Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– Sí -dijo Doris sumisamente.

Harvey había permanecido a su lado en silencio. Pero en aquel momento habló:

– Doris ha puesto en ello todo su empeño. -Sonrió a su esposa, le dio un tranquilizador apretón en el brazo y se fue a ver los resultados de los partidos.

Doris le miró marcharse al tiempo que Natalie le pasaba a Fredericka y le explicaba que el perro era un pomeranio taza de té y de hecho cabía en una taza de té, aunque no en una de tamaño tradicional, sino en una de esas para café latte que usaba la gente hoy en día.

Doris apenas la oía. Aún estaba conmocionada por el terrible malentendido que casi se había entendido. Harvey la había protegido. Como un caballero andante, había defendido su honor y guardado su secreto.

Natalie estornudó y volvió a poner a Fredericka en el bolsillo de su delantal, cambiando al perro por un kleenex.

– ¿No está guapo Harvey esta noche? -preguntó Doris cuando su medio calvo marido se alejó con aquella familiar manera de andar, encorvándose y arrastrando los pies.

– ¿Harvey? -dijo su hermana, un poco sorprendida, sonándose la nariz.

– Sí -respondió Doris suavemente, casi con devoción-. Harvey.

No me refiero sólo al perro El sol parecía haberse rendido casi por - фото 40

«No me refiero sólo al perro»

El sol parecía haberse rendido casi por completo, apenas molestándose con los cortos días de invierno. Uno de esos sábados invernales, Polly y Laura caminaban bajo el triste, plomizo y grisáceo cielo, de regreso de una excursión de compras por el Lower East Side. El aire era frío sin ser tonificante. Anónimas figuras arrebujadas se pasaban unas a otras con fantasmal presteza.

– Así sería el infierno si en el infierno no hiciese calor -dijo Polly-. O helaría. Si el infierno fuera sencillamente… desagradable.

Laura no se molestó en contestar, pero a Polly no le importó. Estaba contenta con su formulación y sonreía para sí misma, lo cual pudo ser la razón por la que pasó delante de Jody sin reparar en ella.

Jody vio a su joven amiga a media manzana de distancia y estuvo a punto de saludarla, llegando a agrandar los ojos y a abrir la boca de la forma en que lo hacemos antes de pronunciar un hola, pero al darse cuenta de que Polly no la había visto, se relajó, cerró la boca y siguió su camino. Se había visto obligada a asistir al concierto de un violonchelista antiguo amigo suyo, y, sintiéndose culpable, se apresuraba a volver a casa con Beatrice.

Incluso antes de abrir la puerta, supo que la perra estaba muerta. Algo faltaba cuando giró la llave, unas viejas patas que se arrastraban, un tintineo de chapas…, una bienvenida. Encontró a Beatrice tendida en su nueva cama para perros, con su enorme cabeza sobre las patas delanteras. Tenía los ojos cerrados. Jody se tumbó en el suelo a su lado y sollozó.

Pasó días sin salir del apartamento. Alguien del veterinario fue a llevarse el cuerpo de Beatrice, pero Jody se quedó. Everett llamó varias veces para preguntar por Beatrice, pero ella no cogió el teléfono, dejándole que hablara con el contestador. Llamaron sus padres y se vio obligada a hablarles con voz calmada y cariñosa para que no sintieran la necesidad de volver a llamar pronto. Se sentaba en el sillón de Simon día tras día procurando no hacer caso de las agotadoras notas de las clases de piano del piso de arriba mientras contemplaba el sombrío jardín invernal. Dormía en la cama de Simon, o lo intentaba, dando vueltas y enredándose con las sábanas, mirando fijamente al oscuro techo, hundiendo la cara en la almohada para amortiguar los sonidos de su llanto, que era tan frecuente y tan violento que incluso la alarmaba a ella misma. Pedía las comidas a la cafetería y luego no las probaba. En el colegio dijo que tenía gripe, porque cómo, pensó, voy a decir que estoy llorando a mi perro.

