Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Y por eso, en cuanto las calles se vieron libres de nieve, se retiraron las cosas del muerto, vinieron unos hombres en mono de trabajo a llevarse el olor de la muerte, pintaron el apartamento de un fresco color blanco mate y pulieron el suelo con poliuretano. Polly limpió la bañera ella misma, y dos semanas después de haber visto el apartamento por primera vez alquiló una camioneta, en la que cargó las escasas pertenencias que tenía en casa de Chris, y se fue a Ikea con Geneva, su mejor amiga, donde compraron una sala de estar, un dormitorio, un juego de platos, vasos y cubiertos, una cazuela, dos sartenes y una tetera.

– Todo de una vez y en la misma tienda -dijo Polly a Geneva cuando aparcaban junto al nuevo edificio. Geneva se subió a la parte de atrás y empezó a pasar cajas a Polly, quien a continuación tenía que levantarlas por encima de los altos montículos de nieve y bajarlas por el otro lado hasta el estrecho sendero lleno de baches abierto en la acera.

El día de la mudanza de Polly, Jody y Beatrice caminaban por esa misma acera. El suelo estaba resbaladizo y Jody iba con la cabeza agachada, concentrada en cada paso que daba mientras Beatrice tiraba de ella. La perra iba meneando la cola con la rapidez y la fuerza de un látigo. Beatrice era muy fuerte, pensó Jody con orgullo. Increíblemente fuerte, como un atleta. Incluso con su grueso jersey rosa. A lo mejor era eso lo que llevaba a algunas personas a entrenar a pit bulls para pelear, su belleza y su gracilidad atlética.

Jody negó con la cabeza. A veces su connatural benevolencia le irritaba incluso a ella.

– Perdona -dijo alguien con voz fuerte.

Jody alzó la cabeza y vio a una joven guapa y menuda que llevaba un bonito abrigo con capucha ribeteada de piel que empujaba una caja por encima de un montón de nieve.

– Lo siento -se disculpó Jody, procurando tirar de Beatrice hacia un lado-. Estamos obstruyendo la acera.

– No, en realidad quería preguntarte si tienes un buen veterinario, un veterinario que te guste.

Jody se quedó pensativa. ¿Le gustaba su veterinario? Era majo. Se autopromocionaba, pero era amable y estaba al día de su profesión. Le dio a la mujer el nombre de su veterinario y la miró mientras volvía a dejar la caja en la acera y guardaba la información en su agenda electrónica.

– Tengo un cachorro desde hace unos días -explicó la chica, que se presentó como Polly.

Qué tono de voz más imperativo tenía Polly. Jody se quedó impresionada. Y qué botas tan bonitas.

– Enhorabuena -dijo.

Jody creyó oír una voz más quejumbrosa, menos dominante, que pedía ayuda desde el interior de la camioneta. Se volvió hacia ésta, pero Polly no prestó atención, así que pensó que debía de haberse equivocado. Polly se puso en cuclillas en la nieve y acercó la cara al hocico de Beatrice, lo que hizo que a Jody le cayera bien aquella chica. Beatrice le lamió la mejilla, le olisqueó los bolsillos y se quedó allí estoicamente en el doloroso y cortante frío.

– Me vengo a vivir aquí -anunció Polly en cuanto se puso de pie-. Hoy. Había un cachorro en el apartamento. Lo encontré en un armario. -Inconscientemente ahuecó la mano y la alargó como si estuviera mostrando el cachorrillo a su vecina.

– ¡Salgamos del armario a la calle! -gritó Jody sin que viniera al caso. Había visto un documental sobre Stonewall en la televisión la noche anterior-. ¿O es demasiado pequeño para salir a la calle? -añadió en un tono más serio.

