Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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– Lo metieron por joderla en el Scales: mató a alguna gente, sonaba orgulloso por eso. Dijo que para él estar en Painball era como estar en casa, había pasado mucho tiempo.

– ¿Sabía quiénes erais? -preguntó Amanda.

– Sin duda -dijo Shackie-. Nos gritó. Dijo que era la hora de la venganza por la movida del Jardín del Tejado, que nos trocearía como pescado.

– ¿Qué movida en el Tejado? -pregunté.

– Tú ya te habías ido -dijo Amanda-. ¿Cómo salisteis?

– Caminando -dijo Shackie-. Estábamos pensando en cómo matar al otro equipo antes de que ellos nos mataran a nosotros (te daban tres días para planear antes de la campana de inicio), pero de repente no había guardas. Habían desaparecido.

– Estoy muy cansado -dijo Oates-. Necesito dormir. -Apoyó la cabeza en la barra.

– Resultó que los guardias aún estaban allí -dijo Shackie-. En la cabina. Sólo que estaban como fundidos.

– Así que nos conectamos -dijo Croze-. Las noticias aún funcionaban. Gran cobertura del desastre, o sea que supusimos que no deberíamos salir y mezclarnos. Nos encerramos en las garitas: tenían comida allí.

– El problema era que los del Equipo Dorado estaban en la garita del otro lado de la valla. No dejábamos de pensar que nos matarían mientras estuviéramos durmiendo.

– Montamos turnos para que siempre hubiera alguien despierto, pero quedarse allí esperando era demasiada tensión. Así que los obligamos a salir -dijo Croze-. Shackie se coló por la ventana una noche y les cortó el suministro de agua.

– ¡Joder! -dijo Amanda con admiración-. ¿En serio?

– Tuvieron que salir -dijo Oates-. No tenían agua.

– Luego nosotros nos quedamos sin comida y también tuvimos que salir -dijo Shackie-. Pensamos que tal vez nos estarían esperando, pero no estaban. -Se encogió de hombros-. Fin de la historia.

– ¿Por qué vinisteis aquí? -dije-. Al Scales.

Shackie sonrió.

– Este sitio tiene reputación -dijo.

– Es una leyenda -dijo Croze-. Aunque no pensábamos que quedara ninguna chica. Al menos podríamos verlo.

– Algo que hacer antes de morir -dijo Oates. Bostezó.

– Vamos, Oatie -dijo Amanda-. Vamos a acostarte.

Los llevamos al piso de arriba y uno por uno se ducharon en el Cuarto Pringoso, y salieron mucho más limpios de cómo habían entrado. Les dimos toallas y se secaron, y luego los metimos en camas, uno en cada habitación.

Fui yo quien se ocupó de Oates: le di su toalla y jabón, y le mostré la cama en la que podía dormir. No lo había visto en mucho tiempo. Cuando dejé a los Jardineros era un niño. Un gamberrete que siempre se metía en problemas. Así era como lo recordaba. Pero era guapo ya entonces.

– Has crecido mucho -dije.

Era casi tan alto como Shackie. Tenía el pelo rubio y húmedo, como un perro que ha estado nadando.

– Siempre pensé que eras la mejor -dijo-. Estaba colado por ti cuando tenía ocho años.

– No lo sabía -dije.

– ¿Puedo besarte? -dijo-. No quiero decir de forma sexy.

– Vale -dije.

Y lo hizo, me dio el beso más dulce, al lado de la nariz.

– Eres muy guapa -dijo-. Por favor, no te quites el traje de pájaro.

Me tocó las plumas, las de mi trasero. Entonces puso esa sonrisa tímida. Me recordó a Jimmy, a la forma en que era al principio, y sentí que mi corazón daba un vuelco. Pero salí de puntillas de la habitación.

– Podemos encerrarlos -le susurré a Amanda en el pasillo.

– ¿Por qué íbamos a hacerlo? -dijo Amanda.

– Han estado en Painball.

– ¿Y?

– Y todos los tipos de Painball están trastornados. No sabes lo que harán, se ponen locos. Además, podrían tener el germen. La plaga.

– Los abrazamos -dijo Amanda-. Ya hemos pillado todos los gérmenes que tuvieran. Además, son antiguos Jardineros.

– ¿Qué quieres decir con eso? -dije.

– Quiero decir que son nuestros amigos.

– No eran exactamente nuestros amigos entonces. No siempre.

– Cálmate -dijo Amanda-. Esos chicos y yo hicimos un montón de cosas juntos. ¿Por qué iban a hacernos daño?

