Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Y cuando, movido por cierta compasión, le había comentado, antes de comprar, que iba a perjudicar seriamente a sus herederos, ella había contestado con un soberbio encogimiento de hombros:

—Estas joyas no forman parte de los bienes recibidos de mi difunto esposo. Eran de mi madre y me pertenecen. Además, detesto a las dos pánfilas pretenciosas que son sobrinas mías por alianza y prefiero con mucho que hagan feliz a una mujer bonita.

—En tal caso, ¿por qué no acude a Sotheby's? Las pujas serían muy elevadas, seguro.

—Es posible, pero en una subasta nunca se sabe quién va a ser el destinatario; el más rico es el que se lo queda. Con usted estoy tranquila porque es un hombre con gusto. Sabrá vender con discernimiento… Además, tengo prisa.

Morosini ofreció un precio justo que dejó su economía en una situación precaria, pero, contrariamente a lo que pensaba lady X, no se había decidido a separarse de una pieza tan cautivadora. Incluso había constituido el comienzo de una colección a la que se había sumado, entre otras alhajas, el brazalete de esmeraldas de Mumtaz Mahal, comprado en secreto a su viejo amigo lord Killrenan, que tampoco quería oír hablar de dejar entre las garras de sus herederos lo que había sido un testimonio de amor. [20] Véase La Estrella Azul. Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la contemplación y Aldo, sin siquiera cerrar el estuche, fue a abrir la puerta, que siempre cerraba con llave antes de abrir la enorme caja medieval, más segura que todas las cajas fuertes del mundo. Tomaba esa precaución a causa de Anielka, que nunca consideraba oportuno llamar antes de entrar en el despacho de su «marido», mientras que sus más cercanos colaboradores jamás dejaban de hacerlo.

Esta vez era el señor Buteau, cuya mirada gris, siempre un poco melancólica, se posó sobre el estuche abierto. Esbozó esa sonrisa tímida que le daba tanto encanto, un encanto que la edad no atenuaba.

—¿Le molesto? Veo que estaba contemplando sus tesoros.

—No diga tonterías, Guy, usted no me molesta nunca y lo sabe. En cuanto a este tesoro, estaba preguntándome si no debería deshacerme de él.

—¡Dios bendito! ¡Vaya ocurrencia! Yo creía que, de toda su colección, estos pendientes eran su joya favorita.

Aldo, después de haber cerrado de nuevo con llave, volvió a su mesa y cogió el estuche entre sus largos dedos finos y nerviosos.

—Es verdad. Los compré pensando ofrecérselos un día a la que se convirtiera en mi mujer, la madre de mis hijos, la compañera de los buenos y los malos momentos. Pero reconozca que, en las circunstancias actuales, eso ya no tiene sentido.

—Pero lo tienen su belleza y su historia. A la delfina le encantaba esta joya y la lucía con frecuencia incluso siendo ya reina. A no ser que necesite dinero…

—Sabe perfectamente que no. Nuestros negocios van de maravilla pese a mis numerosas ausencias.

—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.

Desde que había regresado a Venecia acompañado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se había volcado en el trabajo. Mientras que el arqueólogo volvía a París, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, él había recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubí en los diversos actos a los que acudía y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gánsteres americanos de cuyas fechorías había sido víctima. Adalbert, por su parte, hacía lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyó que no le costaría mucho encontrar su pista.

Cuando llegó a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compañía de su cuñada, que había ido a descansar allí unos días. Una estancia que no parecía hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su señor de ir a darse un baño, había empezado a soltar una apasionada filípica en la que ni Zaccaría, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.

—¡Qué vergüenza! ¡Esa mujer se comporta aquí como si estuviera en su casa! ¡Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cuñada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante pánfila…, pues desde que está aquí, como decía, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginarás que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debía contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que está tu prima Adriana. A mí me parece que ésa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, enseña las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaría no inmutó a la bella dama: lo encargó todo al Savoy, incluidos los camareros. ¡Personal extra aquí! ¿Te das cuenta? Un verdadero escándalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaría, porque él se negó a abandonar su puesto y recibió a toda esa gente…

—Había que vigilar un poco —aventuró la voz tímida del mayordomo, cuya máscara napoleónica parecía caer cuando debía enfrentarse a los arrebatos de cólera de su esposa.

—Los ángeles y la Virgen se habrían encargado de hacerlo solos. Yo se lo había pedido y siempre me han escuchado. Así que deberías…

Aldo se decidió a participar en el combate:

—¡Para un momento, Celina! A mí también me gustaría que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un café; hablaremos después. —Acto seguido, volviéndose hacia su viejo mayordomo, añadió—: Hiciste bien, Zaccaría. No puedo quitarle la razón a Celina; está en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.

—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el señor Buteau también me ayudó. Se instaló en su despacho e impedía el acceso allí y a la tienda.

—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ¿cuándo ha llegado esa americana?

—Hace quince días. Su marido la acompañaba.

Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.

—¿Estaba aquí? ¿Sigismond Solmanski?… ¿Se ha atrevido a venir a mi casa?

—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grünwald y luego, cuando él se marchó, su mujer se trasladó al Lido, que le parece mucho más alegre.

—¿Y adonde ha ido?

Zaccaría abrió los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvió en ese momento con una bandeja llena y anunció que las doncellas estaban preparando una habitación para el signor Adalberto.

—Si quieres hablar con la polaca, está aquí —añadió el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su señora para ayudarla a… desvestirse. ¡Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva prácticamente nada!

—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su señora hasta más allá de la muerte—. Nunca consigo sacarle más que una letanía incomprensible.

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