Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en este bloque? -le preguntó Jody después de que él se presentara.

– Poco más de dos años. Desde que me divorcié. Tengo una hija que pasa temporadas conmigo. Ahora está en la universidad. La casa está muy vacía sin ella.

– ¿Por eso andas por la calle a estas horas?

– Supongo que sí. ¿Qué pretexto tienes tú?

– ¿Insomnio? No sé. No duermo muy bien.

Entonces Everett se enteró de que era violinista y profesora de música en Trumbo, uno de los colegios privados más progresistas de Manhattan. Él no quiso que Emily fuera allí. Los alumnos no llevaban uniforme y correteaban libremente, si no recordaba mal. Niños, pensó Everett. Niños y animales. Con estas compañías andaba Jody. A él no le gustaban los animales y la única criatura a la que soportaba era la suya propia, que ya ni siquiera era una niña. Pero Jody parecía una buena persona. Era jovial, encantadora y resultaba fácil sentirse a gusto con ella. Y, además, era muy generoso por su parte acceder a dar un paseo a las dos de la mañana con un vecino…, un vecino de lo más extraño que le había regalado flores y que la había llamado a gritos desde un quinto piso. Era un milagro que no pensara que la estaba acechando.

– Me pregunto si mi padre me echó de menos cuando me fui de casa -dijo Jody-. Desde luego yo no le eché de menos a él.

– ¿Ah, no? -A Everett no le gustó cómo había sonado aquella afirmación.

– No, pero ahora sí que le echo de menos.

Everett trató de recordar si echaba de menos a sus padres cuando estaba en la universidad. No se acordaba.

– Viven en Florida. Mi padre y mi madre viven en Florida -explicó Jody-. Juntos -añadió precipitadamente.

Llegaron hasta el museo, luego dieron la vuelta y regresaron por Columbus.

– Mi mujer se va a casar -comentó él.

Ella sonrió.

– Es una frase extraña, ¿verdad? Ex mujer, claro está -añadió Everett.

– ¿Eso es bueno o malo? ¿O ambas cosas?

– Si deja de enviarme cartas sobre asuntos políticos de esas que circulan en cadena, será bueno del todo.

Jody estaba de acuerdo con él, y Everett se preguntó por qué se confiaba, si es que lo estaba haciendo, a aquella extraña y a tan extrañas horas. La perra caminaba pesadamente entre los dos, y la noche era lo bastante tranquila como para que Everett distinguiera los sonidos de la calle. La radio de un coche que pasaba. Los gruñiditos de lo que parecían varios perros pequeños tras los muros de las casas de piedra. El pitido de la puerta de un coche al abrirse. El ruido estrepitoso de la tapadera metálica de un cubo de la basura cuando un hombre con coleta depositó sus desperdicios.

– ¡Vaya hora de tirar la basura! -exclamó Everett.

– Vaya hora de estar fijándose cuándo sacan los demás la basura -replicó Jody.

Everett frunció el ceño.

– Debería cortarse el pelo, de todos modos -dijo él.

Jody se echó a reír, y Everett, que había tomado a aquel tipo estrafalario y su basura nocturna como socorrido tema de conversación, guardó silencio, desconcertado.

– La cola de caballo les sienta fatal a los calvos, ¿no te parece?

Everett, un poco más calmado, coincidió con ella y dejó a su nueva amiga en el portal.

Echada en la cama, Jody se sentía furiosa y angustiada por sus imprevisibles e incontroladas aptitudes para el trato social. Se había pasado semanas soñando con Everett y su preciosa sonrisa, y esa noche él la había llamado a ella desde arriba, desde el mismísimo cielo. Se había confiado a ella, había buscado su comprensión. ¿Y cómo había recibido ella sus confidencias? Con el mismo entusiasmo y la misma despreocupación con que recibía todo. Como si estuviera en el colegio.

– El pepino de la ensalada del colegio siempre está seco -podía comentar un profesor.

– Pero no tanto como los rábanos -respondería ella con una alegre sonrisa.

