Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Pero para sorpresa de Doris, el Go Go Grill estaba abierto, y el propietario se encontraba sentado a su mesa de siempre, con su habitual copa de vino como si afuera no hubiese ninguna tormenta. La saludó con la misma cordialidad que mostraba siempre a todos sus clientes, una cordialidad tan neutra de la que nadie podía quejarse pero de la que tampoco nadie estaba del todo satisfecho. Había una razón por la que la gente iba al restaurante: la esperanza de que esa vez se le distinguiera con alguna atención especial.

– Me sorprende que haya abierto -dijo Doris. Parecía decepcionada, como, de hecho, así era. Esperaba ver defraudadas sus esperanzas respecto de la sopa de guisantes y esas expectativas no se habían cumplido.

– No tengo otra cosa que hacer -replicó Jamie. Tenía a los pies a sus dos terrier, dormidos. Admitía perros en el restaurante, en contra de la normativa de la ciudad, y en los últimos cinco años había pagado alguna que otra multa, pero se había salido con la suya. Su relajada actitud hacia esos asuntos que, como Doris sabía, eran las eternas fuerzas antagonistas del mundo -el tiempo, el gobierno, sus clientes- constituía para ella una preocupación y un fastidio. Jamie parecía no estar haciendo nunca nada en absoluto, y sin embargo el restaurante siempre estaba lleno. Los temporales arreciaban, los perros dormitaban y nunca faltaba comida que dar a la gente ni camareros para servirla. Se lavaban los platos y se fileteaba el pescado. Había cazuelas y pasta que echar en ellas.

Jamie se volvió para saludar al tipo alto del gorro chillón que había entrado en el restaurante después de Doris. A Doris no le gustaba que la gente se distrajera cuando estaba hablando con ella. Jamie, se dijo a sí misma con la agradable y familiar excitación que le provocaba el hecho de censurar, era un perfecto egoísta, no como el muchacho que se había presentado en su despacho el jueves. Nathan Ehrenwerth. Tendría que hablar con sus padres otra vez. La madre seguro que casi ni recordaba cómo se llamaba. Margaret Nathan, pensó Doris con desagrado. Quizá por eso al chico le había puesto el nombre de Nathan, como recurso nemotécnico para la despistada madre. Cómo se las había arreglado esa mujer para escribir un libro -varios, de hecho, ¿no?- era algo que Doris no se explicaba. No era de extrañar que el chico estuviera tan poco centrado. Por el contrario, el padre, Edgard Ehrenwerth, era un inglés encantador. Con un acento maravilloso. Doris no podía imaginar lo que ese hombre tan culto y que se expresaba tan bien pensaría de su hijo, un lacónico y ensimismado gandul, cejijunto, con las deportivas sin atar y un iPod colgado de la cintura caída de los pantalones. Pero Jamie no era cejijunto. Y era de suponer que no se piraba las clases de matemáticas ni se escondía en la biblioteca para leer cómics, que era la falta que había cometido el estudiante. Pero cómo le habría gustado a Doris exigir a Jamie una disculpa por escrito y, como castigo, una semana de trabajo comunitario. Naturalmente el trabajo comunitario era algo que jamás se le ocurriría a alguien como Jamie, a menos que se tratara de dar unos dólares a una fundación antisida. Los homosexuales eran muy narcisistas, en opinión de Doris. A decir verdad Jamie no parecía narcisista a primera vista. Por lo menos no vestía con el gusto que sería de esperar. Ni estaba tan exageradamente en forma como ellos se empeñaban en estar. En realidad tenía un aspecto tranquilo y desaliñado. Jamie, concluyó Doris, no era en absoluto de fiar.

Esperó en silencio a que le dieran su sopa, sentada a la barra.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? -preguntó Jamie, sentándose a su lado.

Doris le miró con recelo. ¿Algo de beber? ¿A primera hora de la tarde?

Él le dio una palmadita en la mano.

– ¿Té? Para entrar en calor. ¿Un capuchino para agradecerle que se haya aventurado a salir en un día tan horrible?