Una semana después salió a la calle y fue a pasear por donde paseaba con Beatrice, deambulando por el desnudo y embarrado parque, sentándose en los fríos bancos. El lago se veía apagado, de un color pardo y claustrofóbico; los árboles, empapados y lúgubres. Hasta los pájaros, sólo algunos cuervos, tenían, le parecía a Jody, un aire gótico, casi fúnebre, con sus oscuras siluetas y sus gritos discordantes. Se arrastró de nuevo hasta el apartamento y se tumbó en el suelo, tratando de imaginar cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Beatrice. Pero no sabía lo que pensaban los perros en el mejor de los días. En realidad no sabía lo que pensaba nadie. Jody apoyó la cara en la cama de la perra, comprada para que Beatrice estuviera más cómoda en sus últimos días, pero que no había conseguido que se animara a levantarse. A los pocos minutos se incorporó y paseó la mirada por la habitación en la que tanto tiempo había pasado. Se trasladaba a su apartamento al día siguiente y pensó que sería mejor empezar a empaquetar lo que había traído de allí a la casa de Simon en los últimos meses. Se preguntó si debía llevarse la cama para perros. Era de espuma viscoelástica con una funda a rayas marrones y rosas. ¿No le resultará extraño a la gente ver una enorme cama marrón y rosa para perros en un apartamento tan pequeño y sin perro?

No hay nadie a quien pueda resultarle extraño, pensó, y empezó a guardar con cuidado todos los juguetes masticables de Beatrice en una pequeña bolsa de tela.

En aquel momento George salía del metro y se dirigía al restaurante a toda prisa. Había pasado el día en Westchester trabajando con una rebelde terrier color trigo que pertenecía a una amiga de la madre de Alexandra. Aburrida y poco ejercitada en su propio jardín vallado, la perra se envalentonaba tanto como se asustaba en las raras ocasiones en que la sacaban a la calle. Las zonas residenciales eran difíciles y antinaturales incluso para las mascotas, pensó George.

Caminaba deprisa por Broadway, respirando el cortante y enrarecido aire. El cielo había pasado de su sucio color diurno a la triste oscuridad invernal. La gente se acurrucaba y resoplaba en sus gruesos abrigos sin gracia. Y George no cabía en sí de alegría. Esa mañana se había inscrito en la Asociación de Adiestradores de Perros Mascotas. Se había matriculado en un seminario sobre Nuevas Técnicas para Adiestradores de Perros. Soy un Nuevo Adiestrador de Perros, pensó, sacudiendo la cabeza con incredulidad, y a continuación se bajó un poco más el gorro de lana sobre las orejas. Y en la Sociedad Protectora de Animales, donde había empezado a trabajar como voluntario, la adiestradora a la que ayudaba le había ofrecido un auténtico trabajo de media jornada. A él, George. El pésimo camarero y barman mediocre, el vago, el secreto niño prodigio sin cartera.

– Porque, George -dijo ella-, yo creo que, bueno, creo que tienes un don.

Por fin, pensó George, casi con timidez, mirándose los zapatos mientras caminaba arrastrando los pies por la calle, que relucía de repente como si hubiera gotas de mica en el asfalto. Por fin. Por fin.

Llegó al trabajo veinte minutos tarde, y Jamie le echó una mirada de desesperación, pero no dijo nada. George confiaba en poder dejar pronto ese trabajo, pero de ninguna manera quería que le despidieran. Juró que sería más cuidadoso a la hora de programar su trabajo de adiestrador freelance y se dispuso a colocar vasos y a limpiar la barra con energía. Cuando empezaba a cortar un limón en rodajas entró Jody. Hacía semanas que no la veía. Tenía un aspecto terrible, pálida y delgada, con profundas ojeras. Quería preguntarle si había estado enferma, pero pensó que quizá era como preguntarle a alguien si estaba embarazada, cuando en realidad podría simplemente estar gorda.

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