Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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Jody supo enseguida que el Equipo Operativo de la Asociación de Residentes era la mujer que la vigilaba desde el monovolumen blanco. Y si no lo hubiera adivinado antes, un cartel colocado en la ventanilla del monovolumen, impreso en papel color crema idéntico al de los folletos, le habría dado una pista: POR FAVOR, EVITE QUE SU CAN ORINE EN MI COCHE, AL FIN Y AL CABO MI COCHE NO SE ORINA EN SU CAN.

Como tampoco le había pasado inadvertido a Jody la mención a los pit bulls, y ella seguía llevando a su enorme perro blanco a orinar en el enorme coche blanco, si acaso incrementó la frecuencia de esas visitas. Iban a última hora de la noche o de madrugada. Pronto el coche se convirtió en el lugar favorito de Beatrice para mear por pura costumbre. Siempre que estaba aparcado en algún lugar de la manzana, Beatrice se dirigía a él y se agachaba. Jody le enseñó a mear siempre en el lado del conductor, dejando un charco reluciente y acre, un ritual que era una de las pocas cosas que hacían feliz a Jody en aquellos días. Beatrice apenas podía andar. El veterinario había empezado a operar, pero se encontró con que estaba invadida por un cáncer. La cirugía era inútil. Beatrice tenía los días contados, y le quedaban muy pocos.

Jody y Beatrice siguieron viviendo en el bajo de Simon, y Jody le estaba muy agradecida por ello. Pero Simon se encontraba ausente. Se había ido a Virginia tal y como había decidido, y Beatrice iba a pasar sus últimos días con la única persona que de verdad le importaba. La primera noche después de que Simon se marchara hubo momentos en que Jody sintió que, de la misma manera, Beatrice era lo único que le importaba, pero hubo otros momentos en que recordó alguna tarde con Simon, o alguna noche, o la forma en que la miró una mañana en que el sol entraba por la ventana y daba en la cama, y supo que Simon también significaba algo para ella. Y se había ido.

Se le hacía insufrible estar alejada del perro y volvía corriendo a casa desde el colegio todos los días. Una tarde, cuando Simon llevaba justo una semana fuera, Jody llevó a Beatrice a lo que se había convertido el paseo en aquellos días. Llegaban a la puerta, caminaban despacio por la acera hasta que divisaban el monovolumen blanco, luego Beatrice hacía lo que tenía que hacer, y con mucho trabajo regresaban a casa, donde Beatrice se dejaba caer pesadamente en el suelo y se quedaba dormida. Jody pensó que ése sería un buen momento para acercarse a su casa a coger el correo, ropa limpia y unas sábanas decentes. Era un hermoso día de otoño, el aire limpio y luminoso, pero ella se alegraba de entrar en el sombrío vestíbulo. El sol había empezado a deprimirla. Siempre le habían dicho que era una persona resplandeciente. Desde que Beatrice había enfermado y Simon se había largado casi hasta odiaba que brillara el sol.

Cuando giró la pequeña llave y abrió la puerta de la cajita metálica vio que había una carta de Simon. Siempre le alegraba encontrarse con correo personal. Y echaba de menos a Simon más de lo que había imaginado. Se preguntó por qué no se la habría enviado a la dirección de él. Cogió la carta con ternura. Era la primera carta de Simon que recibía. Subió las escaleras y entró en su pequeño apartamento. Qué bien se está en casa, pensó, sentándose en la cama. Aunque el ambiente estaba bastante cargado. Se levantó y abrió la ventana. Se apoyó contra la ventana, recordando cómo se sentaba allí a hacer punto, pendiente de si veía a Everett. Abrió la carta de Simon.

Hablaba mucho de caza. Dedicaba varios pasajes al espléndido tiempo que hacía. Contaba dos anécdotas sobre unos jinetes ricos e inexpertos que eran demasiado para él. Había un párrafo en el que le preguntaba por la salud de Beatrice y le relataba la experiencia de un miembro del grupo de cazadores cuyo perro había recibido quimioterapia y se había recuperado.

Y, por último, al final de la carta, como si hubiera estado preparando el terreno para ello, Simon le decía que la echaba de menos. Le decía lo mucho que la quería, cómo había cambiado su vida desde que la conocía, cómo su existencia se había enriquecido con ella a su lado.

Jody llegó a esa parte y sonrió, imaginándose a Simon con sus altas botas negras y su fino abrigo de montar. ¿Cuál de ellos? ¿El negro con los botones especiales? ¿O el rojo brillante que se había comprado recientemente de segunda mano? Él estaba muy orgulloso de los dos.

