Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Se quedaron en silencio, Simon mirando fijamente el menú y Jody dando vueltas en la cabeza a la palabra «cuarenta», hasta que el camarero volvió y sirvió el champán. Era un buen champán, como Jody esperaba. Simon no tenía dinero, pero en Virginia había aprendido de aquellos que sí lo tenían. Jody, al beber de su copa, pensó en Beatrice durmiendo en casa de Simon encima de la alfombra. El veterinario había programado la operación de cadera. Sería la semana siguiente.

– Quiere que vaya ahora. Un mes más o menos.

Jody se volvió hacia Simon al oír su voz. Casi se había olvidado de que estaba ahí. Un mes. Beatrice estaría convaleciente dentro de un mes.

Simon la contemplaba. Pensó que estaba guapa, mirándole distraídamente, con la luz de las velas suavizando sus hermosos y alegres rasgos. Entonces sumisamente le sonrió con su alegre sonrisa, la que utilizaba para defenderse del mundo en general, y Simon empezó a enfadarse. ¿Entendía lo que le estaba diciendo? Parecía no estar escuchándole, mucho menos entendiéndole. Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que su falta de atención le resultaba refrescante. Apenas le presionaba, lo que le permitía acercarse a ella a su manera, a su lento ritmo. Qué agradable le parecía, qué tolerante e indulgente. Ahora se daba cuenta de que no había sido ni tolerante ni indulgente. Había sido… desatenta.

– Bueno, ¿y qué opinas? -preguntó.

– ¿Sobre qué?

– Jody, por el amor de Dios…

– Ah. Virginia.

– ¿Quieres venir conmigo?

Jody echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Interesante que dijera: «¿Quieres venir conmigo?». No preguntó: «¿Vamos?». Ni exclamó: «¡Venga, vamos!». Dijo: «¿Quieres venir conmigo?». Él iba a ir, y ella podía ir o no, como quisiera; ése era el sentido de la pregunta.

– Tengo que trabajar -contestó.

– Es cierto.

Jody abrió los ojos y le miró. Tenía vacaciones por Acción de Gracias. Él lo sabía. Entonces se le ocurrió que Simon no quería que ella fuera con él a Virginia.

– ¡Vaya! -exclamó ella.

Simon estaba harto de ella. Se le notaba mucho. Entraba en el dormitorio cuando ella estaba en la sala. Iba a la sala cuando ella estaba en el dormitorio. Cuando volvía de los cortos y dolorosos paseos con Beatrice, él levantaba la vista de lo que estuviera haciendo con una expresión entre la apatía y la pena.

En aquel momento se rascaba la barbilla, con la mirada perdida.

– ¡Vaya! -repitió Jody, moviendo la cabeza. Apenas podía creerlo. ¿Cuándo se había producido el cambio? Cuando ella no estaba mirando.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó fríamente-. ¿A qué viene ese «vaya»? Garden me ha invitado a ir en diciembre. Punto.

– Simon -empezó ella, tierna y enamorada de pronto-, no creo que sea fácil tener a dos invitadas como nosotras.

– ¿Qué pinta el perro en todo esto, Jody? Yo estaba hablando de otra cosa. Y lo sabes.

Hizo un gesto con la mano al camarero. Tenía mucho calor, como el otro día por la mañana. Tenía que salir a que le diera un poco el aire.

– Hace tanto calor -dijo, abanicándose infructuosamente con el cheque.

– Estás atravesando el periodo de cambio -explicó, soltando una breve y forzada risa.

Pero Simon no se rió.

– Cariño… -dijo. Alargó las manos hasta el otro lado de la mesa, le cogió las suyas a Simon y se las llevó a los labios.

Simon trató de sonreír. No quería estropear su cena de cumpleaños. Pero, se dio cuenta con una claridad terrible, tampoco deseaba estar en su cena de cumpleaños.

– Simon, no dejes de ir por mí.

– No seas ridícula.

Cuando llegaron a casa esa noche, Jody se arrodilló inmediatamente junto a Beatrice y la besó, la acarició y le susurró palabras tranquilizadoras. Al mismo tiempo, observaba a Simon pasear por la pequeña y abarrotada habitación. Era tan amable. Era tan atento. La quería tanto. Ésas eran las cosas que a menudo se decía a sí misma en un intento de convencerse a sí misma de casarse con él. Pero en aquel momento, mientras se repetía aquella letanía, pensó: sigue siendo amable, sigue siendo relativamente atento, todo lo atento que se puede ser cuando se vive amontonados de esta manera, pero ya no me quiere.

