Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—¿Qué compañero?

—Lo reconocerás. Lo viste en el Europa y un poco antes en Venecia: tomó un café a tu lado y el de Rothschild en el Florian.

El hombrecillo moreno con gafas de montura negra acababa de entrar en el círculo de luz y también iba armado. Aldo se sintió idiota. ¿Cómo había podido contentarse con pensar que lo había visto antes en alguna parte? Realmente debía de estar haciéndose viejo.

Butterfield estaba subiendo los peldaños de piedra, pero su aplomo parecía vacilar a medida que se acercaba al gran rabino, que permanecía muy erguido. Incluso se hubiera dicho que empequeñecía. El anciano sin embargo, no hacía ni un solo gesto, sus ojos oscuros lanzaban destellos y su terrible voz retumbó de nuevo:

—Estarás maldito hasta el fin de los tiempos si tocas esta piedra y nunca más conocerás el descanso.

—¡Basta ya! ¡Cállate! —ordenó el americano con un temblor que anunciaba un ataque de pánico. Pero el rubí estaba allí, en las manos del rabino, y la codicia fue más fuerte que el miedo. Le arrebató la piedra, retrocedió, resbaló al bajar de espaldas y cayó al suelo. El rubí se le escapó de las manos y se alejó un trecho rodando. Aldo iba a agacharse para recogerlo, pero el hombre de las gafas dijo:

—¡Todos quietos!

Sin apartar la mirada de Morosini, al que amenazaba con el arma, dobló las rodillas, cogió el colgante y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Levántate! —ordenó a su cómplice—. Y larguémonos de aquí.

Desapareció con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzó en su persecución. El otro se volvió y disparó. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleó y se desplomó justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caída. Antes de desvanecerse, el herido oyó rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente después sonó un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo había proferido era el americano. La última impresión de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga había empezado de pronto a moverse.

Cuando emergió de las profundidades, lo que le rodeaba le pareció tan extraño que creyó que había pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debía de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitación clara que podía ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre él no parecía una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debía de estar en algún purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentía un dolor en el pecho y unas vagas náuseas. Cerró los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba también de sufrimiento.

—¡Vamos, despierta! —ordenó con dulzura la voz inolvidable que habría podido ser la del Ángel del Juicio—. Todavía eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.

El herido intentó hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuró:

—Creía que estaba muerto.

—Podrías estarlo si hubieran apuntado mejor, pero, ¡alabado sea el Altísimo!, el proyectil no entró en el corazón y hemos podido extraerlo.

—¿Y dónde estoy?

—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido él quien ha extraído la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volveré mañana.

Morosini comprendió que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policía en los asuntos del barrio judío y se alegró, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudían en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.

—Un momento, por favor. ¿Tiene noticias del amigo que dejé en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?

—Está bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo verás enseguida.

—¿Y el rubí?… ¿Qué ha pasado con el rubí?

—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyó con él. Los de aquí han intentado encontrar su rastro, pero se diría que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.

—¡Dios mío! ¡Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!

—Sólo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparó contra mí, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargó de él.

—Pero ¿cómo…?

El rabino tocó la frente de Aldo.

—Estás hablando demasiado. Cálmate. Tu amigo te lo contará todo.

Y esta vez salió. Una vez solo, Aldo examinó lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado al despertar por la habitación de una clínica porque estaba decorada en blanco, parecía mucho más el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arrancó una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenía aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibía ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeño secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entró poco después de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenía nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacía pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prisión.

Sin una palabra, sin una sonrisa, arregló las almohadas de Aldo para incorporarlo y depositó la bandeja ante él.

—Perdone, pero no tengo hambre —dijo él, sincero y también poco tentado por la especie de gachas con leche que le habían llevado (se parecía bastante al porridge inglés), acompañadas de una taza de té.

Sin articular palabra, la mujer frunció sus pobladas cejas e indicó con un dedo perentorio que el herido no tenía otra cosa que hacer más que comer. Y acto seguido, salió.

Aldo, que habría dado su mano derecha por el buen café y los panecillos calientes de Celina, pensó que, si quería recuperar fuerzas —¡y le faltaban muchas!—, debía alimentarse. De modo que tomó una cucharada con prudencia, comprobó que estaba caliente, dulce, y que olía a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar él mismo la bandeja, comenzó a ingerir su contenido y se sintió un poco mejor. El té, había que reconocerlo, era un excelente darjeeling , o sea que, después de todo, habría podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrió para dejar paso a Adalbert, que desplegó una amplia sonrisa ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

—Parece que estás mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglará. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.

—¿Ayer por la tarde? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Pronto hará cuarenta y ocho horas. Y los de aquí no te han escatimado sus cuidados.

—Les daré las gracias. Si he entendido bien, sigo estando en el gueto, ¿no?

—Se dice el barrio judío o Josefov —rectificó Adalbert en un tono doctoral—. Y puedes dar gracias a Dios, porque el doctor Meisel tiene unas manos de hada: la bala estaba a medio centímetro de tu corazón. No te habrían operado mejor en ningún gran hospital occidental.

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