Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– Sí, me ha invitado -dijo Polly por fin.

– ¿Vas a ir?

– Sí.

Jody se echó a reír.

– Polly, lo decía en broma.

– Da igual -replicó Polly-. Voy a ir.

Los perros se turnaron para olisquear y mear en una esquina de la estatua a un soldado de la guerra civil. Era una locura que Polly fuese a la boda de Chris. Jody trató de encontrar algo que decirle en sus reservas de generalizaciones alegres y optimistas, pero lo único que se le ocurrió fue:

– Pero…

– Me llevo a George.

– ¿No a Everett?

Polly hizo una mueca.

– No sé -dudó-. Everett es tan…

¿Tan irónico y divertido?, pensó Jody, al recordar el comentario que hizo sobre los desperdicios flotantes aparecidos durante el primer deshielo. ¿Tan mordaz e ingenioso? Recordó las canciones que cantaron juntos durante el apagón. ¿Tan atractivo? ¿Tan tierno? Le recordó paseando de la mano con su hija, y llevando a Howdy al parque todo orgulloso.

– Viejo -dijo Polly finalmente.

Volvieron a casa. Everett era mayor comparado con Polly, eso era innegable, y sin embargo Jody estuvo a punto de discutírselo.

– A lo mejor él también se sentiría incómodo -dijo muy diplomática, pensó Jody.

– La gente siempre piensa que es mi padre. Así que supongo que está acostumbrado.

– ¿Lo estás tú?

Polly se quedó dándole vueltas.

– Supongo que estoy un poco harta.

– Que no es lo mismo que estar acostumbrada. Puede que él también esté harto -dijo Jody.

– Puede -respondió Polly-. No había pensado en ello de esa manera.

En esos momentos Beatrice cojeaba de modo inconfundible, y Jody perdió todo interés en Polly y en la boda de Chris, incluso en Everett. Se arrodilló junto a su perra y le cogió con suavidad la pata temblorosa.

– Beatrice -murmuró-. Oh, Dios mío, Beatrice.

La perra le arrimó el hocico a la mejilla y gimió de nuevo.

Polly dijo algo sobre coger un taxi, pero Jody, sin molestarse siquiera en explicarle que ningún conductor pararía a nadie con un pit bull de cuarenta kilos, la cogió en brazos y la llevó al veterinario dos bloques más allá.

– ¿Puedo ayudar? -preguntó Polly, siguiéndola, alargando los brazos de vez en cuando, como si hubiera algo que pudiera hacer.

Jody apenas la oía. Sentía que no podía pararse o dejaría de tener fuerzas para cargar con Beatrice tan lejos.

– ¡Ya sé! -dijo Polly-. Iré a buscar a Everett. -Y se dio la vuelta, arrastrando a Howdy tras ella.

Echó a correr hacia el apartamento. La imagen de Jody, tan pequeña y femenina, con el descomunal perro colgándole de los brazos, afectó mucho a Polly. Su propia impotencia le deprimía. Tenía que hacer algo. La idea del taxi era buena. Como era de esperar, nadie había colaborado. Es difícil ayudar a la gente cuando no quiere obedecer. Polly estaba frustrada, pero con la cabeza erguida. Siguió adelante. Howdy hacía cabriolas a su lado, volviéndose de manera irritante a mirar a Jody y a Beatrice, parándose, gimiendo.

– Vamos -ordenó, tirando de la correa, en voz alta y estridente, y un transeúnte, un chico guapísimo más o menos de su edad, le lanzó una mirada de desaprobación.

Métete en tus asuntos, pensó con crueldad.

– Vamos, Howdy -repitió con voz más amable, pero subrepticiamente. Cuando el chico ya no la veía dio otro tirón a la correa, aunque más suave.

Pensó que Everett estaría en casa a esas horas, y que él sabría qué hacer. Había descubierto que siempre tenía la frase adecuada. Seguro que tendría una para un perro enfermo.

Pero lo único que dijo fue:

– Pobre Jody -y se marchó apresuradamente, dejándole a ella la tarea de cepillar a Howdy por primera vez en varias semanas, sin preocuparse de si los mechones de pelo rodaban por la alfombra de Everett, y la brisa de la ventana abierta los dispersaba por todos lados. Cuando terminaba de cepillar una pata se la masajeaba, como si de esa forma pudiera proteger a su perro del dolor que afligía a Beatrice.

