Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Jody se sentó a la barra y pidió un Jack Daniel's, en recuerdo de Simon, y unas chuletas de cordero, a despecho de él.

– Beatrice ha muerto -le contó a George-. Mi Beatrice.

George bajó la mirada al suelo donde Howdy solía tenderse, y pensó que al menos la espantosa visita del sanitario había servido para algo bueno: para que no hubiera en aquel momento ningún robusto cachorro allí echado, lo cual habría sido un insulto al dolor de Jody. Incluso los perros de Jamie, a los que ya no se les permitía roncar perezosamente junto a los pies de George, menos amenazadores porque, a los ojos de George, no eran tan hermosos, podrían haber contribuido a la tristeza de Jody.

– Cuánto lo siento -se condolió.

Jody le agradeció su interés, pero no parecía tener ganas de hablar, así que George volvió a sus obligaciones en la barra, donde ya había empezado a cortar pequeñas rodajas de lima. El olor a lima le puso alegre a pesar de Jody. No podía evitar sentirse alegre. El día anterior había ido a Brooklyn a enseñar a Jolly a saltar por un hula hoop amarillo que él había llevado en el tren para admiración de un chaval que iba sentado enfrente de él. En ese momento, como si fuera un payaso, le apetecía saltar por los aros a él mismo.

– No sé lo que haría sin ti -le había dicho Alexandra cuando terminó la sesión de adiestramiento y Jolly se tumbó en la alfombra.

– Yo no he hecho nada -repuso George, preguntándose cuánto tiempo estaría el perro descansando así de tranquilo. ¿Una hora? ¿Tres horas? ¿Quince minutos? A lo mejor el hula hoop le había agotado y dormiría toda la noche. Y a lo mejor no.

– No me refiero al perro -dijo ella-. No me refiero sólo al perro.

Y él la había agarrado y besado, como llevaba meses deseando hacer, y ella le había besado a su vez.

Esa noche, después del trabajo, pasaría a recogerla por su trabajo en el centro de la ciudad, y se irían en metro a Brooklyn. Tendrían todo el día siguiente para estar juntos, acostados en la cama bajo la ventana que enmarcaba la Estatua de la Libertad.

Doris se encontraba en la entrada del restaurante con gesto de no estar de acuerdo con lo que veía. El barman estaba soñando despierto, como siempre. Jamie debería tener más mano dura. Ella había hecho cuanto había podido para animarle a poner su casa en orden, pero todo lo demás dependía de él, sin duda.

Se fijó en la mujer de la barra, quien le resultaba vagamente familiar, y aunque Doris no la situaba, tenía la sensación de que no se fiaba de ella. Aun así, tal vez intentara reclutarla para la campaña. Concejala del ayuntamiento. Sonaba bien. Claro que Mel no estaba muy contento, y quizá era un poco desleal después de todo lo que había hecho por ella, pero el progreso era imparable, y cuando en el colegio le sugirieron que quizá debía ir pensando en la jubilación, se le ocurrió la idea de presentarse a un cargo político y no había podido quitársela de la cabeza.

– ¿Cómo está usted? -saludó a la mujer, un alma triste de aspecto solitario. Doris pensó que debía de haberla asustado, pues la mujer se echó hacia atrás, casi con miedo-. Vive usted en el vecindario, ¿verdad? -continuó Doris, y mientras esperaba a que le dieran la sopa para llevársela a Harvey a casa, le habló a la silenciosa mujer de las próximas elecciones primarias y le entregó un folleto en el que exponía su programa.

Jody no daba crédito. Ésa era la mujer del monovolumen blanco, la eutanasiadora de pit bulls, el azote del restaurante, la soplona chivata acusica delatora, su castigo de pesadilla, su enemiga declarada; sin embargo Doris estaba charlando y sonriendo y solicitando su interés en alguna campaña política local. Pensó en todas las veces que Beatrice había meado en los neumáticos de su enorme coche. Qué perra más buena había sido Beatrice, dirigiéndose al coche como por instinto. Jody miraba, más que escuchar, con horrorizada fascinación mientras Doris hablaba. La cara, naranja como una mandarina; ojos pequeños y recelosos; el dedo que agita; y entonces…, por la parte delantera del abrigo, entre dos botones, a la altura de donde podía razonablemente suponerse que se encontraba el pecho de mujer, apareció de repente una pequeña cabeza peluda.

– ¡Fredericka! -exclamó Doris, acariciándole la cabecita-. ¿Tienes mucho calor ahí dentro?

Fredericka dio un agudo chillido.

Jody no pudo por menos de reír. Era la primera vez que se reía en mucho tiempo.

