Los niños salieron de la sala de música, algunos dando saltos; uno de ellos, un crío con oscuros rizos pelirrojos, se detuvo a besarle la mano antes de salir corriendo para alcanzar a sus amigos.
Claro que le gustaba tener admiradores. ¿Y a quién no? Pero ¿significaba eso que debía casarse con Simon? Colocó las sillas y metió la partitura en el bolso. Aunque ya le había dado a Simon una respuesta, ella seguía haciéndose esa pregunta. Sabía que si quisiera casarse con alguien, era poco probable que encontrara mejor marido. Era cariñoso y honrado. Y sexy. Y era ordenado también, quizá un poco demasiado ordenado, así como un poco demasiado acostumbrado a vivir solo. Ella también, en realidad. Pero seguro que lo resolvían. Dos hijos únicos en el centro de sus respectivos mundos. Trató de imaginarse viviendo con Simon en el apartamento de él. ¿Se sentaría en su sillón de cuero? ¿Beatrice y ella se… acomodarían en el suelo, a sus pies?
Puedes llevarte una silla de casa -se dijo a sí misma, olvidándose de que el apartamento de Simon sería entonces su casa.
Esa noche, acostada en la cama de Simon, le observó dormir. Últimamente volvía a tener insomnio, y aún no se le había ocurrido cómo sobrellevarlo cuando estaba en casa de Simon. La ventana estaba cerrada, como a Simon le gustaba que estuviera, y hacía mucho calor en la habitación. Sentía las sábanas ásperas y arrugadas. No podía encender la luz y leer, porque le despertaría. Pero Simon parecía muy tranquilo y ella se emocionó, aunque se recordó a sí misma que la gente siempre tiene aspecto tranquilo cuando duerme, incluso gente terrible. Probablemente Stalin parecía un ángel cuando estaba dormido, si es que los ángeles tenían grandes, poblados y negros bigotes, que ella suponía que no.
Sacó una mano y le acarició la cabeza a Simon. Aún no se había acostumbrado al placer, a la seguridad de tener un hombre a su lado.
– Realmente debería casarme contigo -susurró.
Simon se removió.
– ¿Qué hora es? -preguntó.
– Las tres.
– ¿Por qué no estás durmiendo?
– Estaba pensando -dijo, sorprendida, como le ocurría a menudo, de su tono risueño.
– Ah… -Y volvió a quedarse dormido.
A la mañana siguiente, Jody le miró atentamente, recordando ese momento anterior al amanecer en que supo que debía casarse con él.
– ¿Sigues pensando en que nos casemos? -preguntó-. ¿Todavía?
Simon, que estaba abriendo el periódico, se quedó parado. Lo sostuvo, extendido en el aire, como quien sostiene un mapa, como quien está perdido, pensó Jody.
Por supuesto que había estado pensando en el matrimonio. Estaba pensando en ello en ese momento, pero lo que estaba pensando era que quizá, después de todo, Jody tenía razón. Habían pasado una noche maravillosa. Tendrían un desayuno íntimo. Después ella y su enorme perro, que estaba olisqueándole los pies descalzos con un interés de lo más inoportuno, se irían a casa y le dejarían a él con sus solitarios y masculinos abdominales, su ducha, su afeitado. Simon disfrutaba de estas actividades privadas, y parte de su disfrute, se dio cuenta, radicaba en que eran privadas. Si estuvieran casados, pensaba, ella estaría allí, sonriente y alentadora, mientras él hacía sus ejercicios. Esperaría, con paciencia y buen humor, su turno en la ducha y en el lavabo. En todos los aspectos sería cariñosa, dulce y agradable, pero estaría ahí, como una intrusa.
– Un poco -respondió, alisando el periódico para ocultar su confusión.
– Yo también.
Jody acercó su silla a la de él. Simon percibió su fresco olor a jabón. Qué guapa estaba, incluso por la mañana. Entonces se rascó la cabeza con bastante violencia, lo que a Simon le recordó a Beatrice, que estaba tumbada a sus pies. Jody se deslizó y se le sentó en el regazo. El aliento de Jody olía a café, y Simon pudo apreciar también el olor rancio y acre de después del sueño. Tenía calor y se sentía incómodo. El radiador empezó a sonar. ¿A quién se le había ocurrido poner la calefacción? Ni siquiera estamos en… noviembre.
