Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Finalmente el deshielo llegó de manera repentina. La nieve desapareció, dejando en su lugar grandes extensiones de mugre humedecida, charcos oceánicos por todos los rincones, ríos de desperdicios. Quedaron al descubierto los tesoros enterrados bajo el invernal manto blanco. Cáscaras de plátano, patatas fritas, menús para llevar…, liberados por fin, flotando alegremente en las cunetas. Los excrementos de perro que habían sido depositados encima de los montículos de nieve se derretían en las aceras mojadas.

Jody, que había sacado a Beatrice a la calle, miraba detenidamente la rápida corriente de una cuneta, buscando la mejor forma de vadearla, cuando se le acercó un hombre.

– Pintoresco, ¿verdad? -dijo.

– Son como pequeños cadáveres cabeceando en la superficie -replicó Jody.

El hombre soltó una risotada y cruzó el agua de un salto; Jody se quedó atónita y sin palabras al darse cuenta de que era el hombre al que había estado buscando, el de la sonrisa. Perpleja, le vio llamar a un taxi y desaparecer.

«Pintoresco, ¿verdad?», se repitió a sí misma, contenta con la frase.

Aquel sábado por la tarde estaba sentada mirando por la ventana cuando volvió a ver a aquel hombre. Se había aficionado a tejer, medio en broma al principio, pensando que encajaba con su vida de soltera, pero, para su sorpresa, resultó que le gustaba la agradable monotonía de la labor y que se le daba francamente bien. Llevaba un rato esperando, sentada junto a la ventana, con el suave repiqueteo de las agujas, pero moviéndolas a velocidad de vértigo. Puede que le haga una bufanda, quienquiera que sea, se le ocurrió, bajando la mirada hacia la madeja de lana azul claro con la que pensaba tejer otro jersey para Beatrice, preguntándose si sería apropiada para una bufanda de hombre. A continuación alzó la vista y le vio entrar en un edificio al otro lado de la calle. Por fin: el hombre de la sonrisa tenía casa.

Durante las siguientes semanas Jody paseó a Beatrice por la acera de la calle donde ya sabía que vivía Everett. Sobre todo le gustaba pararse cerca de su portal y charlar un rato con Heidi, otra asidua paseadora de perros. Heidi andaba ya por los ochenta y había sobrevivido al Holocausto, pero sorprendente e inexplicablemente irradiaba la vitalidad y el asombro del verdadero optimismo. Hacía poco que había perdido un diente a consecuencia de una caída, y, como no podían arreglárselo hasta el mes siguiente, procuraba, con escaso éxito, no sonreír. Su perro, un doguillo gordo llamado Hobart, se le sentaba a los pies haciendo ruiditos con la boca. Le sacaba a pasear alrededor de la manzana cuatro veces al día, lloviera o hiciera sol. Incluso con nieve, Heidi y Hobart recorrían los helados barrancos de la acera. También había tenido un pit bull, por eso quería a Beatrice. Necesitaba a alguien con quien hablar, por eso quería a Jody. Era una mujer fascinante, con muchas historias que contar -de la guerra, de Israel antes de la guerra, de cuando fue a visitar su antigua casa en una antigua ciudad de Alemania hacía cinco años, de un ex marido y un abnegado hijo en Nueva Jersey, de unos padres que murieron durante el Holocausto y de una familia de patos salvajes que, cuando ella era pequeña, vivía en el jardín trasero de su casa-, y por eso la quería Jody.

La primera mañana soleada desde hacía semanas, durante las vacaciones de febrero, Jody bajó los peldaños con Beatrice y se quedó en la acera mirando embelesada el luminoso cielo despejado. Vio a Heidi con su perrito, que iba envuelto en un jersey de lana escocesa, subiendo lentamente la calle, y fue hacia ellos.

– Hoy todo parece diferente -dijo.

– Saturado de color -replicó Heidi.

Otra mujer mayor, menuda y vestida con ropa muy vistosa, les saludó con la mano cuando pasó corriendo.

– ¡Muchacho, muchacho! -gritó a Hobart, que ni siquiera se volvió hacia ella.

