheques y una estilográfica, llevados expresamente, y estaba escribiendo en una esquina de la mesa.

—Un cheque de cien mil dólares —respondió con la mayor calma del mundo.

—No creo haber dicho que aceptaba devolverle la piedra —dijo el banquero con una frialdad polar que no impresionó a Morosini.

—¡No sé qué otra cosa puede hacer! —repuso éste—. Hace un momento hablábamos de «joyas rojas», y ésta lo es mucho más de lo que puede imaginar.

Kledermann se encogió de hombros.

—Es inevitable en una pieza cargada de historia. ¿Me permite que le recuerde la Rosa de York, ese diamante del Temerario que nos permitió conocernos en Londres? Usted la codiciaba tanto como yo y le tenía absolutamente sin cuidado su pasado trágico.

—En efecto, pero no era yo quien la había descubierto poniendo en peligro mi vida. Este caso es diferente. Vamos, piénselo —añadió Morosini—. ¿Realmente desea ver brillar en el cuello de su mujer una piedra que ha pasado decenas de años sobre un cadáver? ¿No le horroriza?

—Tiene usted la virtud de evocar imágenes desagradables —refunfuñó el banquero—. En realidad, ahora que conozco las aventuras de este rubí, ya no deseo regalárselo a mi mujer. Ella tendrá para su cumpleaños el collar que usted ha traído y yo me quedaré esta maravilla.

Aldo no tuvo tiempo de contestar: apartando más que abriendo la puerta, Dianora hizo una tumultuosa entrada de reina esparciendo a su alrededor el frescor de la noche unido a la suave fragancia de un perfume exquisito.

—¡Buenas noches, querido! —dijo con su hermosa voz de contralto—. Albrecht me ha dicho que está aquí el príncipe Morosini… ¡y es cierto! Es un placer volver a verlo, querido amigo.

Tendiendo las dos manos desenguantadas, se dirigía hacia Aldo cuando, de pronto, se detuvo y giró resueltamente hacia la derecha.

—¿Qué es eso?… ¡Dios mío!… ¡Es espléndido!

Tras quitarse el amplio abrigo ribeteado de zorro azul, a juego con el sombrero, lo dejó caer sobre la alfombra como si fuera un simple papel arrugado, se precipitó sobre el rubí y lo cogió antes de que su esposo pudiera impedirlo. Estaba radiante de contento. Con la piedra entre las manos, se acercó a Kledermann.

—¡Queridísimo Moritz! Nunca has vacilado en remover cielo y tierra para complacerme, pero esta vez me colmas de alegría. ¿Dónde has encontrado este maravilloso rubí?

Se había olvidado de Aldo, pero éste no estaba dispuesto a dejarse excluir: lo que estaba en juego era demasiado importante.

—Fui yo el primero en encontrarlo, señora. Su esposo se lo ha comprado, sin saber nada, por supuesto, al hombre que me lo robó. En este momento me disponía a darle lo que ha pagado por él —añadió, arrancando el cheque.

Dianora volvió hacia él sus ojos transparentes, que lanzaban destellos de cólera.

—¿Está diciéndome que pretende llevarse «mi» rubí?

—Yo sólo pretendo que se haga justicia. La piedra ni siquiera es mía. La había comprado para un cliente.

—Cuando se trata de mí, no hay clientes que valgan —dijo la joven con arrogancia—. Aparte de que nada garantiza que esté diciendo la verdad. Los coleccionistas como usted no vacilan en mentir.

—Cálmate, Dianora —intervino Kledermann—. Precisamente estábamos discutiendo el asunto cuando has llegado. No sólo no había aceptado el cheque del príncipe, sino que pensaba ofrecerle yo uno para compensarlo por los perjuicios sufridos a causa de un ladrón…

—Todo eso me parece muy complicado. Respóndeme con franqueza, Moritz, ¿has comprado esa joya para mi cumpleaños, sí o no?

—Sí, pero…

—¡Nada de peros! ¡Entonces es mía y me la quedo! La haré montar como a mí me…

—Debería dejar que su marido desarrolle ese «pero» —intervino Aldo—. Merece la pena. El hombre que le vendió la piedra acaba de ser encontrado en el lago… estrangulado. Y hace tres meses disparó contra mí y estuvo a punto de matarme.

—Dios mío…, ¡qué excitante! Razón de más para quedárselo.

Y Dianora se echó a reír en la cara de Morosini, que se preguntó cómo había podido estar a punto de morir de amor por esa loca. ¡Tanta belleza, y menos cerebro que un guisante!, pensó mientras miraba a la joven evolucionar por el gabinete de su esposo. Los años se deslizaban sobre ella como un agua vivificadora. Sobre su imagen actual, veía la de la Dianora que había conocido una Nochebuena en casa de lady de Grey. ¡Un hada nórdica! ¡Una sílfide de las nieves en la envoltura escarchada de su vestido del color de los glaciares, que tan tiernamente ceñía las curvas de un cuerpo juvenil tan arrebatador como el rostro! Había vuelto a verla dos veces: en Varsovia, donde habían recuperado por una noche las locas delicias de otros tiempos, y en la boda de Eric Ferráis con Anielka Solmanska. En aquella ocasión, Aldo no había sucumbido al poder de su encanto. Aunque únicamente porque era prisionero del de la bonita polaca. Esa noche no podía evitar pensar que se parecían de un modo peculiar.

Al igual que Anielka, Dianora seguía la nueva moda, al menos en su forma de vestir, pues había conservado intacta su magnífica cabellera de seda clara (¿quizá para no disgustar a un marido tan fastuoso?). El fino vestido de punto, de un gris azulado, mostraba hasta por encima de las rodillas unas piernas perfectas y permitía adivinar la gracia del cuerpo, todavía delgado y libre de trabas, que cubría. En ese momento, la joven pasaba un brazo por debajo del de su esposo dirigiéndole una mirada de tierna súplica. En cuanto a él, si un rostro había expresado alguna vez la pasión, era el de ese hombre de aspecto tan severo y frío. Quizá todavía quedaba una carta por jugar.

—Sea razonable, señora —dijo Morosini con suavidad—. ¿Qué marido enamorado podría aceptar con agrado ver a la mujer que ama en peligro? Y ése será su caso si se obstina en conservar esa terrible piedra.

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