– No quiero ser un agujero de carne de tiempo compartido -dije.

– Eso es muy crudo -dijo Amanda-. No deberías tener miedo de ellos, sino de los otros tipos que estaban con ellos en Painball. Blanco no es cosa de broma. Han de estar en alguna parte. Voy a volver a ponerme mi ropa de verdad.

Ya se estaba quitando su traje de flamenco, poniéndose su caqui.

– Deberíamos cerrar la puerta de la calle -dije.

– La cerradura está rota -dijo Amanda.

Entonces oímos voces en la calle. Estaban cantando y gritando como hacían los hombres en el Scales cuando estaban más que borrachos. Borrachos como cubas. Oímos ruido de cristales rotos.

Corrimos a las habitaciones y despertamos a los chicos. Se vistieron muy deprisa y los llevamos a la ventana del piso de arriba que daba a la calle. Shackie escuchó y luego miró con precaución.

– Ah, mierda -dijo.

– ¿Hay alguna otra puerta? -susurró Croze.

Tenía el rostro pálido a pesar de su bronceado.

– Hemos de salir, ahora mismo.

Bajamos por la escalera de atrás y salimos por la puerta de la basura, al patio donde estaban los contenedores de basuróleo y los contenedores de botellas. Oímos a los del equipo Dorado dando patadas dentro del edificio del Scales, demoliendo todo lo que no había sido demolido antes. Sonó un golpe enorme: debían de haber tirado el estante de detrás de la barra.

Nos colamos a través del hueco en la valla y corrimos hasta el otro lado del solar y luego por el callejón. Allí posiblemente no podían vernos, aunque yo sentía que sí podían, como si sus ojos pudieran atravesar los ladrillos como mutantes de la tele.

A unas manzanas de distancia, frenamos y empezamos a caminar.

– A lo mejor no se enteran de que hemos estado allí -dije.

– Lo sabrán -dijo Amanda-. Por los platos sucios. Toallas húmedas. Las camas. Te das cuenta de cuando alguien acaba de dormir en una cama.

– Vendrán a por nosotros -dijo Croze-. Seguro.

61

Doblamos esquinas y enfilamos callejones para mezclar nuestras huellas. Las pisadas eran un problema -había una capa de barro ceniciento-, pero Shackie decía que la lluvia las borraría y, además, los del Equipo Dorado no eran perros, y no podrían olernos.

Tenían que ser ellos: los tres painballers que habían destrozado el Scales, la primera noche del Diluvio. Los que habían matado a Mordis. Me habían visto por el intercomunicador. Por eso habían venido al Scales: para abrir el Cuarto Pringoso como una ostra para llegar a mí. Habrían encontrado herramientas. Puede que hubieran tardado un rato, pero al final lo habrían logrado.

Pensarlo me dio un escalofrío, pero no se lo conté a los demás. Ya tenían bastantes preocupaciones.

Había mucha basura acumulada en las calles: cosas quemadas, cosas rotas. No sólo coches y camiones. Cristal, mucho cristal. Shackie decía que había que tener cuidado con los edificios en los que entrábamos: ellos habían estado al lado de uno cuando se derrumbó. Debíamos mantenernos alejados de los altos porque los incendios podían haberlos debilitado y si las ventanas de cristal te caían encima, adiós cabeza. Sería más seguro estar en un bosque que en una ciudad. Que era lo contrario de lo que la gente solía pensar.

Eran las pequeñas cosas normales lo que más me molestaba. El diario viejo de alguien, con las palabras fundiéndose en las páginas. Los sombreros. Los zapatos: eran peor que los sombreros, y era peor si había dos zapatos iguales. Los juguetes. Los cochecitos sin el bebé.

La ciudad entera era como una casa de muñecas volcada y pisoteada. De una tienda salía un rastro de camisetas brillantes, como enormes huellas de ropa que recorrían la acera. Habían entrado destrozando la ventana y habían saqueado el lugar, aunque ¿por qué pensaban que un montón de camisetas iban a servirles de algo? Una tienda de muebles vomitaba brazos de sillón, patas de silla y cojines de piel en la acera, y vi una tienda de gafas con monturas de moda, doradas y plateadas: nadie se había molestado en llevárselas. Una farmacia: la habían destrozado por completo en busca de drogas recreativas. Había un montón de contenedores de BlyssPluss vacíos. Creía que estaba en fase de pruebas, pero al parecer allí lo vendían en el mercado negro.

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