En el Día del Depredador no loamos a Dios el amado y el amable Padre y Madre, sino a Dios el Tigre. O a Dios el León. O a Dios el Oso. O a Dios el Jabalí. O a Dios el Lobo. O incluso a Dios el Tiburón. Sea cual sea el símbolo, el Día del Depredador está consagrado a las cualidades de apariencia terrorífica y fuerza abrumadora, las cuales, puesto que en ocasiones las deseamos, deben pertenecer a Dios, como todas las cosas buenas le pertenecen.
Como Creador, Dios ha puesto un poco de sí mismo en cada una de Sus criaturas -¿acaso podría ser de otra manera?-, y por consiguiente el tigre, el león, el lobo, el oso, el jabalí y el tiburón -o, en una escala menor, la musaraña palustre y la mantis religiosa- son a su manera reflexiones sobre lo divino. Las sociedades humanas han sabido esto a lo largo de los tiempos. En sus banderas y escudos de armas no han colocado animales presa como conejos y ratones, sino animales capaces de matar, y cuando invocaban a Dios como defensor, ¿no eran estas cualidades las que invocaban?
Así pues, en el Día del Depredador meditamos sobre los aspectos de depredador alfa de Dios. La inesperada ferocidad con la que se nos puede presentar una aprensión de lo divino; nuestra pequeñez y temor -digamos nuestro ratonismo- frente a tal poder; nuestros sentimientos de aniquilación individual bajo el resplandor de esa luz espléndida. Dios camina en los delicados jardines del amanecer de la mente, pero también acecha en los bosques nocturnos. No es un ser domesticado, amigos: es un ser salvaje y no es posible llamarlo y controlarlo como a un perro.
Los seres humanos bien podrían haber matado al último tigre y al último león, pero nosotros veneramos sus nombres; y al decir esos nombres, oímos tras ellos la formidable voz de Dios en el momento de su creación. Dios debió de decirles a ellos: mis carnívoros, os ordeno que cumpláis con la labor que os encomiendo de sacrificar de un modo selectivo a vuestras especies presa, no sea que se multipliquen demasiado, acaben con su suministro de comida, y enfermen y mueran. Adelante, pues. Saltad. ¡Corred! ¡Rugid! ¡Acechad! ¡Abalanzaos! Porque me regocijo en vuestros corazones temerosos y en las joyas doradas y verdes de vuestros ojos, y en vuestros bien formados nervios, y en vuestros dientes que desgarran y en vuestras zarpas como cimitarras, que Yo mismo os concedí. Y os doy Mi Bendición y os deseo el bien.
Porque ellos buscan el alimento que Dios les da, como tan gozosamente expresa el Salmo 104.
Al prepararnos para dejar nuestro refugio de Ararat, preguntémonos: ¿qué es más santo, comer o ser comido? ¿Huir o cazar? ¿Dar o recibir? Porque estas preguntas en el fondo son la misma. Esta cuestión pronto podría dejar de ser teórica: no sabemos dónde pueden acechar los depredadores alfa.
Roguemos porque si tenemos que sacrificar nuestra propia proteína para que pueda circular en nuestras especies compañeras, reconozcamos la naturaleza sagrada de esta transacción. No seríamos humanos si no prefiriésemos ser devoradores antes que devorados, pero ambas cosas son una bendición. Si os requieren la vida, estad tranquilos de que es la vida la que os la requiere.
Cantemos.
La musaraña desgarra presas
La musara ñ a desgarra presas,
mas act ú a por necesidad;
no interfiere en la naturaleza,
sino que sin m á s lo hace.
El leopardo caza en la noche,
mas es pariente del simple gato.
Cazar les gusta, y en el amor,
porque Dios los hizo as í .
No somos como los animales:
a las criaturas apreciamos,
as í que no comemos su carne,
a menos que haya hambruna.
Y si entre nosotros hay hambruna
y cedemos a la tentaci ó n,
que Dios nos perdone y que bendiga
la vida que nos comemos.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Toby. San Nganeko Minhinnick de Manukau
A ñ o 25
Una roja salida del sol, que significa que lloverá. Pero siempre llueve después.
