Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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La palabra «leonera» era la más adecuada para designar aquel cuarto estrecho y asfixiante pese a la ventana abierta a un cielo que palidecía y a los murmullos del anochecer. Alrededor de una mesa de madera encerada con patas de hierro forjado, cubierta de papeles y de un batiburrillo de plumas, lápices y objetos al parecer sin destino, los libros apilados en el suelo embaldosado dificultaban la circulación. El marqués sacó de entre los montones un taburete, que ofreció a su visitante antes de llegar a su sillón, que tenía grandes clavos de bronce y estaba tapizado en una piel que en otro tiempo había sido roja. Era una pieza interesante, según juzgó el ojo experto del anticuario, y seguramente tan antigua como la propia casa. Se trataba, en cualquier caso, de una base sólida sobre la que su propietario se sentía estable, como atestiguaban sus manos firmemente apoyadas en los reposabrazos. La mirada había perdido ya todo rastro de amabilidad.

—Bien, hablemos, puesto que se empeña en hacerlo, pero hablemos deprisa. No puedo dedicarle mucho tiempo.

—Sólo le quitaré el que sea necesario. En primer lugar, sepa que si estoy libre es porque se ha demostrado mi inocencia.

—Me gustaría saber quién lo ha demostrado —dijo Don Basilio con una sonrisa sarcástica.

—La duquesa de Medinaceli en persona, gracias al testimonio de su secretaria. Comprendo que le resultara útil convertirme en su chivo expiatorio, pero la jugada le ha salido mal.

—Muy bien, pues me alegro por usted. ¿Y para decirme eso ha hecho el viaje?

—En parte, pero sobre todo para proponerle un trato.

Fuente Salada se puso en pie de un salto, como accionado por un resorte.

—Sepa, señor mío, que en mi casa no se emplea esa palabra. ¡Con un marqués de Fuente Salada no se hacen tratos! ¡Yo no soy un comerciante!

—No, usted es simplemente un comprador de un tipo muy particular. En cuanto a la transacción que le propongo…, ¿le parece más apropiada esta palabra?…, ya verá que dentro de un momento le parece interesante.

—Me extrañaría tanto que voy a rogarle que se retire.

—No antes de que me haya escuchado. ¿Me permite fumar? Es un hábito deplorable, lo sé, pero gracias a él mi cerebro funciona mejor, se me aclaran las ideas… —Sin esperar el permiso solicitado, Morosini sacó del bolsillo la pitillera de oro con sus armas grabadas y extrajo de ella un delgado cilindro de tabaco después de haberle ofrecido a su anfitrión, quien, mudo de indignación, lo rechazó con un breve ademán de la cabeza. Morosini encendió tranquilamente el cigarrillo, dio dos o tres bocanadas y, tras cruzar sus largas piernas llevando mucho cuidado con la raya del pantalón, declaró—: Piense lo que piense, la idea de poseer ese retrato no me ha pasado nunca por la cabeza. En cambio, daría cualquier cosa por saber qué ha sido del admirable rubí que la reina lleva al cuello en él. Si alguien puede decirme algo, es usted y sólo usted, puesto que, si su leyenda es cierta, en todo el mundo nadie sabe más sobre esa desdichada soberana que no reinó jamás.

—¿Y por qué le interesa esa piedra en concreto?

—Usted es coleccionista y yo también lo soy. Debería comprender con medias palabras, pero seré más explícito: ese rubí, que tengo motivos de sobra para creer que es el que busco, es una piedra maldita, una piedra dañina que no perderá su poder maléfico hasta que sea devuelta a su legítimo propietario.

—Que es su majestad el rey, por supuesto.

—De ninguna manera, y usted lo sabe perfectamente, ¿o acaso piensa decirme que ignora a quién pertenecía ese cabujón antes de que se lo regalaran a Isabel la Católica, que se lo dio a su hija cuando ésta se casó con Felipe el Hermoso?

Los ojos del anciano empezaron a lanzar destellos de odio.

—¡Ese canalla! ¡Ese flamenco que lo único que hizo con la perla más bella de España fue envilecerla y destrozarla!

