Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– Lo siento -respondió la mujer, más apesadumbrada aún.

– No, si me refería a que he comprado estas flores sin saber muy bien por qué; pero cuando te he visto me he dado cuenta de…

Santo Dios, pensó Everett, haciendo una pausa en su discurso. ¿De verdad voy a decir esta frase? ¿Me he dado cuenta de que las he comprado para ti?

– Me he dado cuenta… -hizo otra pausa-. Bueno, aquí tienes, Beatrice -dijo, entregándole las flores y marchándose a toda prisa.

– ¡Gracias! -le gritó-. Pero…

Everett se volvió, dijo adiós con la mano y se fue a trabajar con su magdalena, pensando en aquel acto impulsivo con cierto orgullo solemne.

Jody puso las flores en un jarrón. Ya no parecía ni apesadumbrada ni perdida. Le había visto y había hablado con él, y él había hablado con ella y le había regalado flores, aunque creyera que se llamaba Beatrice.

Pasaron los días y los tallos de los tulipanes se curvaron hacia abajo, los pétalos amarillos se derramaron sobre la mesa y Jody iba al colegio todas las mañanas y enseñaba música a niños distraídos. Volvía a casa por la tarde y practicaba el violín. Algunas noches tocaba con un pequeño grupo de cámara. De vez en cuando sustituía a una amiga en el foso de la orquesta de algún musical de Broadway. Había terminado la bufanda que estaba tejiendo para el hombre cuyo nombre desconocía, y había empezado un jersey con un complicado punto de ochos en un azul más oscuro que esperaba que le realzase los ojos. A eso se dedicaba Jody durante las largas noches de insomnio; Beatrice se tumbaba en la alfombra a los pies de la cama, con las patas traseras extendidas hacia atrás, las delanteras hacia delante, como un supermán blanquirrosáceo con un rabo largo y delgado. Claro está que aquel hombre no tenía por qué saber nada del jersey azul. Se dijo a sí misma que el jersey perfectamente podía ser para su padre, aunque de poca utilidad iba a serle en Florida.

Febrero dio paso a marzo sin incidentes. Una noche de mucho viento Everett terminó el informe que estaba escribiendo. Se quedó sorprendido de la hora que era. Ya no tenía sentido del tiempo. A veces trabajaba hasta las tres de la mañana sin darse cuenta. Su casa ya no estaba asociada con nada, pensó con amargura, ni siquiera con el tiempo. Abrió el correo electrónico, con la esperanza de tener algún mensaje de Emily. No había nada, sólo una carta de contenido político, de esas que circulan en cadena, de parte de Alison, su ex mujer. Le enviaba escritos o solicitudes de aportaciones casi a diario. Prácticamente era la única relación que existía entre ellos desde que Emily vivía en la universidad. Por supuesto, estaban también los asuntos financieros y los acuerdos para las vacaciones. Pero, por lo demás, la persona con la que había pasado la mayor parte de su vida hasta hacía dos años era una completa extraña. Extraña de repente, pensó, gustándole cómo sonaba aquello. Ella ocupaba en su corazón, en sus pensamientos y en su recuerdo el mismo lugar y el mismo espacio que su primo Richard. Muy amigos de niños. Cada vez más alejados de adolescentes. Extraños desde entonces. Everett echó de menos a Richard al pensar en eso. Habían montado juntos en bicicleta, escuchado a los Doors y filmado películas de animación con la cámara de superocho de Richard, con ellos como protagonistas, conduciendo un coche imaginario por la calle donde vivía Everett. Nadaban en la playa e iban a pescar. Aplastaban hormigas y se pasaban horas sentados, muertos de aburrimiento, delante del televisor. Everett se sintió viejo y un poco asustado por haber estado trabajando hasta la una de la mañana sin darse cuenta. Pronto sería una de esas personas que apenas duermen, un hombre solo que se acostaba a las dos de la mañana y se despertaba tres horas después, y que no volvía a quedarse dormido hasta el día siguiente después de la cena delante del televisor.

