Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Eso es lo que me contraría: tu muerte habría sido la mejor noticia que hubieran podido darme.

—¡Vaya, por lo menos eres franca! No hace mucho afirmabas que me querías. Se diría que el paisaje ha cambiado.

—En efecto, ha cambiado.

Anielka se acercó casi hasta tocarlo, alzando hacia él un rostro crispado por la cólera, unos ojos llameantes como antorchas.

—¿No te aconsejé que no presentaras esa ridícula solicitud de anulación? Hace unos días recibí la notificación de que está en trámite.

—¿Y qué esperabas? Te lo advertí. Ahora debes presentar tus alegaciones.

—¿Te das cuenta de que se ha corrido el rumor y no se habla de otra cosa en toda Venecia? ¡Nos has puesto en ridículo!

—No sé por qué. Me vi forzado a casarme contigo y trato de liberarme. Es lo más normal. Pero, si interpreto bien tu enfado, lo que te preocupa es tu posición mundana. Deberías haber pensado en eso antes de desafiarme.

Aunque deploraba que una indiscreción hubiera divulgado su proyecto, Aldo imaginaba fácilmente cómo podía considerar la sociedad veneciana —la verdadera, no la cosmopolita y escandalosa que frecuentaba el Lido, el Harry's Bar y otros lugares de diversión— la posición de una mujer sospechosa de haber envenenado a su primer marido y de la que el segundo intentaba deshacerse.

—Lo que no entiendo es cómo se ha extendido el rumor, como tú lo llamas. El padre Gherardi, que recibió mi solicitud, y el cardenal La Fontaine, a quien aquél le dio traslado, no se dedican a chismorrear, y yo no he dicho nada.

—Esas cosas se saben. Afortunadamente, tengo excelentes amigos que están dispuestos a apoyarme, a ayudarme…, incluso dentro de tu familia. No ganarás, Aldo, entérate. Seguiré siendo la princesa Morosini y serás tú quien quede en ridículo. ¿Ya no te acuerdas de que estoy embarazada?

—¿Así que es verdad? Pensaba que sólo querías excitar mis celos, ver qué cara ponía…

Ella soltó una carcajada tan agria que a Aldo le pareció penosa. Esa joven tan encantadora, ante la cual la primera reacción de un hombre normal debía ser arrojarse a sus pies, se volvía casi fea cuando se revelaba su verdadera naturaleza. Su rostro era el de un ángel, pero su alma no.

—Tengo un certificado médico a tu disposición —le espetó, furiosa—. Estoy embarazada de más de dos meses. Así que, querido mío, tus problemas no han acabado. Va a resultarte muy difícil conseguir la anulación.

Aldo se encogió de hombros con desdén y le volvió deliberadamente la espalda.

—No estés tan segura: se puede estar embarazada un día y dejar de estarlo el siguiente. En cualquier caso, ten esto bien presente: no estás destinada a vivir aquí toda tu existencia, y no lo estás por la sencilla razón de que la casa acabará por echarte. ¡No serás jamás una Morosini!

Aldo salió y se dio de bruces con Celina, que debía de estar escuchando detrás de la puerta. Una Celina más blanca que un muerto pero cuyos ojos negros llameaban.

—No será verdad lo que acaba de decir —murmuró—. ¿Esa zorra está embarazada?

—Eso parece. Ya lo has oído: la ha visto un médico.

—Pero… no habrás sido tú…

—Ni yo ni el Espíritu Santo. Sospecho de un inglés que antes se declaraba enemigo suyo. ¿Has visto alguna vez por aquí a un tal Sutton? —añadió, conduciendo a la voluminosa mujer lejos de aquella puerta que podía abrirse en cualquier momento.

—No, no lo creo. Aunque hombres vienen muchos, y todos extranjeros. Por más que lleve un luto tan ostentoso, eso no le impide divertirse.

—Sea como sea, Celina, te ruego que no le digas a nadie lo que acabas de oír y hagas como si no lo supieras. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo…, pero si intenta hacer aquí lo que hizo en Inglaterra, tendrá que enfrentarse conmigo. ¡Y eso lo juro ante la Virgen! —concluyó Celina, alzando con decisión un brazo hacia el hueco de la gran escalera.

