Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Mientras señalaba dos elegantes silloncitos Luis XVtapizados en satén azul y blanco, él se instaló en un tercero y prosiguió:

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la desdichada princesa Paulina! Si lo desean, podrán admirar su retrato con traje de baile en los grandes aposentos donde muchos soberanos. Feliz de tener público, se disponía a comenzar una interminable digresión cuando Adalbert decidió intervenir y pilló la ocasión al vuelo:

—Precisamente hemos venido y nos permitimos molestarlo, Herr Doktor, por sus soberanos. Creo que ha llegado el momento de que le exponga el motivo de nuestra visita: mi amigo el príncipe Morosini, aquí presente, y yo mismo deseamos recopilar documentos sobre las residencias imperiales y reales del antiguo Imperio austro-húngaro.

Las cejas del bibliotecario, que había aprovechado la interrupción para coger una pizca de tabaco de una preciosa tabaquera, se alzaron hasta la mitad de la frente mientras él levantaba en señal de advertencia una mano blanca y cuidada, digna de un prelado.

—¡Permítame, permítame! Por vasto y noble que sea, Krumau no ha sido nunca residencia imperial, aunque sus príncipes hayan sido soberanos.

—¿No perteneció al emperador Rodolfo II?

El amable rostro se transformó en una máscara de dolor.

—¡Dios mío! Tiene razón, y lo sé de sobra, pero lo cierto es que tanto los habitantes de este castillo como los de la ciudad se esfuerzan en olvidarlo. ¿De verdad insisten en que les hable de él?

—Es indispensable para nuestra obra —dijo Aldo—. Pero, si le resulta demasiado penoso relatar la horrible historia del bastardo imperial, no se preocupe, porque ya la conocemos. Lo que nos falta son sobre todo fechas y emplazamientos. El castillo, evidentemente, no era como es ahora, ¿verdad?

—Evidentemente —dijo Erbach, aliviado—. Enseguida los llevaré a visitar lo que queda de esa época. En cuanto a las fechas, el emperador sólo fue propietario de Krumau una decena de años. En 1601 obligó al último de los Rozemberk, Petr Vork, cargado de deudas, a venderle la propiedad, y en 1606 se la regaló a… don Julio, a raíz de un escándalo sin precedentes. Debería decir más bien que se la asignó como residencia confiando en que el alejamiento bastaría para hacer olvidar sü conducta. Y puesto que saben lo que pasó, me limitaré a decirles que, después del horrible drama del que fue triste protagonista, el bastardo, encerrado en sus aposentos transformados en prisión, murió súbitamente el 25 de junio de 1608. Tras su muerte, el emperador conservó el castillo hasta 1612, fecha en la que se lo regaló a uno de sus fieles amigos y consejeros, Johann Ulrich von Eggenberg…

—Once años, en efecto —lo interrumpió Adalbert—. Pero, volvamos un instante, por favor, a ese Julio al que yo no conozco tan bien como el príncipe Morosini. Tenemos entendido que fue enterrado en su capilla y nos gustaría que nos mostrara su tumba.

El bibliotecario puso cara de disgusto.

—Hace mucho que ya no está aquí. Como imaginarán, el nuevo propietario no tenía ningún interés en conservar semejante vecindad, sobre todo porque algunas de sus sirvientas estuvieron a punto de morir de miedo al ver el fantasma ensangrentado de un hombre desnudo. Habló del asunto con el superior de los minoritas, cuyo convento está abajo, en el barrio de Latran, y le rogó que se hiciera cargo del difunto, a quien la proximidad de hombres santos quizá convencería de permanecer tranquilo, pero éste temía provocar un tumulto en la ciudad, cosa que a buen seguro se produciría si los restos del loco asesino fueran a reposar allí. El drama era todavía demasiado reciente.

—Entonces, ¿qué hicieron con él? —preguntó Morosini, preocupado—. ¿Lo arrojaron al río?

