A pesar del frío y de la nieve, Polly empezó a llamar a agencias inmobiliarias a la mañana siguiente. Al final dio con un joven que había conseguido llegar a la oficina y que se ofreció encantado a enseñarle los pisos nuevos que tenían aquella misma tarde. Así que Polly se puso sus esquís de fondo y se fue resoplando hasta West End Avenue en medio de la penumbra invernal, llorando todo el camino, para reunirse con él a la hora convenida. La tarde estaba tan oscura y tan gélida que le llevó una hora llegar a su destino, pero en aquel momento, sudando por el esfuerzo y con la cara entumecida por el frío, pasó a una persona envuelta en bufandas con un enorme perro blanco y vio la dirección en un toldo hundido por la nieve.
El agente inmobiliario era más joven que Polly, lo que no resultaba muy tranquilizador, pero el apartamento era de renta estable, que sí lo era. El chico llevaba traje y corbata debajo de una gruesa parka. Se bajaron en un cuarto piso y se detuvieron ante una puerta precintada con la banda amarilla de la policía.
– No se preocupe por eso -dijo el agente, retirándola.
– Vale -respondió Polly. Estaba pensando en Chris y de repente sintió la rabia y la amargura apoderándose de ella. El agente le tendió amablemente un pañuelo de papel, que ella necesitaba pero que le molestó. Aunque había tenido el valor de esquiar por las calles de Nueva York en el día más frío del año, aquel joven agente inmobiliario, que llevaba zapatos de vestir con la nieve que había, percibió su desvalimiento. Fue una sensación extraña y desagradable. Se sentía desvalida con frecuencia, pero era muy raro que alguien se diera cuenta. Se irguió inmediatamente.
– Gracias -dijo con su vozarrón. Le miró a los ojos.
Vio, satisfecha, que el agente inmobiliario bajaba la mirada por deferencia. Eso estaba mucho mejor. Entonces notó que de nuevo las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se volvió, fingiendo mirar la triste hendidura a la que el agente se había referido como la cocina-fogón, se secó los ojos y se sonó la nariz haciendo el menor ruido posible. Cocina-fogón, pensó. Eso era una redundancia. Un fogón es una cocina. Cocina tipo fogón es como debería llamarse. ¿O por qué no fogones, sencillamente, dado que el resto de la información estaba ya implícita? ¿O simplemente diminuta-cocina-hendidura? Echó a andar detrás del agente y trató de prestar atención. Por fuera el edificio era corriente, aunque el ladrillo rojizo se veía muy bonito con la nieve; el apartamento estaba muy deteriorado, era oscuro, demasiado grande para lo que ella necesitaba y más caro de lo que podía permitirse. Se preguntaba por qué se había tomado la molestia.
El agente inmobiliario encendió una potente luz de techo. Ellos se quedaron debajo, cada uno en su particular charco de nieve derretida.
– El propietario es amigo mío -explicó el joven.
Polly, agarrando los esquís y sudando, le miró sin apenas comprender las palabras, y mucho menos su significado. Quería irse a casa, pero no tenía.
– Bueno, vale, es un tío mío, por eso conozco este piso. El… antiguo inquilino acaba de desocuparlo. Ha dejado todos los muebles. Es una ganga.
– ¿Que ha dejado los muebles?
El agente inmobiliario bajó la mirada.
– Digamos que ha muerto.
– ¡Oh! -exclamó Polly.
Miró a su alrededor con más interés.
– ¿Y los familiares no quieren sus cosas?
– ¿Usted las querría? -preguntó el agente.
El sofá era barato, viejo y estaba hundido. Había una pequeña y astillada librería de madera contrachapada de roble atestada de periódicos amarillentos. La mesa de centro, que hacía juego con la librería en el tipo y el estado de la madera, tenía tres de sus cuatro patas. En uno de los dormitorios Polly vio un colchón con sábanas sucias en el suelo. En el otro había montañas de periódicos viejos.
– No tiene que quedarse con los muebles -se apresuró a añadir el agente.
