Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– Sí -dijo finalmente-. Yo he adiestrado al perro de Laura.

Alexandra se sentó y le miró de manera que daba lástima.

Está desconsolada, pensó George, y la misma palabra, desconsolada, le puso triste e hizo que quisiera ayudarla. Además, George tenía que reconocer que le gustaba tener ahí a su antigua jefa implorando su ayuda. Así que esperó una fracción de segundo más de lo que solía, disfrutando de aquel desacostumbrado sentimiento de superioridad y poder, pero al final a George le pareció que tenía que decirle a Alexandra que aunque casualmente había ayudado a Laura con su perro, él no era un adiestrador de perros.

– No tengo experiencia ni referencias.

– No me importa. Ya he probado con tres adiestradores. Con experiencia y referencias.

– Podría ayudarte a encontrar a alguien, quizá.

– ¿Para qué? -replicó-. El veterinario me ha dicho que lo sacrifique. Sólo pensaba intentarlo una última vez.

George, con su afición a los gestos caballerosos, gestos que normalmente eran evidentes sólo para él, oyó el inconfundible sonido de la trompeta que le llamaba a entrar en liza, y estaba deseando responder. Pobre y encantadora Alexandra. Le cogió la mano.

Al hacerlo, la miró a los ojos y supo que el sufrimiento de la pobre y encantadora Alexandra era demasiado real para su fantasía caballeresca. Aquello no era un torneo medieval con cabriolas de caballos. Aquello no era un asunto de gestos y maneras. Aquello era sufrimiento y dolor, y George comprendió que le atraían menos el sufrimiento y el dolor de una dama que abrirle la puerta o alcanzarle una copa de vino.

Estaba también el asunto de la misma Alexandra, una mujer fría y dura donde las hubiera, alguien que le había hecho la vida imposible y que había disfrutado con ello, que le había humillado a la menor oportunidad. Pero allí estaba, prácticamente rogándole que la ayudara.

Parecía tan triste y vulnerable, enjugándose las lágrimas con una servilleta de cóctel… George sintió que le invadía esa actitud protectora que normalmente reservaba para Polly.

Pensar en Polly le recordó a Everett. George se volvió a mirarle, pero Everett estaba absorto, fascinado, aparentemente, con sus tortellini.

– Quédate -dijo George a Alexandra, cogiéndole la otra mano-. Quédate y come algo. Luego podría ir a conocer a Jolly. ¿Qué te parece si te echo una mano mientras buscamos a un verdadero adiestrador de perros?

La mirada que Alexandra dirigió a George, una mirada limpia y abierta llena de esperanza, no le pasó inadvertida a Everett, aunque él seguía sin levantar la vista de su plato de pasta. Imagínate a alguien mirándote de esa manera, pensó, no sin envidia.

Everett oyó a Alexandra pedir el pudin de pan. Buena elección, le daban ganas de decir. El pudin de pan era delicioso y reconfortante a la vez.

– Ya he cenado en el centro -le decía a George.

– ¿Sigues trabajando ahí?

Ella asintió con la cabeza.

– Perdona que fuera tan borde, pero es que tú eras un desastre de camarero. ¿Qué esperabas que hiciera? -saltó Alexandra de repente.

Ante eso, Everett no pudo por menos de mirar a George. George siguió tan inmutable como si Alexandra le hubiera pedido otra copa de vino, que era lo que de hecho le estaba sirviendo.

– Supongo que se te dan mejor los animales -añadió Alexandra indecisa.

Pero yo en realidad hablaba de amor Tal vez se estén preguntando qué sucedió - фото 33

«Pero yo en realidad hablaba de amor»

Tal vez se estén preguntando qué sucedió con Doris y sus planes de reforma canina. Pues bien, la reunión del ayuntamiento no tuvo el éxito que Doris esperaba. De hecho, hubo quienes, después de resoplar con incredulidad, empezaron a atacarla con lo que a ella le pareció un malsano, casi psicótico, bombardeo verbal. Realmente eran muy ofensivos, aquellos conciudadanos, pero Doris permaneció con la cabeza alta hasta que se llamó al orden y se calmó el barullo.

