Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– ¡Aja! -gritó Doris, señalando a Tillie y Héctor, que fueron corriendo hacia ella.

El sanitario murmuró algo incomprensible, aunque claramente de una sílaba.

– Ya se iban -aseguró George, persiguiendo a los perros.

Pero ambos se habían tumbado boca arriba junto a las gruesas botas negras del sanitario y estaban agitando sus pequeñas patas en el aire.

El sanitario le dio a uno con una bota.

– ¿ Por qué se toma a broma las infracciones? -dijo Doris.

Jamie era un hombre afable. Un hombre moderado. Se había pasado la vida buscando la felicidad de los demás, con las mínimas complicaciones posibles para él. Pero en aquel momento sintió que algo se alzaba en su interior, algo que él creyó reconocer como el esófago, fuera eso lo que fuese. ¿Llevaban pistola los sanitarios?, se preguntó. Quizá los sanitarios eran propensos a brotes de violenta locura, como los empleados de correos. Quizá este sanitario sacara la pistola y disparara a su irritante patrona y Jamie la vería caer, sangrando y jadeando en vano por respirar.

– Mire -decía la patrona-. Otra infracción. -Doris había visto a Beatrice. Se acercó al viejo y dormido pit bull-. En Toronto -dijo- te aplicarían la eutanasia.

– Esto no es Toronto -terció Jamie con firmeza.

– Nueva York -precisó el sanitario, aclarando el asunto.

Había empezado a escribir con lápiz en su tablilla morada. Lápiz, pensó Jamie. Lápiz, lápiz… El lápiz podía borrarse. De alguna manera, quizá, su citación judicial o lo que fuera que estuviese escribiendo a lápiz se borraría. Eso era lo que Noah, con resignado desdén, llamaba «El pensamiento mágico de Jamie». Bueno, ¿y qué? Ninguna otra cosa iba a funcionar mucho mejor. Ésta sería su tercera citación a causa de los perros. Tendría suerte si le ponían una multa y no le cerraban el local. Nunca más podría dejar entrar a un perro. Le sería imposible correr ese riesgo. Eso si permitían que el restaurante siguiera abierto. ¿Pensamiento mágico? Sí. ¿Por qué no? La oración del ateo.

Todos los clientes se habían dado cuenta de que algo pasaba y se habían quedado muy callados. Everett le había cogido la mano a Jody cuando se mencionó la eutanasia. Desde luego era escandaloso que Jamie dejara entrar a perros en el restaurante. Era un milagro que no se lo hubieran impedido antes. Pero, en serio, ¿qué daño hacía Beatrice, una perra anciana que dormía profundamente, roncando lo mínimo? ¿Qué daño hacían los graciosos terrier?

Jody se había puesto colorada. Echó la mano hacia atrás y se la pasó por el pelo, que después se le quedó levantado de una manera extraña.

– Esa mujer… -decía-. Esa mujer horrible, monstruosa…

– Vamos -estaba diciendo Doris al inspector-. Ponga las multas. O lo que sea que tenga que hacer.

El sanitario la miró con tal antipatía que por un momento, un momento dichoso, Jamie pensó que el sanitario se olvidaría de todo, que se enfrentaría a la enfurecida ciudadana que le había llevado allí, que sonreiría y le estrecharía la pata a Howdy, que acababa de salir de la cocina y le había ofrecido una zarpa, que haría un gesto amable a Jamie, saldría por la puerta, archivaría un informe en blanco, y se iría a casa con lo que sin duda debía de ser una feliz y amorosa familia a tomar una abundante y deliciosa cena, aunque a juzgar por el sanitario probablemente no hubiera mucha conversación en la mesa; pero la gente se comunica de muchas maneras.

El sueño de Jamie tuvo un brusco final.

– In-frac-ción -decía Doris, dirigiéndose a Howdy, que se le había acercado a olisquear su abrigo de piel.

El sanitario se volvió a mirar a Jamie.

– Cuatro -dijo con su monótona voz. Luego añadió con repentino sentimiento-: ¿Dónde demonios se cree que está, amigo? ¿En París ?