Polly se asomó a la ventana de uno de los dormitorios. Estaba en un cuarto piso. Las ramas altas del árbol cargado de nieve se extendían ante ella. En el cielo aterciopelado brillaba el intenso blanco de una media luna. Las ventanas del otro lado de la calle estaban iluminadas con una cálida luz amarilla.
– ¿Cuándo murió? -preguntó Polly.
– Ehh, antes de… ayer.
– ¿Cómo murió?
– Ehh, se…, ehh, ahorcó.
– ¿Se ahorcó aquí? ¿Hace dos días? ¿Y usted me está enseñando el apartamento? ¿Se ha vuelto loco?
El agente inmobiliario enrojeció.
– Es mi primer encargo -susurró.
– ¡Jesús! -exclamó Polly, preguntándose si no estarían cometiendo un delito sólo por el hecho de estar allí-. Lo supongo.
Se quedaron allí parados, el agente mirando al suelo, Polly mirando por la ventana. Confiaba en que pudieran volver a poner el precinto amarillo.
– Es de renta estable -añadió el agente.
– Debería darle vergüenza a su tío -dijo Polly-. ¡Dios! -Observó cómo trataba de salir un coche aparcado en la calle cuyas ruedas no dejaban de girar en la nieve. Oyó el chirrido del motor. El conductor se bajó del automóvil, dio un portazo y se marchó trastabillando. Volvió a oír el chirrido. Pero se dio cuenta de que provenía del interior del apartamento.
– ¿Ha oído eso? -preguntó Polly.
El avergonzado agente se encogió de hombros.
– Es una verdadera ganga -repitió.
El ruido llevó a Polly hasta un armario. Abrió la puerta y vio, en un nido de ropas en el suelo, un cachorrillo.
– ¡Anda! -exclamó el agente.
Polly cogió al cachorro con una mano. El animal gemía.
Se volvió hacia el agente inmobiliario, que había sacado el teléfono móvil.
– ¿Tío Irv? -decía-. No te lo vas a creer…
– Dile al tío Irv que me lo quedo -interrumpió ella.
Si alguno de los que leen esto ha buscado piso alguna vez, tendrá que reconocer que los buscadores de pisos no suelen ser muy considerados con aquellos que les precedieron. En cuanto el agente inmobiliario abre la puerta y los extraños se dirigen a abrir los armarios, los antiguos inquilinos, tanto si se han mudado a Dakota del Sur como si están allí nerviosos en el pasillo, dejan de ser relevantes. Yo he pasado junto a los niños pequeños, seguramente encantadores, de otras personas, y en lo único que me he fijado ha sido en el estado de la moqueta sobre la que jugaban y en el insuficiente tamaño del armario en el que guardaban los juguetes. También me he visto en el otro lado, invisible para los extraños que planeaban desmantelar mi casa, examinando sin piedad las estanterías con la clara intención de quitarlas u horrorizados con el color verde del que yo estaba tan orgullosa. Hay poca delicadeza en la búsqueda de piso. La vida anterior del apartamento es superflua. Pero incluso del más desesperado, del más ávido buscador de apartamentos se esperaría que pusiera algún reparo cuando esa propiedad salió al mercado no a causa de un nuevo empleo en Memphis ni por la inesperada llegada de trillizos, sino por un suicidio que había tenido lugar en el salón. Por muy baja que fuera la renta y por muy difícil que estuviera el mercado, la decisión de Polly de alquilar el apartamento 4F podría considerarse poco delicada.
Sin embargo, lo que para usted o para mí podría ser imposible, para Polly era inevitable, y he de reconocer que me cae aún mejor por esa razón. Se había abandonado a un cachorro, se había abandonado un apartamento, se había desperdiciado toda una vida. Pero mientras ella nada podía hacer por esa vida, por el perro podía hacer mucho. El perro estaba ahí y la necesitaba. El apartamento estaba ahí y, por extensión, Polly creía que también la necesitaba. Polly había oído el llanto, y siempre que Polly oía un llanto, y a veces incluso cuando no lo oía, Polly respondía.
Читать дальше