Ella aceptó una taza de té sin teína pensando, influida por la bebida caliente o por el cálido detalle, no estoy segura, que el pobre Jamie, a pesar de sus defectos y sus predilecciones, aún era un joven con posibilidades. Un hombre de familia también, se recordó. Con espíritu de reconciliación, le preguntó por sus hijos. Sabía por conversaciones anteriores y por lo que había visto en la calle que tenía cinco. Dos pares de mellizos -dos chicos de dos años y otros dos de cinco- y una niña de siete años. Su novio, o compañero o equivalente conyugal o cónyuge, no sabía -puede que hubieran ido a Toronto o incluso a Provincetown, suponía ella, hasta ese punto habían llegado las cosas, ¿no?-, era agente de Bolsa, así que podían permitírselo, ciertamente, pero ¿cinco niños en los tiempos que corrían? No era de extrañar que tuviera un aspecto tan descuidado, incluso con dos niñeras.

Jamie, que aseguró a Doris que los niños estaban bien -señal de alarma donde las hubiera, pensó Doris-, se volvió hacia Simon, que seguía con aquel ridículo gorro puesto, aunque estaba sentado a la barra comiendo una tortilla.

– ¿Por qué no te vas a Virginia y me dejas tu apartamento? -le preguntó Jamie en tono lastimero.

Simon se quedó asombrado. ¿Cómo sabía Jamie que él iba a Virginia? Comía en el restaurante casi todas las noches, pero no solía hablar con nadie de su precioso mes de vacaciones en los cotos de caza.

– Supongo… -Simon se interrumpió. Eso, ¿por qué?, se preguntó. Se quedó mirando la comida. Junto a la tortilla, el brócoli brillaba a la luz de una vela-. Supongo que porque vivo aquí -respondió entre dientes.

Aunque Jamie vivía en una gran casa de piedra, dos portales más adelante que Simon, siempre estaba buscando apartamentos vacíos. Además de sus cinco hijos, al parecer ayudaba a un pequeño grupo de guapos ex novios. A veces a Doris le recordaba a una mamá pato, a la que una larga hilera de patitos seguía a todas partes. Sus ex novios trabajaban en el restaurante de camareros, administradores, cocineros y contables. Algunos habían sido jóvenes, otros lo eran aún. Tenían diferentes nacionalidades y hablaban en muchos idiomas. Jamie había aprendido bastante sueco y ruso. Su español y su alemán eran perfectos; su portugués, pasable. Go Go, el nombre del restaurante, significaba “perro” en chino.

– Debería hacer algo con todos esos idiomas que sabe -dijo Doris, pero cuando él le preguntó qué debería hacer con ellos, ella no supo qué responder, y se fue con la sopa, aguantando la tormenta, a casa, con Harvey, quien había adquirido la desagradable costumbre de ver torneos de póquer por la televisión y se mostraba mucho menos agradecido por la sopa de lo que ella se creía con derecho a esperar.

También Simon se había marchado a casa con su sopa, que se calentó para la cena; luego metió con resignación las cosas en su maletín para ir a trabajar a la mañana siguiente y se fue a la cama después de haber disfrutado plenamente, como siempre, de su descanso de fin de semana.

De vuelta en la torre de pisos de la que tendría que marcharse, Polly, desvestida y lista para irse a la cama, se sentó en el cuarto de estar y se puso a mirar por la ventana el débil resplandor de las luces de la ciudad que se filtraba entre la grisura de la tormenta. El apartamento estaba en el piso veinte, desde donde veía el Empire State Building, cuya aguja despedía un resplandor rosáceo como el amanecer. Al otro lado de la calle le pareció distinguir una clase de baile, ¿o era de artes marciales?, personas vestidas de blanco moviéndose, deslizándose, ante las ventanas de un estudio. Detesto este lugar, pensó. Pero lloraba y no quería irse. Odio a Chris, pensó. Pero tenía una vieja camisa suya apretada contra la mejilla. Había dejado un botellín de cerveza medio vacío en la mesita de centro, muy propio de él. Le echaba de menos. Llevaban saliendo dos años, uno de ellos viviendo juntos. Iba a dejarla por una chica que había conocido en el trabajo. Una abogada, como él. Cuando Chris y su nueva novia rompieran, pensó Polly, podrían demandarse el uno al otro para exigirse una pensión alimenticia y así no tener que pagar honorarios de abogado. Sólo que ellos eran abogados registradores de la propiedad inmobiliaria, por lo que ninguno de los dos estaría capacitado y ambos perderían el caso. Este pensamiento la consoló un poco; se levantó, enjuagó el botellín de cerveza en el grifo y lo echó en el cubo de basura reciclable. Dio un puntapié al cubo y escuchó el tintineante estrépito con satisfacción.

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