Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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No hay movimiento en el prado. No hay sonidos del bosque.

Toby intenta preguntar a Ren dónde ha estado desde que estalló el Diluvio Seco, cómo ha escapado, cómo llegó aquí, por qué se ha vestido con esas plumas azules; pero sólo lo intenta una vez porque Ren rompe a llorar. Todo lo que dice es:

– ¡He perdido a Amanda!

– No importa -dice Toby-. La encontraremos.

La cuarta mañana, Toby retira el emplaste de gusanos: la herida está limpia, y sanando.

– Ahora, has de volver a poner tus músculos en forma -le dice a Ren.

Ren empieza a caminar, sube y baja la escalera, recorre los pasillos. Ha ganado un poco de peso: Toby la ha estado alimentando con los últimos tarros de Merengue Facial de Limón de AnooYoo, que contiene un montón de azúcar y nada tóxico que Toby recuerde. Instruye a Ren en algunos ejercicios de las viejas clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana de Zeb: el satsuma, el unagi. Centrada como un fruto, sinuosa como una anguila. Necesita recordarlo también ella; ha perdido práctica.

Al cabo de unos pocos días, Ren cuenta su historia, o un poco de su historia. Sale a borbotones de palabras puntuados por largos periodos de mirar al espacio. Le contó que había estado encerrada en el Scales, y cómo Amanda llegó desde el desierto de Wisconsin y averiguó el código de la puerta. Luego Shackie, Croze y Oates aparecieron como por arte de magia, y ella se sintió muy feliz: se habían salvado porque estaban en Painball al desencadenarse la pandemia. Pero luego tres hombres horribles del Equipo Dorado de Painball llegaron al Scales, y ella, Amanda y los chicos salieron corriendo. Ella había dicho que podían ir a AnooYoo porque Toby podría estar allí, y casi lo consiguieron: estaban caminando entre los árboles y luego… Apagón. Ren no puede pasar de ahí.

– ¿Qué aspecto tenían? -pregunta Toby-. ¿Tenían alguna…? -Quería decir «marca distinguible», pero Ren niega con la cabeza, lo que significa que ese tema está cerrado.

– He de encontrar a Amanda -dice, enjugándose las lágrimas-. Tendré que hacerlo. La matarán.

– Toma, suénate la nariz -dice Toby, pasándole una servilleta rosa-. Amanda es muy lista. -Es mejor hablar como si Amanda siguiera viva-. Tiene muchos recursos. No le pasará nada.

Está a punto de decir que hay escasez de mujeres y que por lo tanto seguro que preservarán y racionarán a Amanda, pero se lo piensa mejor.

– No lo entiendes -dice Ren, llorando más fuerte-. Hay tres, son de Painball, no son ni humanos. He de encontrarla.

– Ya veremos -dice Toby, para tranquilizarla-. Pero no sabemos dónde la han… dónde se ha ido.

– ¿Adonde irías tú? -dice Ren-. En su lugar.

– Quizás al este -dice Toby-. Al mar. Donde puedan encontrar pescado.

– Podemos ir allí.

– Cuando estés lo bastante fuerte -dice Toby. Han de irse a otro sitio de todos modos: la comida se está agotando deprisa.

– Ahora estoy lo bastante fuerte -dice Ren.

Toby da una batida en el jardín, desentierra otra cebolla solitaria. Saca tres bardanas de cerca del borde del prado y un poco de zanahoria silvestre: las raíces larguiruchas y blancas de protozanahorias.

– ¿Crees que podrías comerte un conejo? -le pregunta a Ren-. Si lo corto en trozos muy pequeños y lo preparo en una sopa.

– Supongo que sí -dice Ren-. Lo intentaré.

La propia Toby también está lista para convertirse en carnívora plena. El sonido del rifle es algo de lo que preocuparse, pero si todavía hay painballers acechando en el bosque ya saben que tiene un arma. No hay nada malo en recordárselo.

Suele haber conejos verdes cerca de la piscina. Toby dispara a uno de ellos desde el tejado, pero no parece que le haya dado. ¿Es la conciencia que le está afectando la puntería? Quizá necesita un blanco mayor, un venado o un perro. No ha visto a los cerdos últimamente, ni a ninguno de los corderos. Justo cuando estaba preparándolo todo para comérselos, se han ido.