– Es un grito de socorro -murmuró entonces, moviendo la cabeza tristemente ante ese escandaloso comportamiento-. Luego, más alto, con firmeza-: Alguien tiene que establecer los límites. -Mel, se fijó, estaba más callado que un muerto, y viendo la reacción de los demás en la sala, no podía culparle. La política es la política, pensó, pero también el deber cívico era el deber cívico, y con los hombros hacia atrás (se había decidido por un clásico traje de chaqueta Chanel y en aquel momento se sintió animada por el sencillo y elegante corte de su pequeño traje azul marino), sonrió pacientemente, le guiñó un ojo a Mel, y terminó su presentación declarando que no podía ignorarse una petición, que el pueblo se haría oír, y que ella volvería en un futuro con las suficientes firmas de ese pueblo para sacudir a los poderes que sean de sus cómodos pedestales de ignorancia y prejuicios.

– ¡Esto no es París! -exclamó al sentarse, con el puño levantado en un gesto de desafío a aquella ciudad de aceras llenas de suciedad perruna, y no hubo nadie que discutiera ese punto.

Además tenía un pequeño grupo de auténticos adeptos en el barrio. Efectivamente son pocos los ciudadanos que adoptarían una actitud contraria a las aceras limpias o a favor de los excrementos en las calles. Incluso los que tenían perros, que culpaban de las cacas esporádicas a los paseadores profesionales, simpatizaban con las ideas de Doris de hacer cumplir las leyes sobre la recogida de excrementos. Sus esfuerzos por mantener limpias las aceras no habían pasado inadvertidos y eran valorados. Si sus seguidores no estaban enterados de sus propuestas más extremistas, pensó, al menos habían empezado a mostrarle su agradecimiento cuando la veían haciendo la ronda, así que, incluso después de su infructuosa y desagradable reunión, Doris tenía plena seguridad de que la victoria estaba próxima.

Huelga decir que Jody, dispuesta siempre a limpiar lo que ensuciara su perro, no formaba parte del grupo de seguidores de Doris. Para Jody, la cara anaranjada, el turbador puño levantado y el enorme monovolumen blanco eran hostiles y ajenos, apariciones recurrentes y amenazadoras en su agradable y amistoso barrio. Y realmente su barrio había resultado ser de lo más amistoso, pensaba Jody una tarde mientras movía su batuta arriba y abajo, arriba y abajo, y escuchaba a los niños del colegio formados ante ella. No era un grupo muy dotado, estos pequeños de jardín de infancia, pero eran muy formales, y sus caritas tenían una expresión casi cómica. El primer grupo de niños al que enseñó ya estaba en el último año de universidad. Llevaba diecisiete años haciendo ese trabajo. Resultaba inquietante pensar en ello. Pero ¿por qué era inquietante? Después de todo era una mujer de treinta y nueve años. Cumpliría cuarenta dentro de una semana. Entonces, verdaderamente, sería una solterona. Cuándo, se preguntaba, dejaría de pensar en sí misma como si tuviera diecisiete años y empezaría a aceptar no sólo que era una persona adulta, sino que lo era desde hacía el tiempo suficiente para llevar diecisiete años trabajando como una adulta, para tener una vida entera a sus espaldas.

– Tengo un burrito que se llama Sal… -cantaba con los niños, exagerando el movimiento de los labios para ayudarles a recordar las palabras.

Una vida no muy distinguida, tampoco. No había triunfado como músico, al menos no se ganaba la vida como intérprete. Pero eso era algo que nunca le había importado. Mientras pudiera tocar, sería feliz. Y enseñar tenía sus alegrías. Que te adoren no es algo desdeñable. Los niños siempre la habían adorado. Y ahora Simon la adoraba.

– ¡Muy bien! -dijo alegremente.

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