Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Maquinalmente, Morosini apoyó una rodilla en el suelo para apartar mejor la maleza y dejar más a la vista la inscripción.

—¿Esto es el cementerio del priorato? Herr Doktor nos ha mentido —dijo con amargura.

—No lo creo. A mi entender, la mentira se remonta a mucho antes, a los orígenes. A los monjes debía de hacerles tan poca gracia como al propietario del castillo semejante vecindad. Prometieron enterrar a Julio en sus tierras y una noche fueron a buscarlo. El conde se dio por satisfecho con eso. Lo que a él le interesaba era que se lo llevaran y no se preocupó de nada más; seguramente se limitó a pagar generosamente, y los santos hombres, en lugar de dar a ese desdichado la sepultura cristiana que se les pedía, lo enterraron aquí, lejos de todo, como al réprobo que siempre fue.

—¡Y aún gracias que no lo arrojaron al estanque!

—Seguramente eso habría sido demasiado para su conciencia temerosa. En cuanto a nosotros, de no ser por esa jovencita, habríamos podido pasar mucho tiempo buscándolo. Su gesto y el ramo son conmovedores, y ahora me avergüenzo un poco de lo que vamos a tener que hacer.

—Coincido contigo, pero no tenemos elección. Nos las arreglaremos para borrar toda huella de nuestro paso. Esa muchacha debe de soñar con este desconocido abandonado en su tumba romántica y no quiero estropear su sueño. En lo que se refiere al rubí, si está aquí, cosa que empiezo a dudar, Julio reposará más serenamente cuando lo hayamos liberado de él.

La noche era oscura, densa, calurosa. La puesta del sol no había hecho que refrescara el tiempo. Adalbert se había quedado junto a la tumba mientras Aldo regresaba al albergue para anunciar a Johann que un granjero con el que habían trabado amistad les ofrecía hospitalidad esa noche.

—Volveremos mañana, no se preocupe… Pero me gustaría que me diese dos botellas de su excelente vino de Melnik para ofrecérselo a nuestro anfitrión.

El semblante consternado del hospedero, que temía la competencia, había recuperado enseguida la tranquilidad. Incluso había propuesto añadir una botella de aguardiente de ciruela («¡Aquí es muy apreciado!») que Aldo se había guardado mucho de rechazar. Se lo llevó todo y, antes de reunirse con Vidal-Pellicorne, pasó por una frutería para comprar melocotones y albaricoques. Con el estómago lleno, esperaron que cayera la noche observando el cielo, donde negros nubarrones se desplazaban lentamente.

—Si todo eso nos cae encima, quedaremos empapados, lo que no nos facilitará la tarea —suspiró el arqueólogo.

—Por consejo de nuestro anfitrión, he traído los impermeables. Por lo menos nos servirán para disimular el estado en el que nos encontraremos mañana.

Pero ningún rugido lejano, ningún relámpago fugaz anunciaba todavía el diluvio. Cuando se hizo totalmente de noche, los dos hombres tiraron al mismo tiempo el cigarrillo que estaban fumando, cogieron el material y se dirigieron al lugar donde debían realizar la horrible tarea, pero hasta que no llegaron a su destino no encendieron las linternas sordas, cuya luz les era indispensable.

Contrariamente a lo que temían, la lápida no les dio mucho trabajo: estaba simplemente depositada sobre el suelo. Después había que cavar. Lo hicieron relevándose, después de haberse santiguado.

—Quizá tengamos más problemas con el ataúd —murmuró Aldo—. La madera de teca no se pudre fácilmente y pesa mucho… Venecia entera está construida sobre ese tipo de madera.

—Todo depende de la profundidad.

Pero afortunadamente los monjes, impacientes por librarse de su endiablado fardo, habían hecho el trabajo deprisa y corriendo. Lo habían enterrado a muy poca profundidad, contando con que la calidad excepcional de la madera y la lápida evitara que los animales del bosque se sintieran atraídos. Aproximadamente a un metro, el pico de Adalbert encontró una resistencia.

—¡Creo que lo tenemos!

