– Ah, claro. ¿La hermana? Es modelo. Y hay algunos judíos de por ahí. -En aquel momento vio a otro joven que le hacía señas con dos puros en la mano y se fue a fumar con él bajo los árboles. «¿La hermana de quién?», se preguntó Polly. «¿Y qué judíos?».
Quiso ir por curiosidad, y su curiosidad se había satisfecho. Pero también le parecía que tenía que ir a esa boda, aunque sólo fuera para asegurarse de que realmente tenía lugar. Y había también un cierto placer narcisista en el dolor. Ella se daba perfecta cuenta de todas estas razones. Quizá la razón de la que había sido menos consciente era que quería ver a Chris, verle, sencillamente. No había nada de lo que estar orgullosa en ninguna de sus razones, y sin embargo lo estaba, como si hubiera trepado una montaña o hubiera ido a nadar con tiburones. Se había arreglado a conciencia, y había mantenido la cabeza bien alta incluso entre las modelos amazónicas, que estaban tan aburridas como ella. Hubo discursos durante la ceremonia, algo que Polly encontró extraño, sobre todo porque parecían recitados de los currículos de los novios. El banquete se celebró en un club de campo de Connecticut, en la ciudad donde vivían los padres de Chris. Ver a los padres de Chris fue exquisitamente desagradable, pues a ellos nunca les había caído bien Polly y por eso fueron amables con ella, porque por primera vez no representaba ningún peligro. Pero hacer frente a Chris, cuando por fin sucedió, fue, en general, un éxito, pensó ella. Se acercó a ella y extendió la mano, como si fuera un primo lejano; ella le miró, con el pelo perfectamente cortado, con aquel esmoquin tan elegante y que tan bien le sentaba, y pensó: te he perdido y me entristece. Luego le cogió la mano, se la estrechó y le deseó todo lo mejor.
– Me alegra que hayas venido -dijo él.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
Era una pregunta sincera. Ella sabía por qué había ido, pero no podía imaginar por qué la habían invitado.
Chris se encogió de hombros.
– No lo sé -respondió, un poco azorado.
Polly se echó a reír, luego alcanzó su bolso y sacó el iPod de Chris y le apuntó con él.
– ¡Pum! -exclamó.
Chris cogió el iPod.
– Lo has encontrado.
Polly empezó a cantar una de las canciones de Billy Joel.
– Oye, tía, no tengo ni idea de cómo ha llegado ahí esa canción.
Polly siguió con la canción, disfrutando de la incomodidad de Chris. De alguna manera hizo que todo lo relacionado con la boda mereciera la pena, lo delicado de la situación, los momentos en que nadie la sacaba a bailar, los repelentes padres, incluso el hecho de haber perdido a Chris.
– Vale, vale ya -no paraba de decir él. Y le devolvió el iPod. Resultaba que ya no lo quería, después de todo, porque Diana le había regalado otro con el doble de gigabytes.
– Así que puedes quedártelo.
– Sí -respondió ella alegremente-. De recuerdo.
Jody ya no iba a ninguna parte a menos que pudiera llevarse a Beatrice, y se habían convertido, desde que Simon no estaba, en figuras asiduas del Go Go. La noche de la boda de Chris, mientras Polly brindaba a la salud de la pareja, Jody fue, como de costumbre, al restaurante. Jamie se fijó en la mujer del pelo rubio, corto y despeinado y en el pit bull blanco y pensó qué solas parecían. Por supuesto que habían ido muchas veces al restaurante, pero siempre con Simon. Jamie se dio cuenta de que ni siquiera se acordaba de cómo se llamaba la mujer. Del perro, sí, claro, se llamaba Beatrice. Pero ¿quién era aquella mujer que siempre parecía animada y alegre y ahora se la veía triste y demacrada?
– ¿Puedo sentarme contigo un momento? -preguntó.
Jody levantó la vista, sorprendida. Y le sonrió débilmente.
Jamie se sentó y al instante aparecieron una botella de vino y dos copas.