¿Le había ofrecido a Everett la comprensión que a todas luces necesitaba? No. Le había dicho que no echó de menos a su padre cuando se fue a la universidad, que era justamente lo último que él querría oír. Le había tomado el pelo por su mojigata reacción ante el hombre de la desafortunada cola de caballo y la basura nocturna. Se había comportado como la poco romántica, inflexible y antipática solterona que era. Cuando él le dijo que su mujer iba a casarse, ella se había reído de él. ¡De él! Era increíble. Nunca volvería a llamarla desde su ventana. Había bajado como un dios en la fría noche y ella se había carcajeado. Los dioses no estaban acostumbrados a que se rieran a sus expensas. Los dioses no tenían sentido del humor.

– ¿Y por qué iba a interesarme un hombre sin sentido del humor? -se preguntó en voz alta.

Beatrice, que estaba tendida a su lado, levantó la cabeza.

– El mundo está lleno de misterios, Beatrice -dijo Jody, y la perra cerró los ojos convencida.

À Deux Creo que ya es hora de que dirijamos nuestra atención a George aunque - фото 7

À Deux

Creo que ya es hora de que dirijamos nuestra atención a George, aunque aún no vive en el bloque. George, que tenía veintiocho años, había sido un niño prodigio. Nadie lo sabía. Excepto George. No estaba seguro de en qué materia exactamente era un niño prodigio, pero la escurridiza naturaleza de su don no hizo el peso más llevadero ni enfrió su determinación.

De pequeño era desgarbado, flaco, tímido, siempre con muñecos en los bolsillos, por donde no dejaban de asomar brazos y piernas. Era muy consciente de la ropa, e insistía en elegirla y en ponérsela sin ayuda; de ahí la imagen de desaliñado y estrafalario que daba al mundo de los adultos. La condición de niño prodigio de George era un secreto, y él se encargó de guardarlo bien.

Con el tiempo se convirtió en un joven de pelo oscuro, cuyo atractivo residía en tener un aspecto pálido, romántico y enfermizo. Aunque seguía llevando ropa mal conjuntada, había adquirido cierta facilidad a la hora de elegir, lo cual hizo que lo que en otro tiempo parecía puro desatino ahora pasara por estilo. Ya no iba con los bolsillos abultados, pues no guardaba en ellos nada más que algunos recibos arrugados, un billete de metro caducado, quizá, y una desgastada cartera que le habían regalado al licenciarse. Trabajaba de camarero, pero a veces su secreto se apoderaba de él como el cosquilleo de un pie cuando se te duerme.

George tenía una hermana que se llamaba Polly; una hermana que desde muy pronto había manifestado hacia George una admiración protectora. Era su hermano mayor y, por supuesto, más fuerte únicamente en virtud de su tamaño. Los ocho años de él se correspondieron con los seis de ella, y él le prohibió entrar en su habitación y jugar con sus juguetes; de ese modo George se ganó la absoluta devoción de Polly. Pero aunque sólo fuera su hermana pequeña, Polly era una niña espabilada. Adoraba a George, por lo que no dejaba de contemplarle, y lo que veía no sólo le infundía amor en su corazón infantil, sino también una cariñosa y exasperante tiranía. George la necesitaba. Ojalá supiera él cuánto. Ella se sentía enormemente responsable de él, como de todo lo que la rodeaba.

De pequeña fue una cría sanota, de mejillas sonrosadas, alborotadora y exigente, pero encogida en el fondo. A veces se sorprendía de su propia voz. Y se escondía detrás de aquella voz que resonaba con autoridad. Su hermano se volvía hacia ella en los momentos difíciles. Hasta sus padres le pedían consejo y confiaban en su criterio. Hasta donde le alcanzaba la memoria, siempre había sido consciente de esa pesada carga. Era poderosa, por mucho que eso la confundiera, y le había llevado años acostumbrarse a su manera de ser. Ahora, claro está, le sacaba partido, como si fuera una fortuna, algo que ni se había ganado ni merecía y de lo que no tenía ningún mérito, pero que no podía ser más oportuno. Polly había aprendido a imponer su forma de hacer las cosas como si supiera que podía. Había un inconveniente, claro: si todo el mundo a tu alrededor sigue tus consejos, tú podrías empezar a hacer lo mismo. Polly, reconozcámoslo desde el principio, era tan impulsiva como dominante. Pero su escasa capacidad analítica y razonadora la compensaba con creces con generosidad y un entusiasmo pasmoso.

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