Polly se estremeció.
– Dispongo de una semana -dijo ella. Chris se había ido a practicar esquí de fondo, un viaje que habían planeado hacer juntos, pero ahora Polly iba a dedicar ese tiempo a buscar casa.
Bajaron las escaleras y salieron a la nieve, que había pasado de ser un puñado de relucientes copos con un ligero viento, cuando llegó Polly hacía una hora, a convertirse en una enorme y densa nube huracanada. Mi novio va a romper conmigo, pensó Polly. Ha roto conmigo, se corrigió. Se ha desecho de mí. Y para colmo, nunca encontraré un apartamento en una semana. Tendré que vivir con mi hermano y sus insectos albinos. Bajó la vista a la acera nevada. Seguro que se le estropeaban las botas.
Mientras George y Polly se las veían y se las deseaban para caminar por la nieve en dirección al centro, Simon estaba sentado cómodamente en un sillón de cuero, con los pies extendidos sobre una otomana de piel, los dos únicos muebles que había en su diminuto cuarto de estar. Simon sí vivía en nuestro bloque, adonde se había trasladado hacía dieciocho años, con el posgrado recién terminado. Pocos habrían descrito a Simon como un joven estudiante, ni siquiera entonces. Era un anciano prematuro que disfrutaba de su soledad en albornoz, a ser posible. Trabajaba con personas, pero no les tenía ninguna simpatía, y en privado se refería a sí mismo no como un asistente social, sino como un asistente asocial. Tenía cuarenta y seis años y seguía viviendo en su apartamento de un dormitorio en el bajo del número 232, un alto y sombrío edificio de piedra en el lado sur de la calle. Simon disfrutaba muchísimo de los fines de semana, y aquel domingo, como siempre, había leído el periódico concienzuda pero relajadamente, se había tomado toda una cafetera de café, había dormido una hora, como hacía a menudo después de tomar café, y miraba por la ventana el pequeño y nevado jardín de enfrente. Todos los días laborables, a las ocho menos cuarto de la mañana exactamente, se le podía ver caminando hacia la parada de metro de la calle Setenta y dos y luego volver a casa en algún momento entre las cuatro y las siete, dependiendo de la programación de sus citas. Trabajaba de asocial asistente social en las afueras de Riverdale y llevaba un maletín repleto de expedientes de los que para él eran los desventurados, los desdichados y los desharrapados. El único cambio en la vida cotidiana de Simon ocurría en otoño, cuando desaparecía de repente y sin dejar rastro. Eso pasaba todos los años, hasta donde le habría alcanzado la memoria a cualquiera, si alguien hubiera prestado atención. Pero Simon era uno de esos personajes que caminan apurados por la acera, y sus vecinos, igualmente apurados, no tenían por qué fijarse en todos los transeúntes con maletín. Aun así, los porteros, a quienes saludaba cada mañana, el hombre negro elegantemente vestido y en silla de ruedas que profería un cortés «buenos días» desde su lugar habitual en la acera, el adolescente situado junto a las flores de la tienda coreana para disuadir a los rateros, todos notarían algo extraño por la mañana una vez que terminaba el verano; se encogerían de hombros y lo achacarían al cambio de tiempo, al frío repentino. Y ciertamente la ausencia de Simon se correlacionaba con la caída de las hojas. Llegado noviembre, Simon cerraba las carpetas, dejaba su maletín, y los desgraciados, desafortunados y desharrapados pasaban a sus compañeros. Noviembre era la temporada de la caza del zorro, y en noviembre a Simon se le encontraba con relucientes botas negras, abrigo negro y sombrero de terciopelo negro a lomos de un caballo castrado marrón en las onduladas colinas de los campos de Virginia.
El resto del año vivía solo en un bajo del edificio de piedra que daba a un bello jardín. Él no tenía acceso al jardín; ese privilegio era exclusivo de la familia que vivía dos pisos más arriba, uno de cuyos miembros se ganaba la vida dando frecuentes y ruidosas clases de piano. No obstante, todas las primaveras podía mirar por la ventana y ver los narcisos cubiertos con la nieve del último e inesperado temporal. Podía ver los cuatro estilizados troncos blancos de los abedules y la curruca amarilla entre las nuevas y tiernas hojas verdes, y luego la pálida hierba de agosto y las pálidas hojas de agosto, tan quietas contra el pálido cielo de agosto. Todos sus amigos se marchaban de la ciudad al menos durante parte del mes de agosto. Escapaban a Cape Cod o Maine y a veces a París o Venecia. Pero Simon se quedaba, esperando pacientemente a que llegara el otoño. Algunas veces pensaba en mudarse de su pequeño, oscuro y húmedo apartamento. Sólo dos cosas le mantenían allí. El jardín, que conocía tan bien después de tantos años. Y la renta. El apartamento de Simon era de renta protegida. La caza era un deporte caro. Simon no tenía más remedio que quedarse para, todos los otoños, marcharse.
