—Exacto —masculló Aldo, un poco incómodo por haber exteriorizado el temor secreto que lo habitaba desde las pasadas Navidades: enterarse de que Lisa ya no se llamaba Kledermann—. Voy a atender la llamada.
Al cabo de un momento, la voz precisa del banquero zuriqués decía:
—Le ruego que me disculpe por molestarlo a una hora un poco tardía, pero acabo de llegar a Venecia y no tengo planeado quedarme mucho tiempo. ¿Puede recibirme mañana por la mañana? Me gustaría marcharme por la tarde.
—Un momento.
Aldo bajó al despacho para consultar su agenda. Ésa era al menos la excusa que se dio a sí mismo para que los latidos desacompasados de su corazón tuvieran tiempo de apaciguarse. Además, desde allí podía seguir hablando.
—¿Le va bien a las once?.
—Perfecto. A las once, entonces. Le deseo que pase una buena noche.
Fue una noche agitada. A la vez excitado y ligeramente inquieto, Aldo tuvo algunas dificultades para conciliar el sueño, pero acabó por descubrir que, en el fondo, se alegraba de recibir una visita que quizás aportara un poco de vida a una casa que se había vuelto singularmente sombría. La propia Celina ya no cantaba nunca, y eso hacía que las doncellas, impresionadas, parecieran desplazarse sobre suelas acolchadas. Así pues, a la hora convenida estaba de punta en blanco: con un traje príncipe de gales gris oscuro, iluminado por una corbata en tonos oro viejo, fingía estar absorto en el examen de un precioso collar antiguo de coral y perlas finas cuando Angelo Pisani abrió ante Moritz Kledermann la puerta de su gabinete. Aldo se levantó inmediatamente para recibirlo.
—Encantado de volver a verlo, querido príncipe —dijo el banquero estrechando cordialmente la mano que éste le tendía—. Usted es sin duda alguna el único hombre capaz de aclararme un pequeño misterio y de ayudarme al mismo tiempo a satisfacer mis deseos.
—Si está en mi poder, lo haré con mucho gusto. Siéntese, por favor… ¿Le apetece un café?
El banquero suizo, cuyo aspecto era el de un clergyman americano vestido en Londres, dispensó a su anfitrión una de sus contadas sonrisas.
—Me tienta. Sé que en su casa lo hacen especialmente bueno. Su ex secretaria me ha hablado mucho de él.
Por toda respuesta, Morosini llamó a Angelo para que se ocupase de que se lo sirvieran. Luego se sentó y, afectando indiferencia, preguntó:
—¿Cómo está?
—Bien, supongo. Ya sabe que Lisa es un ave migratoria que no da señales de vida con frecuencia, excepto a su abuela, con la que seguramente está ahora. Por cierto, ¿estaba satisfecho de sus servicios?
—Más que satisfecho. Fue una colaboradora insustituible.
Bajo las gafas con montura de carey, los ojos oscuros de Kledermann, parecidísimos a los de su hija, lanzaron un destello que iluminó su cara afeitada de rasgos finos y desapareció enseguida.
—Creo que aquí se encontraba muy a gusto —dijo— y lamento que las circunstancias me llevaran a dejar al descubierto su inocente estratagema… Pero no he venido a Venecia para hablarle de Lisa. La razón es la siguiente: dentro de quince días mi mujer celebrará su… cumpleaños coincidiendo con el aniversario de nuestra boda. Con ese motivo…
La llegada de Zaccaría con el café ayudó a Morosini a superar un ligero mareo: después de Lisa, oír hablar de Dianora, su antigua amante, era lo último que deseaba. Debidamente servido por Zaccaría, cuyos gestos solemnes ocultaban una viva curiosidad —él también le tenía mucho cariño a «Mina» y la llegada súbita de su padre constituía un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudó su discurso interrumpido.