– Gracias -dijo Jody cuando le sirvió una a ella-. Me alegra tanto que dejéis entrar con perros -añadió poco después-. No puedo dejarla sola. -Y entonces se oyó a sí misma contándole toda la historia confusa y precipitadamente. Escuchó con horror cómo hablaba a aquel hombre a quien no conocía de la cojera de Beatrice, de la operación, el cáncer, y luego de Simon, de su proposición, de la caza, de la negativa de ella, de su inseguridad, de la carta de Simon, de su pena, de su inconsolable pena. Se odió a sí misma por revelar sus pensamientos y sentimientos más íntimos. No podía soportar el sonido de su voz.
Finalmente dejó de hablar, horrorizada, y se quedó mirando a Jamie.
– ¿Puedo darle un hueso a Beatrice? -fue lo único que dijo Jamie. Llamó al atractivo camarero y se dirigió a él en una lengua extranjera que parecía escandinava, y enseguida apareció con un enorme hueso. Beatrice lo sujetó entre sus grandes mandíbulas y empezó a roerlo con obvia satisfacción. Jody la miraba con ternura.
Cuando ésta levantó la vista, Jamie se había ido, pero le había dejado la botella de vino, y para cuando llegó el momento de irse, Jody se la había terminado. Esa noche se fue a casa sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Se metió en la cama y, aunque Simon no estaba, le pareció que el mundo era un lugar agradable y acogedor, y se quedó dormida.
El gozo de pasear a Howdy no llegaba ni con la facilidad ni la frecuencia que Everett esperaba. Polly resultó ser mucho más posesiva con el perro de lo que dejó entrever el día en que rompió delicadamente con él. Y George, cuando no estaba con el histérico perro de la rubia, no se separaba de Howdy. Ni siquiera ese día, en que Polly estaba en una boda fuera de la ciudad, dejó el perro al cuidado de Everett. Era como si hubiese una conspiración para mantener a Everett y a Howdy separados. Como Romeo y Julieta, pensó. Algunas veces paseaba sin Howdy, pero no era lo mismo. En ocasiones paraba a gente por la calle con el fin de acariciar a sus perros, lo que le proporcionaba una momentánea distracción de su soledad, pero le hacía sentir como un excéntrico. Y cuando el perro y su dueño seguían su camino, dejándole solo en mitad de la acera, se sentía peor que antes. En el trabajo se había convertido en alguien intolerable, incluso para sí mismo. Había pasado de ser un cascarrabias temible a ser odioso sin más. Se mofaba abiertamente de los errores de sus colegas, buscaba la forma de humillar a los que estaban por debajo de él, les hacía trabajar hasta tarde y les insultaba a la cara.
En casa, bebía los martinis en silencio, sin siquiera poner la televisión. Iba al Go Go Grill de vez en cuando, pero el ruido amigo y el bullicio, por no hablar de tener que ver a George y, a menudo, a Polly, no le resultaban agradables. Lo que solía hacer esos días era pedir comida china y comer en la cama, algo que Alison siempre desaprobó, viendo Planeta animal.
Alison se casa hoy, pensó, viendo cómo paría una llama, mientras tomaba arroz frito con una cuchara, y se sintió más ex marido de lo habitual.
Él había ido por los perros
Los días grises que aún no eran del todo invernales, esos días que iban haciéndose cada vez más cortos y que parecía que jamás volverían a ser más largos, discurrían muy despacio para Jody. Pasaba menos tiempo que nunca en el colegio, y le molestó que le pidieran que acudiera al baile con los alumnos de quinto curso y que organizara la colecta de donativos. Había empezado a enseñar a los cursos de los más pequeños las canciones de la representación histórica de invierno, asegurándose de que había referencias a Hanukkah, Navidad y Kwanzaa aunque no a Jesús ni a Dios, pero lo hacía sin ganas. Tenía el corazón roto, y los pedazos en casa con su amiga enferma, su perro agonizante, su Beatrice.
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