La CIA… O a lo mejor no era un clon. Ni siquiera un chucho, sino de una raza poco común, que valía una fortuna, y la rubia venía a reclamarlo como lo único que había heredado de… ¿su padre?, ¿un tío? Un primo lejano… Sacó su teléfono móvil y llamó a Polly. -El hombre que vivía en tu apartamento, el que se suicidó, no tenía parientes, ¿verdad? ¿Era algún científico? ¿Era coreano?
– ¿Por qué lo sacas a relucir? ¿Por qué todo el mundo tiene que sacarlo a relucir?
En aquel momento una rubia alta entró por la puerta, y George supo inmediatamente que se trataba de la rubia que le buscaba la noche anterior.
– No importa -dijo, y colgó.
Mientras George miraba a la rubia cruzar el restaurante, Everett estaba sentado a la mesa de su cocina. Estaba preparándose un martini cuando le llamó Emily.
– Voy a casa el mes que viene -dijo.
– Ya lo sé.
– A la boda de mamá.
– Muy bien.
– Me gustaría que vinieras.
– ¿No crees que sería un poco violento? -objetó Everett.
– Creo que todo el asunto es un poco violento y que deberían vivir en pecado.
Everett colgó, guardó la botella de ginebra y se fue al otro lado de la calle a cenar y a beber algo, con la esperanza de ver a Howdy. Polly le había llamado para decir que estaba cansada por el desfase horario y que se iba a dormir. Parecía irritada y de mal humor y Everett no lo puso en duda, aunque realmente se trataba de un viaje corto, no era como si hubiera regresado de Hong Kong. Y él ya echaba de menos a Howdy. A lo mejor George había llevado el perro al trabajo. Simon y Jody también se dirigían al restaurante. Habían dejado a Beatrice en casa, pues seguía teniendo molestias en la pata. Simon se mostró menos comprensivo de lo habitual, sencillamente porque no se le había informado al momento de la dolencia del perro.
– Se pondrá bien -dijo, cuando Jody se puso a mimar a la perra en el momento de marcharse. Ella le lanzó una mirada que le hizo desear no haber abierto la boca. Entonces se agachó y dio a Beatrice un beso de despedida con la intención de compensar su frialdad. Jody sonrió y él la besó también.
– He pensado mucho en… -Jody hizo una pausa, claramente azorada-. En tu… proposición.
Qué extraño sonaba, dicho de esa manera, una proposición, una modesta proposición, como si hubiera sugerido a Jody que se comiera a sus hijos.
– Me gustan las cosas tal y como están -dijo-. De momento.
A veces Simon pensaba que a él también le gustaban las cosas tal y como estaban. A veces se había preguntado qué haría si Jody le aceptara. Desde que le había pedido que se casara con él se había fijado en ciertos aspectos que estaba convencido de que le molestarían una vez que estuvieran casados, aspectos en los que ni siquiera había reparado antes. La forma en que dejaba el abrigo en la silla, las migas de pan en la mantequilla, su gusto por la música antigua. Sin embargo, cuando la miró en aquel momento mientras paseaban por la calle, sus rápidas pisadas y el pelo alborotado por el viento, cuando ella le miró y le sonrió tímidamente, y le cogió de la mano, quiso estar siempre con ella, quiso poner él mismo migas de pan en la mantequilla, rebanadas enteras de pan, barras enteras, si fuera necesario.
– Vamos a casa -dijo, dominado repentinamente por el deseo.
Jody sonrió con aquella particular sonrisa que él conocía y adoraba. Sin decir una palabra, se volvieron y desanduvieron lo andado.
Jody estaba acostada en la oscuridad al lado de Simon, que se había quedado ligeramente dormido. Era feliz y tenía hambre. Qué agradable era tener sentimientos tan inequívocos: felicidad, hambre. Beatrice estaba echada sobre una alfombra junto a la cama, dormida también. ¿Por qué no podía ser siempre así? El matrimonio lo estropearía, añadiría demasiado peso sobre el suave y ligero tejido de su tiempo con Simon, lo reduciría a diminutos y andrajosos pedazos. Estaba segura. Pero ¿por qué? Ella siempre había pensado que quería casarse. Desde luego, siempre había querido tener niños. Pero, de alguna manera, llegado el caso, lo único que de verdad quería era estar acostada en la oscuridad, como en aquel momento, con Simon a su lado. ¿Qué había de malo en ello?
