Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—¡Brrr! —dijo Adalbert, sacudiéndose—. Tengo un hambre canina. Un desayuno y sobre todo un buen café, eso es lo que necesito.

Aldo no contestó. Había retirado el rubí del pañuelo en el que lo había envuelto y lo contemplaba en la palma de su mano: era una piedra admirable, de un magnífico color sangre de paloma y sin duda la más hermosa, junto con el zafiro, de las cuatro piedras que habían tenido el honor de encontrar.

—Misión cumplida, Simón —dijo, suspirando—. Falta saber cuándo y cómo vamos a poder dártelo. Si es que todavía es posible…

Vidal-Pellicorne cogió la joya y la movió unos instantes en el hueco de su mano.

—Y si no, ¿qué va a ser del pectoral? Si quieres que te diga la verdad, no acabo de creerme que Simón haya muerto. Las circunstancias son demasiado extrañas para que no haya sido él el artífice. Piensa que fue él quien provocó el incendio, así que seguro que sabía una manera de escapar. Además, está ese coche en el que Wong debía esperarlo y que ha desaparecido.

—Me cuesta creer que, si sigue con vida, no se haya preocupado de su sirviente.

—Tiene su lógica. Wong desobedeció al volver a la casa. Simón no podía arriesgarse a regresar en su busca. El depositario del pectoral no tiene derecho a poner en peligro su vida de manera caprichosa. En cuanto a nosotros, habría que encontrar un medio de hacer que esto llegue al lugar donde debe estar. La piedra es espléndida, ¡pero cuántos horrores se han producido a su alrededor! Piensa que, desde el siglo XV, ha pasado más tiempo sobre cadáveres que sobre carne viva… No quiero contemplarla mucho tiempo.

—Debo llevársela al gran rabino para que la exorcice y, al mismo tiempo, libere el alma de la Susona. Él nos dirá lo que hay que hacer. Esta noche volvemos a Praga.

—¿Y Wong?

—Pasaremos para decirle que uno de los dos volverá a buscarlo. Después lo embarcaremos en el Praga-Viena, y una vez en Viena en el expreso para Venecia. Tú lo acompañarás y yo volveré con el coche.

Se vistieron y se pusieron en marcha, pero, contrariamente a lo que Morosini esperaba, el coreano declinó la invitación de ir a Venecia.

—Si el señor sigue siendo de este mundo y me busca, no se le ocurrirá ir allí. Si quieren ayudarme, caballeros, llévenme a Zúrich lo antes posible.

—¿A Zúrich? —preguntó Adalbert.

—El señor tiene una villa junto al lago, cerca de la clínica de un amigo suyo. Gracias a él pudimos huir. Allí estaré bien atendido y esperaré…, si es que hay algo que esperar.

—¿Y si no sucede nada?

—Entonces, caballeros, tendré el honor y la tristeza de recurrir a ustedes para que juntos tratemos de encontrar una solución.

Morosini no insistió.

—Como desee, Wong. Esté preparado. Dentro de dos o tres días vendré a recogerlo e iremos a tomar el Arlberg-Express en Linz. Pero primero tenemos que resolver un asunto en Praga.

—Esperaré, excelencia. Obedientemente… Tengo muchos remordimientos por no haber seguido las órdenes de mi señor.

Cuando Adalbert y él entraron en el vestíbulo del hotel Europa, Aldo tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a Aloysius C. Butterfield arrellanado en uno de los sillones, detrás de un periódico que mandó a paseo nada más reconocer a los recién llegados:

—¡Es un placer volver a verlo! —bramó, exhibiendo una sonrisa tan amplia que permitió admirar en todo su esplendor la obra de un cirujano-dentista especialmente amante del oro—. Me preguntaba dónde podía haberse metido.

—¿Acaso debo rendirle cuentas de mis desplazamientos? —repuso Morosini con insolencia.

—No… Perdone mi intromisión, pero ya sabe lo interesado que estoy en hacer un trato con usted. Cuando me di cuenta de que se había ido, estaba desconsolado e incluso había empezado a pensar en ir a Venecia, pero me dijeron que iba a volver, así que le he esperado.

—Lo siento, señor Butterfield, pero creía haber hablado con claridad: aparte de mi colección particular, en este momento no tengo nada que responda a sus deseos. De modo que deje de perder el tiempo y prosiga su viaje: Europa está llena de joyeros que pueden ofrecerle cosas preciosas.

El americano dejó escapar un suspiro que agitó la planta más cercana.

—De acuerdo… Pero lo cierto es que siento simpatía por usted. Hagamos una cosa: olvidemos ese asunto, pero tomemos al menos una copa juntos.

—Si se empeña… —cedió Aldo—, pero más tarde. Estoy deseando darme un baño y cambiarme.

Finalmente pudo reunirse con Adalbert, que esperaba discretamente delante del ascensor.

—Pero bueno, ¿se puede saber qué le has hecho a ese tipo para que se pegue a ti de ese modo?

—Ya te lo dije: se le ha metido en la cabeza comprarme una joya para su mujer…, y además parece que le soy simpático.

—¿Y eso te parece suficiente? No me gusta nada tu americano.

—No es «mi» americano, y a mí me gusta tan poco como a ti. Pero, aun así, le he prometido tomar una copa con él antes de cenar. Espero que después nos libremos de él.

—En ese caso, me pregunto si no sería mejor que fuéramos a cenar a otro sitio. Lo digo por si se encuentra tan a gusto que se empeña en compartir la cena con nosotros.

Eso fue exactamente lo que pasó, pero esta vez Adalbert se interpuso como tan bien sabía hacer, empleando un tono a la vez perentorio y desdeñoso gracias al cual se convertía en un hombre completamente distinto. Se levantó, saludó secamente a Butterfield y le dijo a Aldo que recordara que esa noche estaban invitados en casa de uno de sus colegas arqueólogos. Aquello fue milagroso y el americano no insistió.

Unos minutos más tarde, los dos amigos recorrían en calesa el puente Carlos en dirección a la isla de Kampa, donde encontraron refugio en un restaurante a la vez arcaico y encantador de la vieja plaza discretamente recomendado por el recepcionista del Europa: El Lucio de Plata.

—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejándose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que después de la noche que hemos pasado habrías preferido, como yo, ir a acostarte.

—No. Tenía intención de salir después de cenar. Así será más sencillo: cuando volvamos, le pediré al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tú me esperarás en el coche.

Adalbert frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?

Aldo se sacó del bolsillo una carta que había escrito en su habitación antes de salir.

—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente por que esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catástrofe en cualquier momento.

—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incómodo. ¿Dónde está?

—En mi bolsillo. ¡No querrías que la dejara en la habitación!

—En la habitación no, pero en la caja fuerte del hotel sí. Está para eso.

—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.

Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echó a reír y vació de un trago su copa de vino.

—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.

Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reír cuando, de regreso en el hotel, se percató de que habían registrado su habitación. Con mucha habilidad, eso sí, pero el arqueólogo tenía una vista de lince y no se le escapaba ningún detalle. Naturalmente, Aldo también había tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueño que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.

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