Se levanta la niebla.
Udle, udle, u, udle, udle, u, chirrup, tuarip. Au au au. Ey ey ey. Hum hum barum.
Huilota, petirrojo, cuervo, arrendajo azul, rana toro. Toby dice sus nombres, pero estos nombres no significan nada para ellos. Pronto olvidará su propio nombre y eso será lo único que quedará. Udle, udle, u, hum, hum. Esta repetición incesante, el canto sin principio ni final. Sin preguntas, sin respuestas, sin tantas palabras. Sin ninguna palabra. ¿O sólo existe una enorme Palabra?
¿De dónde ha sacado esta idea?
¡Toby!
Parece que la llamen. Pero es sólo el canto del pájaro.
Está en el tejado, cocinando su porción diaria de gamba de tierra en el frío de la mañana. No desdeñes la modesta mesa de san Euell, dice la voz de Adán Uno. El Señor provee, y en ocasiones provee gamba de tierra, dice Zeb. Es rica en lípidos, una buena fuente de proteínas. ¿Cómo crees que engorda tanto el oso?
Es mejor cocinar fuera, por el humo y el calor. Está usando su cocina de vagabundo inspirada en san Euell, hecha con una enorme lata de manteca corporal: un agujero en el fondo para poner ramitas secas y otro agujero en un lateral para la salida de humo. El calor máximo con el mínimo de combustible. Justo lo necesario. La gamba de tierra chisporrotea encima.
De repente aparece una hilera de cuervos: están excitados por algo. No hay llamadas de alarma, así que no se trata de un búho. Suena a asombro: ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira eso!
Toby recoge la crujiente gamba de tierra de la parte superior de la lata y se la echa en el plato: malgastar comida es malgastar vida, dice Adán Uno: luego apaga el fuego con su pote de agua de lluvia y se tira al suelo, boca abajo. Levanta los prismáticos. Los cuervos están volando en torno a las copas de los árboles, una bandada. Seis o siete. ¡Au! ¡Au! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!
Dos hombres salen de entre los árboles. No están cantando, y no están desnudos ni son azules: llevan ropa puesta.
Todavía quedan personas, piensa Toby. Vivas. Quizás una de ellas es Zeb, que viene a buscarla: tiene que haber supuesto que aún está allí, encerrada, todavía esperando. Parpadea, ¿son eso lágrimas? Quiere bajar corriendo por la escalera y salir, abrir los brazos en señal de bienvenida, reír con felicidad, pero la precaución la contiene. Se agacha detrás de la unidad de salida del aire acondicionado y mira entre los barrotes del tejado.
¿Podría ser un espejismo? ¿Otra vez está teniendo visiones?
Los hombres visten ropa de camuflaje. El que va delante lleva un arma de algún tipo, un pulverizador, quizá. Seguramente no es Zeb: por la forma. Ninguno de ellos es Zeb. Hay otra persona con ellos, ¿hombre o mujer? Alta, con vestido caqui. Cabeza baja, es difícil decirlo. Lleva las manos juntas delante como si rezara. Uno de los hombres sujeta a esa persona por el brazo o el codo. Empujando o tirando.
Luego sale otro hombre de entre las sombras. Conduce un enorme pájaro de una correa -no, es una cuerda-, un ave con plumas azul verdosas iridiscentes como una pavoceta. Pero el ave tiene la cabeza de una mujer.
Debo de estar alucinando otra vez, piensa Toby. Porque por mucho que pudieran hacer los ingenieros genéticos, eso no podían hacerlo. Los hombres y la mujer pájaro parecen reales y sólidos, pero bueno, las alucinaciones lo parecen.
Uno de ellos carga algo al hombro. Al principio piensa que es un saco, pero no, es una joroba de algo. Tiene pelo. Pelo dorado. ¿Es un leonero? Un escalofrío de horror la recorre: ¡sacrilegio! ¡Han matado un animal de la lista del Reino Apacible!
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