El narrador se detuvo y dio unas palmadas que hicieron acudir a la sirvienta, a la que dio una orden concisa. Al cabo de un momento, la mujer reapareció llevando una bandeja con dos vasitos de estaño y una frasca de vino y la dejó delante de su señor haciendo una reverencia. Sin decir palabra, el marqués llenó los recipientes y ofreció uno a su visitante:
—Pruebe este amontillado —le aconsejó—. Si es un experto, debería satisfacerle.
Aunque hubiera sido el veneno de los Borgia, Morosini habría aceptado un brebaje que se parecía mucho a un armisticio. Resultó, además, que no era desagradable: aquel vino, dulce y muy aromático, se dejaba beber.
Seguramente para animarse, Fuente Salada tomó dos copas seguidas.
—No sé si el rubí tuvo algo que ver —prosiguió—, pero, aunque era el mes de agosto, cuando la enorme flota (¡unos ciento veinte navíos!) atravesaba el canal de la Mancha, se desencadenó una terrible tempestad que la obligó a buscar refugio en Inglaterra, donde se perdieron varios barcos. Gracias a Dios, el de la princesa no, pero pasó casi un mes antes de que llegaran a la costa llana de Flandes… y otro mes antes de que el novio se decidiera a presentarse.
— ¿ Cómo? ¿No estaba allí para recibir a su prometida?
—¡Qué va! Estaba cazando en el Tirol. Nunca le pareció de utilidad tomarse muchas molestias por su mujer. En realidad, que no estuviera cuando Juana desembarcó en Arnemuiden era mucho mejor, porque la pobre estaba empapada, mareada y con un espantoso resfriado. De todas formas, tomar tierra allí fue una decisión improvisada; fue en Amberes donde tuvo lugar el primer contacto con su familia política: Margarita, que iba a convertirse en su cuñada, y la abuela, Margarita de York, la viuda del Temerario.
—¿Y no se sintió ofendida por el hecho de que su esposo se diera tan poca prisa?
—No. Le hablaron de asuntos de Estado, y ése era un argumento que había aprendido a respetar desde la infancia. Sin lugar a dudas, Juana era la más completa de las princesas de su edad.
—Habla de ella como si la hubiera conocido —observó Morosini, emocionado por la pasión con que vibraba la voz de su anfitrión forzado.
Sin responder, Fuente Salada se levantó, cogió de un oscuro rincón de la estancia un paquete envuelto en una lona gruesa y lo desenvolvió para mostrar el retrato, que colocó sobre la mesa, junto al gran candelabro cargado de velas medio consumidas que lo iluminaba.
—Mire ese rostro dulce y encantador, tan joven y, sin embargo, tan grave. Era el de una muchacha adornada con todas las cualidades, de una viva inteligencia y dotada también para las artes: Juana pintaba, versificaba, tocaba diferentes instrumentos, hablaba latín y varias lenguas, bailaba con una gracia infinita. El único punto oscuro era su tendencia a la melancolía, heredada de su abuela portuguesa… Su madre pensaba, con toda la razón del mundo, que sería una maravillosa emperatriz junto a un esposo digno de ella, sin imaginar ni por un instante que un bárbaro obtuso, abusando de la pasión que Juana sentiría por él, la conduciría a las puertas de la locura.
»No voy a contarle su historia; nos pasaríamos la noche entera. Sólo le hablaré de lo que le interesa: el rubí. Tras las primeras noches de amor, porque antes de desentenderse de ella para volver con sus amantes él también la amó, Juana le regaló la joya, y él la llevaba con orgullo… hasta el día que ella se dio cuenta de que ya no la llevaba. La pobre criatura se aventuró a preguntar dónde estaba su presente. Felipe respondió despreocupadamente que creía que lo había perdido, pero que un día u otro aparecería.
—¿Y lo encontraron?
