Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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El antipático hombre sujetó la puerta para que entrara Polly e inclinó ligeramente la cabeza.

– 5D -dijo, y se marchó.

Polly apenas reparó en él. No conocía a ningún vecino del edificio en que vivía Chris, y de todos modos estaba más interesada en el cachorro, al que cogió de brazos de George, y en el vestíbulo del nuevo edificio.

– ¡Howdy! -saludó con dulzura, que era el nombre que le había puesto.

«¿Por qué no le llamas simplemente Hola?», había dicho su padre.

– ¡Mira! -exclamó Polly, fijándose en la mesita del vestíbulo-. ¡Sorpresas! -Alguien había dejado un video-juego obsoleto y un rodillo de cocina con mangos colorados. Cogió el rodillo. Podría hacer una empanada, o darle a alguien en la cabeza con él, como las esposas de los dibujos animados. Luego lo dejó donde estaba.

– No quiero parecer avariciosa en mi primer día.

Polly era la editora de una revista de decoración y reformas del hogar, un trabajo que le encantaba y que conservaba, estaba segura, por la formación en latín que había recibido en el instituto. Y aunque la revista era exclusivamente de decoración de interiores, le interesaban mucho más las oraciones subordinadas que los papeles pintados o los tratamientos para las ventanas. Cuando, con la ayuda de George y Geneva, abrieron las cajas y montaron los muebles, el apartamento reflejaba muy bien los prejuicios de Polly. Vacío, más que minimalista; colores apagados, más que serenos, daba la sensación de un dormitorio nuevo y limpio, y Polly estaba eufórica.

Aquella noche, cuando George y Geneva se marcharon, Polly metió en el frigorífico los pringosos recipientes de comida para llevar y se sentó en el sofá nuevo de su nuevo apartamento. Se puso a mirar cómo retozaba el cachorro por el suelo de madera. Cómo meaba unos centímetros fuera del periódico que había puesto para él. Cuando limpió el charquito, le tiró una hamburguesa de goma de esas que chillan, luego observó cómo golpeaba una pelota de tenis con sus grandes patas mientras pensaba en el anterior inquilino del apartamento. Era como si nunca hubiera existido. Polly decidió que debería disponer una especie de altar en su memoria. Encendió una de sus velas nuevas de Ikea y la puso en la ventana.

– Fue la química, ¿vale? -le dijo al cachorro-. Algunas veces no se puede hacer nada. Pensó en el enorme cartel amarillo de la calle Setenta y dos, pintado en lo alto del lateral de un edificio: LA DEPRESIÓN ES UN FALLO EN LA QUÍMICA, NO UN FALLO DE CARÁCTER.

Howdy le mordisqueaba un calcetín con sus pequeños y afilados dientes.

– Estoy segura de que fue algo químico -repitió-. O genético. -Pero aun así tenía una vaga sensación de responsabilidad que le resultaba muy familiar.

– Yo cuidaré de ti -le dijo al cachorro.

Si George hubiera estado allí, la habría tildado de melodramática. La mayoría de las cosas, habría añadido, se resuelven por sí solas.

Eres el único que me entiende afirmó Polly dirigiéndose al cachorro Estaba - фото 10

– Eres el único que me entiende -afirmó Polly, dirigiéndose al cachorro. Estaba tumbada en el suelo mientras Howdy jugaba con su pelo, y meditaba. ¿Qué estaría haciendo Chris en aquel momento? ¿Estaría sentado en el sofá, comprobando en el portátil cómo iba su equipo de fútbol favorito, con el televisor encendido y una cerveza a mano? La novia usurpadora estaría a su lado con su propio portátil. Era injusto que Polly se hubiera enamorado de un hombre tan superficial. Se dijo a sí misma, en todo caso, que Chris era superficial, y sospechaba que era verdad. Pero qué poco le había importado eso durante los años que habían estado juntos, y curiosamente le importaba aún menos ahora que ya no estaba con él. Le había querido y le añoraba. Puede que fuera más plano que una figura de cartón, eso no cambiaba nada, y menos cuando ya se encontraba fuera de su alcance. Polly dejó escapar un pequeño sollozo. Se puso boca abajo, hundió la cara entre los brazos y lloró, un poco con la esperanza de que el perro percibiera su tristeza y acercara el suave hocico a sus mejillas humedecidas para consolarla. Polly esperó, e incluso se permitió emitir un gemido de desesperación más alto de lo normal, el cual sonó tan triste que al instante empezó a sollozar de verdad sin poder controlarse. Howdy siguió jugando, ajeno a su dolor, y Polly, cuando se hubo quedado sin lágrimas, se incorporó, avergonzada, se lavó la cara y se consoló como pudo con los restos de una empanadilla.