– Pues la verdad es que no sé qué tiempo tiene exactamente. Mi hermano lo llevó a la Sociedad Protectora de Animales y le dijeron que debía de tener unas seis semanas. Y le pusieron una inyección. Pero no sé qué darle de comer. Busqué en Internet y llamé a una tienda de animales y…, pero si hay un veterinario por aquí cerca, sería mejor…

Aquella voz tan autoritaria no acababa de cuadrar con las indecisas palabras, parecía una voz de otra época: la de una chica de una película de los años treinta, una vividora o una reportera. Tenía también una sonrisa tímida, que de alguna manera acrecentaba su sorprendente atractivo. Jody se mostró de acuerdo en que tener un veterinario cerca era una cosa buena. A Jody no le cabía la menor duda de que Polly era la clase de chica con quien se quiere, a ser posible, estar de acuerdo. Para Jody, que, según la visión que tenía de sí misma como de una solterona, pensaba que los demás debían de considerarla endurecida más que fuerte, y patética más que vulnerable, Polly era algo sorprendente.

– Vale, de acuerdo -dijo Polly.

– Buena suerte con el cachorro -le deseó Jody al tiempo que ella y Beatrice se apretujaban para pasar por el sendero de nieve.

– ¡El hombre del apartamento se ahorcó! -voceó Polly volviéndose hacia ella.

Jody se detuvo. ¿Que el hombre del apartamento se había ahorcado? Algo había oído acerca de eso el día del temporal. Había una ambulancia y un grupo de mirones cuando regresó a casa de su paseo con Beatrice. Esa chica se mudaba al apartamento de un muerto. Se preguntó si habría muerto alguien en su piso antes de que ella se instalara en él hacía ya años. Nunca se le había ocurrido semejante idea; no obstante el edificio tenía cerca de cien años y era bastante posible. Miró al otro lado de la calle, al portal de su casa, que apenas se veía con los montones de nieve.

– ¡Caray! -exclamó.

Pero no era asunto suyo y Beatrice había empezado a tiritar. Hizo un gesto con la mano, en señal de que la visita había terminado, y se marchó.

Y además me ha dejado mi novio, quiso gritar Polly a la silueta que se alejaba, como si los dos hechos estuvieran relacionados o fueran comparables. Suspiró y regresó a la camioneta a ayudar a Geneva, que se estaba helando y no mostró el menor interés en la nueva vecina de Polly ni en su enorme perro blanco con su jersey trenzado de color rosa.

– Todo ese asunto del apartamento es macabro -le dijo Geneva-. Y un mal karma total.

– Pero es mi karma.

Sus padres habían llamado y le habían prohibido que cogiera ese apartamento.

– Hay tantos apartamentos en Nueva York, Polly.

– Pero no tienen cachorros abandonados -explicó Polly con toda la calma de que fue capaz.

George estaba arriba con el cachorro, y Polly, toda orgullosa, llamó por el nuevo interfono junto al que aparecía su nombre escrito en un trozo de cinta adhesiva colocada sobre el nombre del fallecido.

George estaba esperándolas en el piso vacío, sentado en el suelo, acariciando al cachorrillo dormido. Era una suave bolita de cachorrillo, del color de la miel, con las patitas blancas y una oreja blanca también. Él se había encargado de llevar al perro a la Sociedad Protectora para ver qué inyecciones necesitaba, y el veterinario le dijo que el animal tenía unas seis semanas, demasiado pequeño para haber sido separado de su madre. George lo estrechó contra su corazón todo lo que pudo, preguntándose si eso le consolaría. El timbre les sobresaltó a los dos.

En el ascensor, un hombre de mediana edad miró a George con recelo.

– Mi hermana viene a vivir al 4F -dijo George, alargando la mano-. Me llamo George.

– ¿Al 4F? -El hombre arrugó el ceño-. Pero…

– Sí, ya sé -respondió George. Como el hombre no hizo ademán de estrecharle la mano, George la retiró-. Las agencias inmobiliarias -añadió, en un tímido intento de defender a su hermana-. Y se encontró con este perro en el piso. -Y alzó al cachorrillo, al que había estado sosteniendo, apoyado en la cintura, con la otra mano.

– ¡Santo Dios! -exclamó el hombre-. Así que había un perro.

Aquel hombre estaba empezando a caerle mal a George.

– Mi hermana se llama Polly -dijo, en una última tentativa de comportarse con educación-. Ahí está. -Las puertas del ascensor se habían abierto y pudieron ver a Polly, tambaleándose con sus botas de tacón alto, deslizando una caja grande arriba y luego abajo del enorme banco de nieve en dirección a la entrada del edificio.

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