Tal vez no hubiera nada de malo, pensó Jody al cabo de un rato, pero lo cierto es que estoy completamente despierta y preocupada. Le preocupaba herir los sentimientos de Simon. Le preocupaba, sencillamente, que estuviera cometiendo un error. Le preocupaba que tuviera hambre y le preocupaba que estuviera engordando. Y como estaba preocupada dio una vuelta en la cama y luego otra y entonces empezó a preocuparle que acabara despertando a Simon. Con mucho cuidado, se levantó y se llevó el teléfono al baño. Llamó al pequeño puesto de tacos y pidió medio kilo de fajitas de pollo. A Simon le gustaban. Y sobraría para el día siguiente. Cuando colgó, como no podía encender las luces del estudio-apartamento sin despertar a los que dormían, pensó que bien podría darse un baño.
Echó sales de baño y esperó a que se llenara la bañera, disfrutando del vapor. Se deslizó dentro del agua y cerró los ojos y pensó: sí, quería que todo siguiera como estaba.
Simon se había despertado en el instante en que ella se levantó de la cama, pero se quedó donde estaba, sin moverse, saboreando la quietud de la casa de otra persona. Era diferente de la quietud de su apartamento. Oyó que corría el agua del baño. Imaginó a Jody sumergida, con sólo la cabeza y la punta de las rodillas sobresaliendo por encima del agua lechosa. El olor de las sales de baño llegaba hasta la habitación. Qué misteriosas eran las mujeres. Perfumadas, testarudas e insondables. Ella era tan hermosa, tan suave, tan dura de corazón. Estaba enfadado y herido, y estaba saciado y henchido de amor, todo a la vez.
Ella le había rechazado. Trató de tergiversar sus palabras para darse esperanzas. Dejemos las cosas como están. De momento. Eso tal vez dejara algún margen, pero poco se parecía a la rotunda adhesión a sus planes de matrimonio que él esperaba. ¿Por qué no quería casarse con él? ¿Qué más le daba a ella? Seguiría teniendo su trabajo y su perro. Seguiría durmiendo a su lado todas las noches, seguiría haciendo el amor, tocando el violín. No entendía qué era lo que no la dejaba entregarse del todo, y cada vez estaba más enfadado.
Pensó en llamar a su compañero universitario de habitación. Aún podía irse a Virginia. Después de todo era sólo un mes. Jody seguiría donde siempre cuando él volviera, en su pequeño apartamento con su enorme perro y sus jabones perfumados. Quizá habría cambiado de opinión para entonces. Quizá ese «de momento» habría terminado.
Jody cerró los ojos y apoyó la cabeza en el frío esmalte. Ojalá Simon se despertara y se uniera a ella. Sería muy romántico. Se lo figuró abriendo la puerta, con el vapor rodeando su cuerpo desnudo. Se metería en la bañera, se introduciría en el agua… y no habría sitio para mí, pensó Jody, imaginándose el agua derramada por el suelo, el enredo de rodillas y codos, de incómodas y resbaladizas extremidades. Y se preguntaba si así sería el matrimonio: dos personas desnudas en la bañera mientras se enfriaba el agua.
Simon llamó a la puerta.
– Tengo que marcharme -dijo suavemente.
Jody abrió la puerta con un pie. Él estaba vestido. Se inclinó a besarla.
– No te preocupes -dijo ella, sin saber muy bien por qué.
– ¿Preocuparme? No. No me preocuparé.
Sonó el timbre del interfono y Simon esperó en la puerta a que el repartidor subiera las escaleras. Ver a Jody en el baño le había ablandado el corazón.
– Coge dinero de mi bolso -gritó Jody desde el baño, secándose rápidamente.
Читать дальше