Encuentra las mochilas en un estante de la sala de lavandería. No ha estado abajo desde que las bombas dejaron de funcionar, y el aire huele a humedad. Por fortuna, las mochilas no son de algodón sino de sintético impermeable. Las saca del tejado, las limpia con la esponja, las pone a secar al sol.

Coloca los víveres disponibles en la encimera de la cocina. No lleves tanto peso que quemes más calorías de las que puedas comer, le dice la voz de Zeb. Las herramientas son más importantes que la comida. Tu mejor herramienta es tu cerebro.

El rifle, por supuesto. Munición. Palita para arrancar raíces. Cerillas. Encendedor de barbacoa, que no durará mucho pero que puede agotar. Una navajita de bolsillo con tijeras y pinzas. Cuerda. Dos plásticos grandes para tener a mano en caso de lluvia. Linterna a cuerda. Vendas de gasa. Cinta aislante. Fiambreras. Bolsas de tela para comestibles silvestres. Olla. Tetera. Papel higiénico, un lujo, pero no se puede resistir. Dos Zizzy Froots de tamaño medio de un minibar del balneario, con sabor a frambuesa: comida basura, pero comida, porque tiene calorías. Las botellas pueden usarse después, para llevar agua.

Cucharas, de metal, dos. Tazas, de plástico, dos. Lo que queda de protector solar. El último aerosol de SuperD. Prismáticos: pesados pero necesarios. El palo de la fregona. Azúcar. Sal. Lo que queda de miel. Las últimas Joltbar. Los últimos bocaditos de soja.

El jarabe de adormidera. Los hongos secos. Los Ángeles de la Muerte.

El día antes de irse, se corta el pelo bien corto. Tiene un aspecto rapado -le recuerda a Juana de Arco en un mal día-, pero no quiere que la agarren del pelo por detrás, para cortarle el cuello. También corta el pelo a Ren. Estarán más frescas así, le dice.

– Deberíamos enterrar el pelo -dice Ren.

Lo quiere fuera de la vista por alguna razón que Toby no logra escrutar.

– ¿Por qué no lo ponemos en el tejado? -dice Toby-. Así los pájaros podrán hacer un nido con él.

No pensaba malgastar calorías cavando un sepulcro para el pelo.

– Ah. Vale -dice Ren. Esta idea parece complacerle.

67

Toby. San Chico Mendes, mártir

A ñ o 25

Salieron del edificio del balneario justo antes del alba. Iban vestidas con chándal rosa, con los pantalones sueltos y la camiseta con la boca de beso y el ojo guiñado delante. Zapatillas de lona rosas de las que las señoras se ponían para saltar a la comba y entrenar con pesas. Sombreros rosas anchos. Olían a SuperD y a SolarNix rancio. En sus mochilas hay monos rosas, para cuando el sol esté bien alto. Si al menos no fuera todo tan rosa, piensa Toby, como la ropa de los bebés o las fiestas de cumpleaños de las niñas. No es un color intrépido. Y es una elección fatal para el camuflaje.

Sabe de la gravedad de la situación, como solían decir las noticias, por supuesto que sí. Aun así, se siente animada. Tiene la risa tonta, como si estuviera un poco borracha. Como si fueran a irse de picnic. Será una inyección de adrenalina.

El horizonte oriental está brillando; la niebla se levanta de los árboles. El rocío brilla en las matas de lumirrosas, haciendo espejo de la tenue luz espectral de sus flores. La dulzura del prado húmedo respira en torno a ellas. Los pájaros están empezando a revolotear y piar; en las ramas desnudas, los buitres extienden sus alas para secarlas. Una pavoceta bate sus alas hacia ellas desde el sur, planea sobre el prado y desciende en picado para posarse en el borde de la piscina, ahora cubierta con una capa verde.

A Toby se le ocurre que puede que no vuelva a admirar esa vista. Es asombroso cómo el corazón se aferra a cualquier cosa familiar, gimoteando: «Es mío, es mío.» ¿Ha disfrutado de su estancia obligada en el balneario de AnooYoo? No. Pero ahora es su territorio: ha dejado las células muertas de su piel por todas partes. Un ratón lo comprendería: es su nido. Despedida es la canción que entona el Tiempo, decía Adán Uno.

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