Mientras cepillaba a Howdy, los pensamientos de Polly pasaron de Beatrice y Jody a lo que se pondría para la boda de Chris. Se había decidido por un vestido que había visto en el escaparate de una tienda en el SoHo. George, su acompañante, no tenía traje, por supuesto. Ni tampoco le había dicho que iba a acompañarla; ni siquiera, a decir verdad, que había decidido ir. Quizá debería ir con Everett, después de todo. Seguro que le echaría un sermón por su disparatada idea, pero se le veía muy cómodo con traje, y tenía muchos, más cómodo que con su único par de vaqueros anticuados y poco favorecedores. Le había comprado un polo de fábula, pero lo único que se ponía él eran niquis de golf, que se metía bien por dentro. Quizá, después de todo, debería ir con George.

Se levantó y empezó a andar de un lado a otro de la habitación, preguntándose qué estaría pasando con la pobre y vieja perra de Jody. Everett había tenido el detalle de ir a ayudar. Se fue sin pensárselo dos veces, como un héroe, se dijo para sus adentros. Y sin embargo ella no podía verle como un héroe. Se lo representó de nuevo en la imaginación. Vestía un traje oscuro bien entallado y estaba a su lado cuando se lo presentaba a su ex novio. Y supo en ese instante imaginado y sin ninguna duda que nunca jamás podría llevar a Everett con ella a la boda de Chris.

Everett, mientras tanto, había salido corriendo del edificio, sin estar muy seguro de qué podría hacer para ayudar a Jody, ni de si su ayuda sería bien recibida. Cuando se acercaba a Broadway vio una pequeña multitud reunida en torno al Go Go Grill. ¿Estaban cantando? A lo mejor eran del coro de la iglesia de un poco más abajo de la calle. No tenía tiempo de pararse a averiguarlo y continuó apresuradamente con su dudosa misión, pero uno de ellos, una feligresa mayor con un ligero y elegante abrigo negro, cruzó la calle y le entregó un folleto.

Folletos religiosos. A Everett le dio un escalofrío. Tiró el papel doblado en una papelera en cuanto estuvo fuera de la vista de la mujer. Pero, como habréis imaginado, el folleto no tenía nada que ver con la religión y era, de hecho, una petición, la misma petición con la que Doris había amenazado al ayuntamiento en la funesta reunión a la que había asistido. «SOS», rezaba. «Por una calle más limpia». La demanda de una aplicación más estricta de la ley de recogida de excrementos estaba ahí, en enormes negritas. En letra más pequeña, redactado con inteligencia, pensó Doris, se pedía que se permitiera a los perros pasear sueltos por el parque, como les dictaba la naturaleza, pero sólo, en letra aún más pequeña, entre las doce de la noche y las seis de la mañana.

– Esto no es París -coreaban los manifestantes fuera del restaurante de Jamie.

Jamie ofreció unas botellas de agua al pequeño grupo, que estaba formado por diez personas incluida la propia Doris.

– No hemos venido aquí a cenar -dijo Doris, indicándole con un gesto de la mano que se fuera, aunque varios de sus seguidores aceptaron la donación. Era muy propio de Jamie, pensó indignada, proporcionar sustento a sus enemigos sin darse cuenta. La verdad era que Jamie no tenía límites. Doris había elegido el restaurante como telón de fondo para la concentración justamente por esa razón -su carencia de límites, pues permitía la presencia de perros donde los perros no debían estar-, así como por el hecho de que entrara y saliera tanta gente por sus puertas, por no hablar de que había vislumbrado a Jamie riéndose de ella, estaba segura, el otro día por la mañana, cuando pasó por allí con su bolsa de botellas desechadas y educadamente le hizo entrega de un folleto. Él estaba en la acera con sus dos perros, que empezaron a ladrar al pasar ella, y Doris claramente le había oído decir: «Shhh. Dejad a ese viejo e inofensivo gato en paz». Al mirar atrás y no ver a ningún gato en la calle, a nadie excepto a Jamie riéndose entre dientes, Doris sólo pudo conjeturar que el viejo e inofensivo gato en cuestión era ella, y eso, se dio cuenta, la había ofendido, y las ofensas, había descubierto hacía mucho tiempo con respecto a sí misma, no se perdonaban, se vengaban. No le gustó que la llamaran gato, mucho menos que la llamaran vieja, y lo que menos de todo que dijeran de ella que era inofensiva.

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