Heidi vestía pantalones y una preciosa chaqueta de lana calada, y hasta con gruesas botas de agua se las apañaba, como siempre, para tener aquel elegante aire europeo.

– ¡Pero qué elegante va! -alabó Jody, y Heidi no pudo reprimir una sonrisa de oreja a oreja.

En aquel momento Everett pasó por allí, y Jody, con la atención puesta en los agradecidos ojos de Heidi, sólo pudo verle por el rabillo del ojo. Cuando apartó la vista de la anciana -de una manera un tanto grosera, se dio cuenta-, con la esperanza de captar la mirada de Everett, él ya le daba la espalda.

Eran las ocho y diez de un martes por la mañana y los coches estacionados a un lado de la calle habían sido aparcados en el otro y en doble fila, siguiendo la normativa de aparcamiento en lados alternos que regía en aquella calle. Cuando Jody se vino a vivir a Nueva York le gustaba contemplar aquel ritual. Era un baile silencioso, elegante y sincronizado. A las diez y cuarto los dueños volverían a sus coches para llevarlos a los espacios libres del lado sur de la calle. Entonces los conductores se sentarían al volante de sus automóviles y esperarían hasta las diez y media para finalizar aquella danza del suelo. Cuando Heidi terminó de contar la historia de los patos salvajes, una de las favoritas de Jody, ésta condujo a Beatrice a la calle y caminaron a lo largo de la hilera de coches aparcados en doble fila hasta pasar un Prius verde lima y una vieja furgoneta Volkswagen con el parachoques lleno de lamentables pegatinas humorísticas. Jody se dirigía hacia un amplio y arenoso bache cerca de la tienda coreana donde a veces Beatrice se rascaba, daba vueltas alrededor y evacuaba. Antes de llegar al bache, Beatrice se paró junto a un monovolumen blanco, se esparrancó y empezó a hacer pis.

Jody estaba mirando hacia otro lado, en parte por consideración a Beatrice, en parte por puro ensimismamiento, cuando una voz atronadora atrajo su atención.

– ¡Aparta a ese asqueroso chucho de mi coche!

Una mujer gritaba desde el monovolumen blanco, dando golpes en la puerta con una mano fuera de la ventanilla. Jody se encontraba cerca del coche, casi apoyada en él, pero el enorme espejo lateral y el reflejo en el parabrisas ahumado le habían impedido ver al conductor. El puño aporreador lo tenía a la altura de la cara. Por un momento se quedó aterrorizada.

– ¡Largo de aquí! -gritó la mujer.

Jody retrocedió, arrastrando con ella a Beatrice. La mujer, que tenía una extraña cara anaranjada, les advirtió, agitando un dedo:

– ¡Os estaré vigilando a las dos!

Jody se alejó del monovolumen un poco temblorosa. La mujer le había dado un buen susto, desde luego, pero, sobre todo, había ofendido su sentido de pertenecer a un lugar. De repente se giró, más o menos en dirección al monovolumen, y dijo:

– Nosotras vivimos aquí también.

Pero lo dijo en voz baja, y al instante se sintió desconcertada, como si, después de todo, no vivieran allí también.

A Everett no le hacía ninguna gracia tener que ir al laboratorio aquella mañana. Levantó la vista hacia el cielo azul intenso de febrero. ¿Qué bien le hacía? Iba a desperdiciar un día precioso en su infame laboratorio. Se detuvo en la tienda coreana a comprar una magdalena. Y, casi de manera inconsciente, compró también unos tulipanes. Esto es ridículo, pensó un poco avergonzado, mientras se dirigía al metro con las flores amarillas. Pensó que podía ponerlas encima de su mesa y desconcertar así a sus colegas, dejarles descolocados. Disfrutaría con ello. Entonces vio a la pequeña mujer rubia, con su enorme perro, parada en la acera con un curioso aire de tristeza, como si estuviera perdida. Aquella mujer parada al sol parecía tan desvalida que le conmovió, y se dirigió hacia ella.

– ¡Beatrice! -llamó a la mujer, recordando su nombre de repente.

El animal movió la cola.

– Pareces apesadumbrada -dijo él.

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