Su vida era más rica, continuaba la carta, pero ¿significaba eso que él era más feliz? Había llegado a la conclusión de que no. Tal vez él no estuviera hecho para tener una vida tan rica emocionalmente. Siempre había sido reservado. Ya no era joven, y resultaba difícil cambiar viejos hábitos, enseñarle a un perro viejo nuevas destrezas.

Jody sin querer pensó en Beatrice al leer aquello. Beatrice había aprendido muchas cosas de mayor. ¿O no? Quizá ya las sabía de antes, y Jody sencillamente le había recordado cómo acudir cuando la llamaban, cómo sentarse y quedarse quieta y dar la patita.

Jody estaba tan llena de vida, continuaba la carta de Simon. Pero él, Simon, se había dado cuenta de algo mientras habían vivido juntos las últimas semanas.

«Soy una vieja soltera», escribió Simon. Soy una quisquillosa e intolerante soltera. Soy una solterona, y me gusta ser así.

Solterona, pensó Jody. De pronto detestaba la palabra. No era una palabra serena y simple, como ella creía. Era una palabra egoísta, constreñida y fea. Simon se había llevado su palabra y la había cambiado. Se lo había llevado todo y lo había cambiado. Y ella se lo había permitido.

Seguía diciendo lo mucho que sentiría haberle hecho daño, pero que tenía la impresión de que su relación había ido demasiado deprisa, y se había intensificado con demasiada rapidez.

– ¿Y de quién era la culpa? -gritó Jody con voz ronca, porque estaba llorando.

Por eso, escribió Simon, le parecía que debían aflojar el ritmo. Por aflojar el ritmo, Jody se dio cuenta a medida que siguió leyendo, él quería decir dejarse de ver completamente.

De hecho, escribió Simon, estaba pensando quedarse en Virginia. Garden le había ofrecido un trabajo como jefe de personal en su bufete de abogados. El sueldo era mucho mejor que el de su actual trabajo, vivir allí era más barato y podría cazar todo el año, sobre todo porque Garden le había ofrecido la posibilidad de alquilar la casa de campo durante dos años. Divagaba sobre la lesión de espalda de la mujer de Garden -gracias a Dios no era nada serio, escribía; gracias a Dios, pensó Jody distraídamente- y la generosa petición de ésta de que montara a su yegua para cazar esa temporada. Entonces pareció recordar cuál era el propósito de la carta, y decía que estaba seguro de que Jody entendería que no podía desaprovechar esa oportunidad. Que siempre la recordaría. Que le había cambiado la vida y le había dado el valor de cambiarla aún más.

Firmaba la carta: «Tuyo, Simon».

Jody volvió al apartamento de Simon aturdida de rabia. Se dio cuenta de que se había dejado la ventana abierta, pero no volvió. ¿Qué más daba? Lluvia, viento, nieve o ladrón…, que vengan si quieren. Había apartado de sí al único hombre con el que casi había querido casarse.

Polly fue a la boda de Chris sin George y sin Everett, pues pensaba que era un desafío que debía afrontar ella sola, como un joven indio americano con espinas atravesadas en los pezones, atado a un poste por una cuerda, bailando y cantando toda la noche. Se puso el vestido más sexy que podía llevarse a una boda, se hizo la manicura, cogió un tren y se encontró con una boda tan aburrida como cualquiera de las otras a las que había asistido. La única boda de la que se podía disfrutar era la propia, o eso solía decirle a Chris cada vez que se veía obligada a hacer de dama de honor con otro espantoso vestido, y se creía muy lista. Aún se creía muy lista, pero eso no la ayudó a sobrellevar el tedio de la felicidad ajena, en particular de la de Chris. Su ex novio estaba guapísimo, lo cual le hizo ser muy consciente de la pena de haberle perdido. Las damas de honor iban de morado y el corazón se le fue con ellas. Se sentía como una extraña, lo que siempre resultaba incómodo. Sólo había uno o dos amigos de cuando ellos vivían juntos, pero, Polly se dio cuenta, eran amigos de Chris realmente, no suyos. Parecían sorprendidos de verla y le pidieron un baile, después desaparecieron. Era una extraña, ciertamente. Pero al menos soy una extraña en tierra extraña, pensó, pues un contingente de la boda parecía estar formado por guapísimas mujeres de uno ochenta de estatura con brevísimos vestidos, y otro por pálidos hombres con barbas irregulares y sombreros negros. Cuando Polly lo comentó con uno de los invitados, un antiguo compañero de hermandad universitaria que siempre le había gustado, éste dijo:

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