—No voy a contradecirlo. Pero reconozca usted que la posesión de ese maravilloso rubí no le dio mucha suerte a su reina.

—Es posible que tenga razón, pero no tengo ningunas ganas de hablar sobre esa historia con usted. Uno sólo habla de aquellos a los que venera con personas con las que se lleva bien, y no es ése su caso. ¡Ni siquiera es español!

—Personalmente, no lo lamento, y es un hecho al que tendrá que acostumbrarse; pero, puesto que parece no entenderme, le hablaré más claro: ha sido usted quien ha robado el retrato, o quien ha hecho que lo robe un sirviente, que se lo pasó por encima de la tapia del jardín a un cómplice disfrazado de mendigo, el cual se apresuró a llevarlo a casa de su señor hermano… ¿No se encuentra bien?

Aquello era poco decir: el marqués, cuyo semblante se había tornado de un color violeta purpúreo, parecía a punto de ahogarse. Sin embargo, al ver que Morosini se acercaba con intención de socorrerlo, alargó, para protegerse, un largo y delgado brazo al tiempo que balbucía:

—Esto…, esto es demasiado… ¡Váyase! ¡Salga de aquí!

—Tranquilícese, por favor. No he venido para juzgarlo, y todavía menos para quitarle el retrato. Ni siquiera le pido que confiese su hurto, y le doy mi palabra de que no se lo diré a nadie si usted me da lo que he venido a buscar.

—Creía que era amigo de doña Ana —dijo Fuente Salada, que poco a poco iba recuperando el color.

—Nos hemos hecho amigos a raíz de su intervención para evitar que fuera víctima de una injusticia. Pero el hecho de que recupere o no el cuadro me es absolutamente indiferente. Por lo demás, no estoy seguro de que ella tenga mucho empeño en recuperarlo.

—¿Está de broma?

—Ni por asomo. El retrato comportaba curiosas visitas nocturnas a la Casa de Pilatos todos los años. Por cierto, más vale que sepa cuanto antes que se expone a heredarlas.

El marqués se encogió de hombros.

—Si se trata de un fantasma, no me da miedo. En esta casa ya hay uno.

Morosini observó que aquello era una confesión, pero se limitó a tomar nota mentalmente. En cambio, amplió la sonrisa con la esperanza de ser más persuasivo.

—Entonces, ¿acepta hablarme del rubí?

El marqués apenas lo dudó. Se recostó en el respaldo del sillón y apoyó los codos en los reposabrazos, juntando las manos por la yema de los dedos.

—Bien, ¿por qué no? Pero le advierto que no lo sé todo. Ignoro, por ejemplo, dónde se encuentra la piedra en el momento presente. Quizás irremediablemente perdida.

—Ese tipo de investigación forma parte de mi oficio —dijo Aldo con gravedad—, y he de admitir que me gusta. La Historia siempre ha sido para mí un extraño y fascinante jardín, paseando por el cual a veces uno se juega la vida pero que sabe recompensarte con extraordinarias alegrías.

—Empiezo a creer que podríamos llegar a estar de acuerdo —dijo el anciano en un tono súbitamente más conciliador—. Como ya sabe, la reina Isabel regaló esa magnífica piedra, montada tal como pudo verla en el retrato, a su hija Juana en el momento en que ésta embarcaba en Laredo rumbo a los Países Bajos, donde la esperaba el esposo que ella había elegido. Era una buena boda, incluso para una infanta: Felipe de Austria, descendiente por parte de madre de los grandes duques de Borgoña, a los que llamaban grandes duques de Occidente, era hijo del emperador Maximiliano. Era joven, según decían, y apuesto… Juana estaba convencida de que partía hacia la dicha. ¡La dicha! ¿Acaso ese consuelo de las personas insignificantes puede existir cuando se es princesa? En realidad, se trataba de una doble boda, pues la princesa Margarita, hermana de Felipe, se casaría ese mismo año, 1496, con el hermano mayor de Juana, el heredero del trono de España, y las naves que llevaban a la infanta debían regresar con la prometida real.

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