Era alto y un poco desgarbado, y con la cara arrugada de quien acaba de levantarse de la cama. Eso le granjeaba la simpatía de la mayoría de la gente antes incluso de que abriera la boca, lo cual era una suerte, porque no hablaba mucho ni hablaba bien, precisamente. La voz le salía baja y apenas se le entendía, así que la gente tenía que inclinarse para oírle. Sin embargo sabía escuchar. Era inteligente y disciplinado con respecto a su trabajo, pero, fuera de ese ambiente, Simon era extremadamente tímido. Menos mal que era muy independiente. Ese día de nieve había estado tan a gusto él solo sentado en silencio en su sillón, pero a eso de las dos de la tarde le entró hambre. No tenía nada de comer porque nunca comía en casa; prefería sentarse a la barra de un restaurante y leer una novela. Pero ¿qué restaurante estaría abierto en un día como aquél? Se puso el abrigo y las botas y cogió un ejemplar de The American Senator , se encasquetó un ridículo gorro de lana que le había enviado su tía en Navidad y salió a pesar de la tormenta. Simon era cuidadoso en el vestir, pero a veces se despistaba en el último momento. Con su vistosa gorra, fue arrastrando los pies por la acera, por la poca que estaba practicable, detrás de una mujer menuda con un abrigo largo de visón, y por las pieles le pareció que se trataba de alguien a quien ya había visto antes en la calle, aunque no la conocía.
La mujer del visón vivía al otro lado de la calle, enfrente de la casa de piedra de Simon, en un piso grande de un pequeño edificio de apartamentos, en donde había pasado todos los años de su vida de casada, que sumaban ya cuarenta y pico. Era una persona delgada y nerviosa, con un permanente bronceado de una alarmante tonalidad que normalmente no se observaba en la naturaleza y que resultaba de lo más insólito en medio de un temporal. Era mayor de lo que aparentaba, pero eso se debía a que no representaba ninguna edad en particular. Algunas personas parecían conservarse de maravilla. Doris parecía conservarse, sencillamente. Doris no caía bien a la gente, y a Doris, por su parte, le daba lo mismo. Era consejera académica en un exclusivo colegio masculino, en el que los alumnos llevaban uniforme, y veía el mundo entero como si fuera un adolescente consentido y recalcitrante, lleno de peligros y hormonas, un orbe de vulgaridad y mediocres resultados. Éste, el mundo, era la carga que le había tocado a ella. Y aunque ese peso la tenía un poco amargada, nunca eludía sus obligaciones. Se ocupaba de la labor de guiar y aconsejar, y de la vida en general, con una inflexible superioridad unida a un sentido casi histérico de pesimismo compulsivo. En aquel momento se dirigía al restaurante de la esquina a comprar una sopa para llevar a casa. Al menos confiaba en que hubiera sopa, aunque imaginaba que se llevaría una decepción. Porque eso era el mundo: decepcionante. Por mucho que trataras de evitarlo, el mundo siempre te decepcionaba. Marchaba con determinación en un día de lo más desapacible cuando bien podría haber tomado un puré de lentejas de lata a la hora del almuerzo. Había decidido apoyar al restaurante del barrio, y se llevaba a casa dos recipientes grandes de sopa de guisantes, que era su favorita y la especialidad de los domingos, que casualmente era ese día, con o sin tormenta, y sin embargo estaba convencida de que el restaurante estaría cerrado y de que abriría el lunes, que era cuando preparaban sopa de escarola, un mejunje aguado y amargo que por alguna razón era la favorita de su marido, pero que a ella le parecía incomible. Bueno, desde luego no sería ella quien saliera al día siguiente para ir a por la sopa. Y menos con semejante tiempo. Ya podía ir Harvey en persona. Todos somos humanos.
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