El día de acción de gracias Everett esperaba con ilusión las vacaciones del - фото 39

El día de acción de gracias

Everett esperaba con ilusión las vacaciones del día de Acción de Gracias, que Emily pasaría en casa. Pero cuando llegaron ni siquiera Emily consiguió levantarle el ánimo. Lo intentó, él fue consciente y le conmovió. Pero Emily tenía su propia vida. Lo pensó mientras la veía prepararse para salir la noche del miércoles. Él comprendía a qué se debía la sensación de vacío de ese momento, y se lo reprochó. Lo que no comprendía era por qué había tenido la misma sensación de vacío, de profundo tedio, mientras contemplaba a Emily y a sus amigos despatarrados en sus muebles a primera hora de la tarde. Le halagaba que se sintieran lo bastante cómodos con él como para ocupar su casa como un ejército invasor. Y sin embargo había suspirado y se había sentido solo.

Ese año le tocaba a Alison tener a Emily en la cena de Acción de Gracias, y cuando llegó la noche del jueves, Everett, un tanto avergonzado, se invitó a cenar en el Go Go. Siempre había sentido lástima de la gente que cenaba sola en restaurantes el día de Acción de Gracias, a solas con su pavo seco. Pero no soportaba la idea de quedarse en casa y pedir algo ya preparado. Eso no sólo sería humillante, sino cobarde.

También Jody había ido a tomar la cena de Acción de Gracias al Go Go, pero no sola. Jamie la había invitado a unirse a él, sus hijos, su compañero, el personal del restaurante y, más importante aún, sus perros.

– Y Beatrice también, claro -le dijo.

– ¿Y si aparece esa horrible mujer? ¿Y el hombre?

– ¿La noche de Acción de Gracias?

– Supongo que no -respondió Jody.

– ¿Sabes qué? -dijo, serio y cabreado de repente-. Casi consigue que me cierren el local. -Respiró profundamente y a continuación se echó a reír, más propio de él-. Una última vez. Por diversión.

– Por diversión -contestó Jody, pero ella vio los problemas que la redada (aún podía oír al sanitario diciendo «Inspección») le trajo a Jamie. El inquebrantable y complaciente Jamie. Jamie y ella se habían hecho bastante amigos desde el día en que él le dio un hueso a su perro y le tiró a ella un hueso metafórico en forma de botella de vino. Esa noche volvió feliz a casa, y aunque la felicidad no había durado, sí lo hizo la sensación de que era posible, y le pareció que había hecho un amigo. No podía volar a Florida para ver a sus padres en Acción de Gracias a causa del perro, y estaba demasiado deprimida como para pasar la noche con ninguno de sus compañeros, pero resultó que estaba entusiasmada ante la perspectiva de celebrar una reunión ilegal de Acción de Gracias con Jamie.

Llegó a las siete en punto, como si hubiera reservado mesa. Cuando le presentaron a Noah, a quien había visto por la calle y en el restaurante infinidad de veces, se dio cuenta de que era americano, lo que le sorprendió. También medía dos metros y pico. Cuánta gente le habría preguntado si jugaba a baloncesto, pensó Jody, pues ella había estado a punto de hacerlo. Qué molesto debía de ser, se dijo, y sintió tal simpatía hacia él durante toda la tarde que tuvo la impresión de que Noah y ella se habían convertido en grandes amigos, aunque apenas intercambiaron más de dos palabras desde el principio al final de la cena.

Jamie estaba un poco achispado, se fijó Jody. Se arrodilló y se dirigió a Beatrice cara a cara.

– Venceremos -dijo alegremente-. ¿Verdad que sí?

Puso un viejo disco de música discotequera y empezó a bailar con sus hijos hasta que Noah hizo un gesto a uno de los ex para que cambiara aquel CD por Stephin Merritt.

– ¿Qué… -se extrañó Jamie, volviéndose hacia Noah-…, qué problema hay con Donna Summer?

– Cálmate, cariño.

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