—Sí. Tres años más tarde. La Historia había avanzado a paso de gigante. El hermano de Juana, el príncipe de Asturias, había muerto; después le llegó la hora a Isabel, la hermana mayor, cuyo único hijo murió también en 1500. Esto convertía a Juana y a su esposo en herederos de la doble corona de Castilla y de Aragón. Tuvieron que venir a España para ser reconocidos como tales por los Reyes Católicos y por las Cortes, pero Felipe se hartó enseguida de España, poco conforme a su temperamento de vividor flamenco. Regresó a su país, dejando tras de sí a una esposa medio loca de desesperación pero obligada a prolongar su estancia. Cuando por fin pudo partir, después de protagonizar escenas terribles que inquietaron a su madre, era invierno y hacía un tiempo espantoso. Todas las tempestades parecían haberse dado cita en el camino de la nave, pero cuando Juana llegó a Brujas, donde se encontraba entonces su esposo, encontró a éste en plena fiesta, exhibiendo desvergonzadamente a su última amante, una magnífica criatura de cabellos de oro…, en cuyo cuello impúdico brillaba el rubí dado por amor.
»La cólera de la princesa fue terrible. Al día siguiente hizo que sus damas le llevaran a la flamenca e, insensible a sus gritos, no sólo le arrancó la joya sino que, con ayuda de unas tijeras, le destrozó su suntuosa cabellera antes de cortarle la cara. Felipe vengó a su amante tratando a su mujer como a un animal maligno, a latigazos. Juana estuvo tan enferma de resultas de ello que el Hermoso tuvo miedo de la ira de sus suegros si llegaba a morir. Temiendo sobre todo perder sus derechos al trono de España, se propuso hacerse perdonar. Y esta vez Juana se quedó el rubí.
»Isabel la Católica murió y los dos esposos partieron de nuevo para España a fin de ser reconocidos soberanos de Castilla, que la muerte de la reina había separado de Aragón. Fernando aún vivía e incluso se había vuelto a casar. Ni Juana ni Felipe volverían a ver el cielo gris de Flandes. El 25 de septiembre de 1506, Felipe, que se había enfriado al volver de una cacería, murió tras una agonía de siete días y siete noches durante la cual su mujer no se separó de su lado.
»Cuando exhaló el último suspiro, Juana no lloró, incluso mantuvo una extraña calma. Sin embargo, muy pronto embarcaría a quienes la rodeaban en una horrible odisea.
»Fue entonces cuando se desencadenó su locura: no había manera de separarla del cadáver de su esposo, con el que recorrió media España.
»Cuando Felipe murió, se trataba más bien de una desesperación llevada al paroxismo. Es verdad que la noche que siguió a las exequias provisionales fue a la Cartuja de Miraflores, donde se hallaba el cuerpo, para que le abrieran el féretro y cubrir a su esposo de caricias y besos. En ese momento colgó de su cuello el rubí, tal como había hecho en los tiempos del amor. No se resignaba a que lo enterraran y decidió llevar el cuerpo a Granada para que reposara allí como rey junto a Isabel la Católica. Y entonces es cuando empieza la pesadilla. En la Navidad de 1506, Juana, a la cabeza de un largo cortejo, sale de Burgos al anochecer, exponiéndose al viento y la lluvia de la meseta. El ataúd va en un carro tirado por cuatro caballos. Todos los días se detienen al amanecer en algún monasterio o una casa de pueblo, y todos los días las mismas palabras terribles salen de la boca de ese fantasma negro en que se ha convertido la reina:
»—"¡Abrid el ataúd!"»Le aterroriza la posibilidad de que se lleven el cuerpo que idolatra. Tanto más cuanto que, estando embarazada de su quinto hijo, sabe que tendrá que detenerse para dar a luz. Teme en particular a las mujeres, incluidas las religiosas, y se opone terminantemente a hacer algún alto en un convento femenino. De modo que comprueba que el cadáver sigue allí y hace celebrar servicios fúnebres tres veces al día.
»En Torquemada nacerá la pequeña Catalina, el 17 de enero, pero tendrán que prolongar la estancia debido a una epidemia de peste que estaba causando estragos en Castilla. Hasta mediados de abril no pudieron reanudarla marcha… en las mismas condiciones nocturnas y espantosas. Si una mujer osaba acercarse al ataúd, era ejecutada.
Читать дальше