– Noviembre -dijo en voz alta.
– Noviembre -repitió Jody, sin prestar mucha atención. Estaba mirando en el periódico un artículo sobre el calentamiento global.
– Hace mucho calor -dijo, extendiendo los brazos hacia delante, a ambos lados de ella, para subirse las mangas no sin dificultad. Le gustaba que su apartamento estuviera caldeado, pero aquello era imposible. Tendría que hablar con su casero-. Hace demasiado calor.
Jody asintió sin más.
– Pronto se morirán todos los peces.
Simon notó que tenía problemas para respirar. Trató de aspirar profundamente. Empezó a toser.
– ¿Quieres agua? -preguntó Jody. No parecía esperar una respuesta.
Simon la empujó con delicadeza para que se levantara de su regazo. Ella se deslizó a un lado llevándose el periódico.
– Lo siento -dijo él.
– Mmmmm -murmuró Jody, aún absorta en el artículo.
Simon se puso de pie.
Mientras leía, Jody pasó distraídamente un dedo por el plato, recogiendo las migas de las tostadas. Beatrice alzó la cabeza y parecía mirar directamente a Simon, con ojos tristes. Simon se volvió con sentimiento de culpabilidad.
– ¿Por qué hace tanto calor? -dijo.
Trató de abrir la ventana de la cocina, que se resistía con tantas manos de pintura antigua como tenía; tiró violentamente hasta que se abrió, dejando que entrara una ráfaga de fresco aire otoñal.
– Mucho mejor -afirmó, contemplando el terroso jardín sin flores.
No muchos días después, Jody y Polly caminaban con sus perros hacia Central Park. Beatrice aún cojeaba de vez en cuando. Jody la observaba con cierta preocupación.
– Está fenomenal -dijo Polly-. Mírala. Tienes que reconocer que está mucho mejor.
Aunque el comentario de Polly sonó, para no variar, como una orden, y aunque era una orden que Jody habría obedecido encantada, ella notaba, sin embargo, que Beatrice se apoyaba más en la pata trasera. No dijo nada, pero estaba descorazonada, y el aire vigorizante y la brisa juguetona parecieron desaparecer. No soportaba la idea de que Beatrice sufriera. Howdy retozaba junto a la vieja perra blanca, luego echó a correr unos metros por delante y se giró a ladrar, invitándola a jugar. Beatrice caminó tristemente por delante del enorme cachorro. Jody sabía que algo malo pasaba.
Por delante de ellas, Jody vio a una señora mayor, incongruente con un abrigo corto de tafetán negro, arrastrando una bolsa de basura negra a juego y mirando la acera fijamente. Jody pensó que había algo en ella que le resultaba vagamente familiar. Quizá el color melocotón anaranjado del pelo, tan poco natural.
– Polly -susurró-. Creo que ésa es la señora que me acosa.
Observaron que la mujer alargaba el brazo para recoger una botella de cerveza, vertía los restos del contenido y la echaba en la bolsa con diligencia.
– ¡Qué asco! -exclamó Polly-. ¿Qué está haciendo?
Jody cruzó la calle, indicando a Polly que la siguiera, escabullándose de la mujer naranja para camuflarse en el parque.
– Chris se casa dentro de dos semanas -dijo Polly mientras atravesaban la entrada-. Y también la ex mujer de Everett. ¡En el mismo día!
– ¿En serio? Podéis consolaros el uno al otro.
– Everett está un poco alicaído, creo. No es que lo diga él, pero, ya sabes, se adivina.
– ¿Y tú? ¿Con respecto a Chris?
– Odio a ese cabronazo, eso es todo.
– Eso es todo.
– Me ha invitado a su boda. ¿Te lo puedes creer?
– No, la verdad es que no.
– Pues sí, lo ha hecho.
Siguieron andando en silencio. Las hojas sonaban alrededor de sus pies como un susurro.
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