—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubíes y diamantes. Sé que quiere tener unos bonitos rubíes desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algún modo, ha traído hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocerá que son amplios, no consigo averiguar de dónde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujón me hizo suponer por un momento que podía ser otro resto del tesoro de los duques de Borgoña, pero…
—¿Lo ha traído? —preguntó con voz ronca Aldo, a quien acababa de secársele la garganta.
El banquero observó a su interlocutor con una mezcla de sorpresa y de conmiseración.
—Querido príncipe, debería saber que uno no anda por ahí con una pieza de esa importancia en el bolsillo, y menos, permítame que se lo diga, en su país, donde los extranjeros son sometidos a severísimos controles.
—¿Puede describirme esa piedra?
—Naturalmente. Alrededor de treinta quilates…, ah, y si he mencionado antes al Temerario es porque ese rubí tiene aproximadamente la misma forma y el mismo tamaño que la Rosa de York, ese condenado diamante que nos causó tantos quebraderos de cabeza a los dos.
Esta vez, a Aldo le dio un vuelco el corazón: no podía creer que fuera… Sería demasiado bonito, además de que, a primera vista, era absolutamente imposible.
—¿Cómo la ha conseguido?
—De la manera más sencilla. Un hombre, un americano de origen italiano, vino a ofrecérmela. Es ese tipo de cosas que suceden cuando eres conocido como un apasionado coleccionista. El la había adquirido en una subasta en Austria.
—¿Un hombrecillo moreno con gafas de montura negra? —lo interrumpió Morosini.
Kledermann no intentó disimular su sorpresa:
—¿Es usted brujo o conoce a ese hombre?
—Creo que lo he visto en alguna parte —dijo Aldo, que no tenía ningún interés en contar sus últimas aventuras—. ¿Su rubí está montado en un colgante?
—No. Ha debido de estar montado en algo, pero lo han desengastado. Con gran esmero, por cierto. ¿En qué está pensando?
—En una piedra que formaba parte del tesoro del emperador Rodolfo II y cuyo rastro he buscado durante mucho tiempo, aunque ignoro su nombre. Y… ¿la compró?
—Por supuesto, pero me permitirá que no le diga el precio. Pienso convertirla en la pieza principal del regalo que le reservo a mi mujer y, como es natural, estaría encantado si pudiera decirme algo más sobre la historia de esa joya.
—No estoy seguro. Para eso tendría que verla.
—La verá, amigo mío, la verá. Su visita me causaría un inmenso placer, sobre todo si pudiera encontrarme la segunda parte de lo que he venido a buscar. Antes le he hablado de un collar, y he pensado que quizás usted tuviera algunos rubíes, más pequeños pero también antiguos, que se pudieran combinar con diamantes para hacer una pieza única y digna de la belleza de mi esposa. Creo que usted la conoce, ¿no?
—Así es. Nos vimos varias veces cuando ella era condesa Vendramin. Pero ¿está seguro de que su esposa quiere rubíes? Cuando vivía aquí, le encantaban las perlas, los diamantes y las esmeraldas, que favorecían su belleza nórdica.
—Y siguen gustándole, pero usted sabe tan bien como yo lo volubles que son las mujeres. La mía sólo sueña con rubíes desde que vio los de la begum Aga Khan. Afirma que sobre su piel parecerían sangre sobre nieve —añadió Kledermann riendo, divertido.
¡Sangre sobre nieve! Esa loca de Dianora y su fastuoso marido no imaginaban hasta qué punto esa imagen de un romanticismo un poco manido podía hacerse realidad, si la bella Dianora colgaba un día de su cuello de cisne el rubí de Juana la Loca y del sádico Julio.
—¿Cuándo se va? —preguntó de pronto.
—Esta tarde, ya se lo dije. Tomo a las cinco el tren para Innsbruck, donde enlazaré con el Arlberg-Express hasta Zúrich.
—Voy con usted.
El tono era de los que no admiten discusión. Ante la expresión un tanto desconcertada de su visitante, Aldo añadió con más suavidad:
Читать дальше