Poco antes, Doris y Simon, que se disponían a salir del Go Go Grill al mismo tiempo, se detuvieron un momento a mirar por la enorme ventana del restaurante la camioneta que bloqueaba la calle. A Doris, molesta porque el hombre del estúpido gorro de lana estuviera allí otra vez, no le gustó la pinta de aquella camioneta ni tampoco las muchas cajas de escasa altura de Ikea.

– ¡Jóvenes! -exclamó con acritud. E inmigrantes, pensó, pero eso se lo guardó para ella. Ellos eran los que compraban en Ikea, y tanto los jóvenes como los inmigrantes eran dados a ensuciar las calles y a ir en el coche con la música a todo volumen.

– Debe de tratarse del apartamento del suicidio -apuntó Simon. Él también había visto la ambulancia y la camilla durante el temporal-. Eso sí que ha sido rápido.

Jamie se les acercó por detrás.

– Esa prisa me parece de muy mal gusto.

– Se ahorcó -saltó Doris-. Me lo ha dicho el conserje del 213.

– Dos dormitorios -dijo Jamie, y meneó la cabeza con aire triste, señalando con una mano a unos guapos camareros que tomaban el almuerzo sentados a una mesa.

– El hombre gastaba mal genio y tenía la casa peor que los hermanos Collyer, eso es lo que he oído -continuó Doris.

– Yo no podría vivir ahí, te lo aseguro. Demasiado macabro -intervino Simon-. Y, además, no hay ningún jardín… -Hizo una pausa y se quedó pensando-. ¿Verdad?

Doris le lanzó una mirada de desaprobación.

– Bueno… -murmuró Simon, luego abrió la puerta y desapareció calle abajo.

– Esperemos que reciclen todas esas cajas -dijo Doris, señalando la camioneta con un gesto de la cabeza, y salió también del restaurante.

Jamie suspiró y volvió a la mesa de ex novios, sus empleados, vestidos con pantalón negro y camisa blanca, y les sirvió más vino.

Aquella noche George recorrió a pie el trayecto entre el metro y Mott Street para ir al trabajo. Durante un tiempo condujo un taxi por las noches. Pero luego encontró este empleo de camarero a través de un amigo. No era un buen restaurante, caro, pretencioso, con una decoración demasiado a la última y que, a ojos de George, desentonaba en aquella zona marginada en otro tiempo, pero tenía la ventaja de estar a tres manzanas de su apartamento. En ocasiones el trabajo era frenético y agobiante, un vertiginoso traqueteo de clientes y especialidades del día y platos sucios. Pero luego venían momentos de tranquilidad, y él empezaba a soñar despierto. Soñaba despierto en casa también. Era consciente de que tenía que dejar de soñar despierto y utilizar su tiempo libre en algo más productivo. Pero cuando estaba en casa sin soñar despierto se dedicaba a jugar en el ordenador o a ver películas o a escuchar música en su iPod.

De soñar despierto pasaba a pensar en su hermana. ¿Qué debería hacer con Polly? No solía preocuparse por ella. Lo de preocuparse era cosa de ella. Lo mío es soñar despierto, pensó con desagrado. Había dejado a Polly sentada en su sofá nuevo, agotada pero con casi todas sus cosas fuera de las cajas, y aparentemente orgullosa de su nueva casa. George no podía imaginarse viviendo allí. ¿Para qué necesitaba ella dos dormitorios? Si apenas tenía muebles para el salón y un dormitorio. En el otro dormitorio estaban apiladas las pocas cajas que no habían llegado a abrir. ¿Y cómo podía alguien mudarse a un piso que hacía tan poco tiempo había sido el escenario de un suicidio? Él no era supersticioso, pero le parecía malsano. Por otra parte, era evidente que Polly se sentía muy desgraciada en aquellos momentos. A él no le parecía muy saludable para su deprimida hermana mudarse al piso de un hombre deprimido que se había ahorcado. Pero Polly nunca le escuchaba. Polly nunca escuchaba a nadie.

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