—¡Oh, príncipe!… ¡Ese miserable era, pese a todo, de sangre imperial! Después de mucho reflexionar, el superior tuvo una idea: a cierta distancia de la ciudad había un pequeño priorato dependiente de su convento, que ya no estaba habitado pero donde todavía se celebraba misa en fechas señaladas. La tierra, por supuesto, era tan sagrada como podía serlo la de nuestra capilla de San Jorge o la del monasterio. A Johann Ulrich von Eggenberg le pareció una idea excelente, pero acordaron actuar en el más estricto secreto. De modo que el pesado ataúd de madera de teca fue transportado de noche al cementerio del priorato, donde no se enterraba a nadie desde hacía mucho tiempo…

—Y que se encargarían de que volviera al estado salvaje —dijo Vidal-Pellicorne, sarcástico—. Así, el muerto desaparecería de la faz de la tierra.

—No se atrevieron a llegar hasta ese extremo. Según lo que he leído en los archivos del castillo, pusieron sobre la tumba una lápida con su nombre en latín grabado: Julius. Pero se las arreglaron para que la vegetación creciera a su alrededor a fin de que el secreto quedara mejor preservado. Se trataba de evitar que la sed de venganza turbara el sueño del difunto… Bien, les he contado todo lo que sé —se apresuró a añadir Erbach, enjugándose el rostro con un gran pañuelo.

Decididamente, el tema le desagradaba sobremanera.

—No todo —dijo Morosini con suavidad—. ¿Dónde se encuentra el priorato en cuestión?

—No creo que eso pueda tener ningún interés para su obra, excelencia. En la actualidad está en ruinas.

—Pero esas ruinas, ¿dónde se encuentran?

—En la carretera del sur, a menos de una legua…, pero les ruego que hablemos de otra cosa. ¿Quieren visitar el castillo?

Para evitar un tema que lo aterrorizaba, Ulrich Erbach estaba dispuesto a abrir ante sus visitantes todas las puertas que quisieran. Como ya no podía informarles de nada más, los dos hombres lo siguieron de buena gana y admiraron sin reservas las maravillas de esa extraña morada en la que, como en Praga, los siglos convivían unos con otros: el precioso patio renacentista, el triple puente tendido sobre una profunda falla entre dos rocas para unir las estancias a un asombroso teatro construido en el siglo XVIII y cuyo escenario giratorio, el único de Europa en esa época, se había adelantado unas décadas. La biblioteca, aunque hubiera sido despojada de parte de sus tesoros en beneficio de la de Hluboka, no carecía de atractivos, y su conservador acabó por confesar, suspirando:

—En el fondo, aquí es donde me siento más feliz porque este castillo tiene alma.

—¿Hluboka no?

Erbach encogió sus escuálidos hombros cubiertos de terciopelo negro.

—Es un remedo de Windsor. Un castillo para Alicia en el país de las Maravillas construido hace poco por uña princesa que había leído demasiado a Walter Scott. La biblioteca es magnífica, desde luego, pero yo prefiero ésta.

Se despidieron como los mejores amigos del mundo.

Después de que el atento personaje los hubiera acompañado hasta el puesto de guardia, Aldo y Adalbert se dirigieron de vuelta a la ciudad en silencio, hasta que Aldo lo rompió para decir lo que pensaba:

—¿Qué te parece? ¡Simón vivía a unos cientos de metros del rubí y ni siquiera lo sospechaba!

—Si es que la piedra todavía está aquí. ¿Quién te dice que los que trasladaron el ataúd no lo abrieron?

—Eran monjes, y esa gente respeta a los muertos, aunque se trate de un loco asesino. Además, ya debía de imponer bastante el hecho de contravenir las órdenes de un emperador difunto…, por no hablar del intenso miedo que el tal Julio parece provocar todavía. Yo juraría que a nadie se le ha pasado por la cabeza abrir el féretro.

—Lo admito, pero ¿cómo vamos a arreglárnoslas para encontrar la tumba?

—Hay que contar con la suerte. De todas formas, será más fácil que ir a excavar la capilla del castillo. ¿Tú has visto esa maravilla barroca? Si hubiera sido preciso perforar el suelo o excavar una de las tumbas, habríamos tenido problemas. ¡Por no hablar de la vigilancia! Sinceramente, prefiero esto. En cualquier caso, el fantasma del emperador no debía de estar al corriente de adonde fue a parar el cuerpo de su hijo.

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