Simon ya no la quería. Al pensar en ello sintió que su amor por él crecía de tal manera que apenas podía respirar. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había permitido que sucediera? El hombre más amable, cariñoso y sexy la quería, le había pedido que se casara con él. Ella dudó, y ahora todo estaba perdido.

Acercó la cara a la del perro, pero mirando a Simon, que no dejaba de caminar de un lado a otro.

– Te compensaremos, Simon -aseguró-. ¿Verdad que sí, Beatrice?

Beatrice tamborileó con la cola sin ni siquiera levantar la cabeza.

– Tú y ese perro… -dijo Simon con resentimiento. Ya no parecía el más amable y cariñoso de los hombres.

Jody miraba fijamente la desgastada moqueta.

Simon se sirvió un vaso de bourbon, sin ofrecerle uno a Jody. Tampoco lo habría querido, pensó Jody, sin que viniera al caso. Pero es mi cumpleaños. Se sintió mal, casi mareada.

– Siento que no puedas venir a Virginia conmigo -dijo-, pero no voy a perder esta oportunidad. Voy a ir. Por supuesto, puedes quedarte aquí con el perro mientras estoy fuera si ella sigue teniendo problemas.

– ¿De verdad podemos? -Hizo un esfuerzo por sonreír-. Gracias -dijo débilmente.

Simon, claramente confundido por la tristeza con que respondió Jody, añadió:

– Y aunque deje de tener problemas. -Apuró el vaso y se sirvió otro.

La solterona Mientras sus vecinos interpretaban sus dramas personales tras las - фото 35

La solterona

Mientras sus vecinos interpretaban sus dramas personales tras las paredes de ladrillo y piedra caliza de los edificios, Doris estaba cada día más involucrada en su propia aventura, que era cada vez más de naturaleza pública. Había organizado un Equipo Operativo oficial de la Asociación de Residentes. Como había utilizado el dinero del reciclado de botellas para imprimir anteriores peticiones, Doris recurrió a sus propios recursos para pagar los nuevos folletos, montones de los cuales ella y sus seguidores distribuían por debajo de las puertas y los vestíbulos de los edificios del bloque. En los folletos, tipo panfleto en papel color crema, se describían las resoluciones tomadas por este nuevo organismo consultivo y la evolución de la campaña de SOS para el establecimiento de un horario libre de perros en el parque. A los paseadores profesionales de perros se les advertía que debían limpiar lo que los animales ensuciaran, bajo amenaza de multas y mala prensa si no lo hacían. A los vecinos que tuvieran perros se les informaba de las normas de la ciudad con respecto al uso de la correa y se les recordaba su deber cívico de refrenar a sus animales. Se hacía especial hincapié en los pit bull debido a su naturaleza violenta, y se transcribía entera la ley que los prohibía en Toronto. A los dueños de los restaurantes se les recordaba el reglamento sanitario de la ciudad, en el que se prohibía la entrada de animales en sus establecimientos. A los lectores se les informaba de que no estaban en París, y de que una brigada de ciudadanos preocupados efectuaría detenciones cuando fuera pertinente. Cualquier duda o queja debería dirigirse al ayuntamiento. La consigna, impresa de manera que recordara al revolucionario lema del estado de New Hampshire, rematado con una serpiente, era NO ME ORINES ENCIMA.

Hubo bastante discusión sobre las octavillas de Doris cuando empezaron a aparecer. Algunas personas advirtieron de que un misterioso hombre mayor con el pelo teñido de rojo que vivía en el bloque estaba rociando las aceras con matarratas para matar a todos los perros de la zona. Otras decían que el envenenador era una mujer de mediana edad que había pisado excrementos de perro de camino a una boda en una iglesia católica y, como nunca había perdonado al perro en cuestión, quienquiera que hubiese sido, había iniciado una venganza contra todos los perros del vecindario. Y aun otros, con serias dudas sobre el informe del veneno, estaban convencidos de que el alcalde estaba detrás de lo que ellos llamaban una violación de los derechos civiles. Algunas personas se ofendieron porque no se les hubiera pedido personalmente que formaran parte del Equipo Operativo de la Asociación de Residentes, mientras que otros estaban indignados porque se hubieran dejado folletos en los portales cuando había carteles en los que se rogaba que no se depositaran menús de comida para llevar ni cualquier otra clase de papeles allí. En general se prestó muchísima atención a la misteriosa aparición de anuncios, mucho más, me temo, que al contenido de los mismos. Los seguidores de Doris trataron de aclarar aquella confusión, tras lo cual hubo varias riñas entre vecinos, y al menos una pareja dejó de hablarse durante un periodo de tres días.

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