Trabajando con denuedo y prudencia a la vez, retiraron toda la tierra que cubría la larga caja negra, junto a la cual Adalbert bajó con una linterna: las armas imperiales en metal deslustrado aparecieron en la tapa. Por suerte, ésta se había mantenido cerrada por su propio peso y unos pasadores de hierro oxidados que no ofrecieron gran resistencia a las tijeras y las tenazas del arqueólogo.

—Quizá no haga falta forzar los de la parte inferior —dijo Adalbert—. Ahora baja; levantaremos la tapa y tú la mantendrás abierta mientras yo busco.

Los dos hombres no olvidarían jamás lo que vieron: esperaban encontrar huesos, pero vieron el cuerpo ennegrecido, momificado, de un joven cuya extraordinaria belleza seguía siendo evidente. Debían de haberlo envuelto en un gran manto de terciopelo púrpura bordado en oro, que había quedado reducido a una especie de velo rojo rasgado con algunos fragmentos más gruesos.

—Los alquimistas de Rodolfo II debían de haber descubierto algunos secretos de los egipcios —susurró Adalbert, cuyos largos dedos, habituados a ese tipo de trabajo, recorrían con presteza esa capa de tejido fantasma que cubría el cuerpo.

Y de pronto, a la débil luz de la linterna, apareció un destello sangriento: el rubí estaba allí, colgado del cuello mediante una cadena de oro, y parecía mirarlos como un ojo rojo súbitamente abierto en el fondo de la noche.

Durante unos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio. Luego, Adalbert murmuró con voz ronca:

—El enviado eres tú…, a ti te corresponde quitársela. Yo sostendré la tapa.

Aldo alargó, vacilante, una mano que notaba helada. Con suavidad y precaución, buscó el cierre de la cadena, lo abrió y, sin retirar ésta, extrajo el colgante y se lo guardó en un bolsillo, del que sacó un paquete estrecho y plano y lo desenvolvió: contenía una hermosa cruz pectoral de oro con amatistas, que puso en sustitución del rubí. La había comprado en una tienda de antigüedades, en los barrios altos de Budweis.

—La he hecho bendecir —dijo.

Después arregló lo mejor que pudo los vestigios de tela, trazó sobre el cuerpo la señal de la cruz y ayudó a Adalbert a colocar la pesada tapa. Tras lo cual, murmuraron al unísono, sin haberse puesto de acuerdo, un De profanáis . Sólo faltaba volver a cerrar la tumba.

Cuando la lápida, así como las flores de la joven desconocida, hubieron ocupado de nuevo su lugar, resultaba difícil imaginar el trabajo de titanes realizado por los dos hombres.

Completamente sin fuerzas, se dejaron caer al suelo a fin de recuperarse un poco y de permitir que sus corazones desbocados se sosegaran. En algún lugar lejano, un gallo cantó.

—¿Hemos estado toda la noche? —dijo, asombrado, Adalbert.

Como si esas palabras hubieran sido una señal que el cielo esperaba, un potente trueno, seguido del cegador zigzag de un relámpago, estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que las nubes empezaban por fin a descargar. Trombas de agua cayeron sobre el campo.

Pese a la protección de los árboles, al cabo de un instante los dos amigos estaban empapados, pero, lejos de pensar en huir del aguacero, dejaron, con una especie de placer salvaje, que el agua del cielo resbalara sobre ellos como un nuevo bautismo. Después de tanto calor, de tantos esfuerzos, era maravilloso.

—No tardará en amanecer —dijo Aldo—. Habría que ir pensando en volver.

Cuando llegaron al coche, tenían los pies enfangados, pero sobre sus cuerpos no quedaba ni rastro de la terrible obra que habían llevado a cabo. Allí se desnudaron por completo, extendieron su ropa lo mejor posible sobre el asiento posterior, se taparon con los impermeables y se quedaron dormidos en el acto.

Hacía mucho que había amanecido cuando se despertaron y continuaba lloviendo. Se encontraban en el centro de un universo uniformemente gris y chorreante, pero se sentían absolutamente despiertos y con la mente despejada.

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