– Me lo ha regalado mi hermana. ¿No es un encanto? Natalie es alérgica a ella. ¿Quién podría ser alérgico a Fredericka? Nunca había apreciado a los perritos hasta que mi Fredericka vino a vivir conmigo, ¿verdad, Fredericka? Así era. Pobre, pobre tía Doris, que no…

– Aquí no se admiten perros -dijo Jody, con voz que rezumaba, confiaba ella, sarcasmo-. Ya no -añadió deliberadamente.

– La llevé conmigo al colegio, y el director tampoco te quería allí, ¿verdad, Fredericka? Pero no le hicimos ningún caso, ninguno en absoluto.

Jody contemplaba a aquella mujer que no dejaba de parlotear con habla infantil al pomeranio taza de té alojado en su abrigo. Quizá comprobaba si Jamie estaba acatando las normas sanitarias. ¿O estaba loca, simplemente?

– Nada de perros -intervino George un tanto cansado ya desde el otro extremo de la barra.

– ¿Perros? -replicó Doris inocentemente, volviendo a meter a la carita peluda dentro de su abrigo de piel-. ¿Perros?

Jody miró con alivio cómo su enemigo y el abrigo de piel de su enemigo y el ilícito perro tamaño rata que ahí se escondía se marchaban del restaurante. Luego terminó de cenar, echando de menos a Beatrice y recordando con cariño la profanación del monovolumen blanco.

Everett la vio allí sentada con expresión ausente y dudó antes de dirigirse a ella. Jody no había respondido a sus llamadas, lo cual hizo que pensara aún más en ella. En realidad le había sido imposible dejar de pensar en ella. Quiso protegerla aquella noche de Acción de Gracias. Su vulnerabilidad le había apenado tanto como atraído. Su actitud, tan simpática y atenta en otro tiempo, había cambiado completamente, y la comprendía, porque él también había perdido a una amante y a un perro.

Y allí estaba ella, vulnerable aún, intimidante en su vulnerabilidad; pero la semana de llamadas sin contestar había fortalecido su resolución. Se sentó a su lado. La besó en la mejilla.

– Dios, cuánto me alegro de verte -dijo.

Jody parecía sorprendida, aunque contenta.

– He estado pensando en ti -prosiguió-. En ti y en Beatrice. Sin parar.

– Ha muerto -dijo Jody.

– Me lo temía. Me refiero a que como no contestabas el teléfono…

Podría haber estado fuera, pensó Jody. De viaje, añadió en tono desafiante. Pero eso era absurdo, ella lo sabía, y Everett había estado pensando en ella. En ella y en Beatrice.

– Lo siento -se disculpó ella-. Tendría que haberte llamado. Es que…

– Lo comprendo -respondió Everett.

Jody miró a Everett. No sonreía. No era guapo. No era ni una rosa ni un dios. Era serio, era tierno, la tenía cogida de la mano.

– Sí -dijo ella, y de nuevo parecía sorprendida-. Sí, creo que lo comprendes.

Epílogo Jody esperó unas semanas antes de dar a Everett el jersey azul que le - фото 41

Epílogo

Jody esperó unas semanas antes de dar a Everett el jersey azul que le había hecho hacía tantos meses. Algunas veces tenía la impresión de que Everett no era tan buena persona como Simon. Y desde luego no era tan buen amante, pero estaba enamorada de él y se dio cuenta de que en realidad tampoco le importaba. Tengo el gusto de comunicar que se casaron en julio y adoptaron un perro, un gracioso chucho al que llamaron Clio que duerme en la cama entre ellos dos. Simon se ha mudado a la preciosa casa de campo, con su aún más precioso jardín, de Virginia, donde se le conoce como uno de los miembros más populares y activos del grupo de caza. George, como habréis imaginado, se trasladó a Brooklyn con Alexandra bajo la benevolente mirada de la Estatua de la Libertad. Dejó su trabajo en el restaurante, empezó a adiestrar perros a jornada completa, y he oído que se gana muy bien la vida. Su cliente más importante, el que requiere más tiempo y el más frustrante sigue siendo Jolly. A los gemelos de Jamie los admitieron en el centro de preescolar que ellos eligieron tras una generosa contribución. Doris, sin embargo, no consiguió un escaño en el ayuntamiento. Para consolarla Harvey le compró otro pomeranio taza de té, un macho llamado Franklin, y ella decidió aparearlos, y lo hizo, y después vendió uno de los cachorros y se quedó con el otro. Polly se recuperó de la pena por haber perdido a Chris, pero de momento, hasta donde yo sé, no le ha sustituido, a pesar de que George no deja de arreglarle citas a ciegas. Polly sigue viviendo en el mismo apartamento, donde su amiga Laura se ha quedado con la habitación de George y su parte del alquiler, y casi todas las mañanas de cualquier estación puede verse a dos chicas guapas paseando a sus grandes y retozones perros entre los imponentes árboles de Central Park.

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