—No te preocupes. Llevaré cuidado.

A partir de ese día, una vez que Adalbert se hubo marchado a París, una curiosa atmósfera se instaló en el palacio Morosini, convertido en una especie de templo del silencio. Anielka salía mucho con la camarilla americana, aunque ya no se atrevía a llevarla a casa. Aldo se concentraba en sus negocios y de vez en cuando hacía un corto viaje. Curiosamente, no volvió a ver a Ethel Solmanska: cuando, dos días después de su conversación, preguntó por ella en el hotel del balneario, le dijeron que la joven se había marchado repentinamente tras haber recibido un telegrama. No había dejado ninguna dirección a la que enviar el correo, que era prácticamente inexistente. Después de eso, Aldo fue a Roma para asistir a una subasta y también para tratar de encontrar el rastro de Sigismond. Una pérdida de tiempo. Pese a los numerosos conocidos que tenía en la Ciudad Eterna y a unas discretas indagaciones en los grandes hoteles, fue imposible enterarse de nada. Nadie había visto ni oído hablar del conde Solmanski. Había que resignarse.

—Debería guardar eso —dijo Guy Buteau—. Y sobre todo no perder las esperanzas respecto al futuro.

Morosini cerró el estuche de piel blanca, lo guardó en la caja fuerte y sonrió a su viejo amigo.

—Si usted lo dice, Guy… Pero reconozca que las cosas van mal. El procedimiento de anulación no ha avanzado ni un milímetro. Anielka, que padece náuseas de lo más evidentes, sólo se levanta de la cama para ir al sofá y viceversa; y cuando por casualidad me encuentro a Wanda, me mira con una mezcla de reproche, temor e incluso horror, como si estuviera envenenando a su señora. Para acabar, Simón Aronov ha desaparecido y el rubí, tres cuartos de lo mismo. ¡Un triste balance!

—Sobre este último punto, permítame que le dé un consejo: tenga paciencia. Hasta ahora ha tenido mucha suerte en este asunto, y la suerte no hay que forzarla. Espere simplemente que suceda algo, y si por desgracia no tuviera que ver nunca más al Cojo de Varsovia, sería mejor abandonar el proyecto y dejar que la Historia prosiguiera su camino.

—Eso lo veo muy difícil, Guy. Si de verdad la suerte del pueblo judío depende de ese pectoral, no tengo derecho a abandonar, y si me enterase de que Simón ha muerto, intentaría continuar. Sé dónde está el pectoral, ya que lo tuve en mis manos. Lo malo es que soy incapaz de encontrar en las bodegas y los sótanos del gueto de Varsovia el camino que conduce a su escondrijo secreto. Y debo añadir que Vidal-Pellicorne comparte mi determinación. Ninguno de los dos está dispuesto a darse por vencido. Por el momento, lo importante es recuperar ese maldito rubí, que debe de estar en manos de los Solmanski. Y eso es posible conseguirlo.

—En tal caso, no tengo nada más que decir. Me contentaré con rezar por usted, querido muchacho.

Ese apelativo cariñoso que no había empleado desde que Aldo era un adolescente, indicó a este último cuánta inquietud y ternura inspiraba a su antiguo preceptor. Por lo demás, éste no se equivocaba al pensar secretamente que la suerte aún podía sonreírle.

Esa noche, bastante tarde, sonó el teléfono. Aldo y Guy estaban en la biblioteca fumando un cigarro ante el primer fuego del otoño, cuando Zaccaría fue a decir que el señor Kledermann llamaba desde el hotel Danieli preguntando por su excelencia. Era el último nombre que Morosini esperaba oír y no se movió.

—¿Kledermann? ¿Qué querrá? —dijo, nervioso—. ¿Anunciarme la boda de Lisa?

Su voz súbitamente tensa pero vacilante hizo que el señor Buteau levantara las cejas, sorprendido y divertido a la vez.

—No tendría ningún motivo para hacer tal cosa —repuso con una gran suavidad—. ¿Acaso no recuerda que es un gran coleccionista y usted uno de los anticuarios más famosos de Europa?

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