El mensaje de Alison le ponía sobre aviso del inminente nombramiento en el Comité de Expertos para la Regulación de Fármacos Relacionados con la Reproducción Humana de un médico que había escrito un libro titulado Como Jesús cuidó de las mujeres. La recuperación de las mujeres entonces y ahora, y que se había negado a recetar anticonceptivos y había dicho a mujeres con síndrome premenstrual que leyeran la Biblia. Los destinatarios tenían que firmar, y cada vigésima quinta persona debía enviar un mensaje electrónico de protesta a la Casa Blanca.

Everett detestaba las cartas que circulaban en cadena. Detestaba la política. Y más las cartas de contenido político que circulaban en cadena, y más aún las cartas de contenido político mal informadas que circulaban en cadena. El temido médico, que verdaderamente era un escándalo, había sido nombrado y confirmado en su puesto hacía años.

«Querida Alison -escribió Everett-. Eso ocurrió hace tiempo. Tu petición es correo basura. Con cariño, Everett».

Casi al instante deseó no haber respondido. Se estaba convirtiendo en un viejo amargado. Alison iba a casarse de nuevo, y seguro que su futuro marido no terminaría convirtiéndose en un solitario amargado que da cabezadas después de cenar delante de un televisor a todo volumen. Él se convertiría en un agobiado anciano que se vería obligado a hacer a pie las excursiones de la Smithsonian por las regiones vinícolas de Chile. Everett no conocía al hombre con quien Alison iba a casarse, pero Emily le había dicho que Bernie era abogado. «Bernie el abogado», había soltado Everett, y Emily había torcido el gesto, medio indignada, medio divertida.

Envió una nota a Emily. Respiró el aire de su sala de estar y le pareció que era un aire sin aire. Abrió la ventana, dejándose envolver por el frío. Vio a la mujer del enorme perro blanco paseando por la calle. De pronto, casi sin darse cuenta, Everett la llamó. Ella, sorprendida, levantó la vista y sonrió.

– ¡Espera! -gritó Everett, y se precipitó hacia la puerta, alejándose temporalmente del agobiante vacío de su casa. Se había sentido orgulloso de sí mismo por haberle dado los tulipanes, pensando que a lo mejor no era, después de todo, tan viejo ni tan rígido y previsible. Su ex esposa podía volver a casarse, pero él era capaz de regalar flores a una mujer espontáneamente. Se había acordado de los tulipanes muchas veces, de su intenso colorido en el momento de dárselos a Jody. Lo que había hecho -comprar flores sin motivo alguno y ofrecérselas a una extraña- le fascinaba. Cuando al mirar por la ventana la vio y la reconoció, la existencia de aquella mujer le resultaba agradable e impersonal, como los geranios que crecían en verano tras las rejas de hierro forjado de la ventana de la iglesia, o el gato que dormía apretado contra el cristal en el apartamento del primer piso del edificio de la esquina, o la pared de color rojo de la casa del segundo piso de la calle de enfrente, porque Everett había pensado mucho menos en Jody de lo que lo había hecho en su sorprendente comportamiento.

Jody le había visto en la ventana antes de que él la llamara. Casi inconscientemente se había preguntado si estaría buscándola, como ella le buscaba a menudo cuando se sentaba junto a la ventana. Por supuesto que no estaría haciendo tal cosa, ya lo sabía, pero a nadie le hace daño soñar un poco. Se le había ocurrido saludarle con la mano, pero, a la hora de la verdad, no se atrevió a hacerlo.

En aquel momento Jody paseaba a su lado por Central Park West. Casi no podía creerlo. Beatrice se le echó encima en cuanto le vio, le puso las patazas en los hombros, le miró a los ojos y le lamió la oreja, aullando de emoción.

Everett, apartando al enorme perro, se preguntó si el precio por tener compañía a las dos de la mañana no sería un poco alto. Para él los perros eran una molestia. Por algo esa palabra se utilizaba en expresiones negativas, como «morir como un perro», «hace un día de perros» o «qué vida más perra». «Tiene una tos perruna». «A perro flaco todo son pulgas». «A otro perro con ese hueso» y «no pongas cara de perro».

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