Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Todavía queda un poco de All-Natural SolarNix de AnooYoo en reserva. Está caducado y huele rancio, pero se lo extiende por la cara de todos modos, luego se rocía los tobillos y las muñecas con SuperD por si acaso hay mosquitos. Echa un buen trago de agua y visita el biodoro violeta: si cunde el pánico, al menos no se orinará. No hay nada peor que salir corriendo con un mono mojado. Se cuelga los prismáticos del cuello, luego sube al tejado para hacer una comprobación de última hora. No hay orejas en el prado, ni hocicos. No hay colas de pelo dorado.

– Deja de entretenerte -se dice.

Ha de salir ya para que le dé tiempo a volver antes de la tormenta de la tarde. Es estúpido que te alcance un rayo. Cualquier muerte es estúpida desde el punto de vista de quien la sufre, decía Adán Uno, porque no importa lo mucho que te hayan advertido, la muerte siempre llega sin avisar. ¿Por qué ahora? es el lamento. ¿Por qué tan pronto? Es el grito de un niño al que llaman para que vuelva a casa al anochecer, es la protesta universal contra el tiempo. Sólo recordad, queridos amigos: para qué vivo y para qué muero son la misma pregunta.

Una pregunta -se dice Toby a sí misma con mucha firmeza- que yo no voy a responderme justo ahora.

Se pone los guantes quirúrgicos, se cuelga del hombro la bolsa de AnooYoo y sale. Primero va al jardín en ruinas, donde rescata una cebolla y dos rábanos, y echa una capa de tierra húmeda en la fiambrera. Luego cruza el aparcamiento y pasa junto a las silenciosas fuentes.

Hacía mucho tiempo que no se alejaba tanto del edificio del balneario. Ahora está en el prado: es un espacio amplio. La luz aturde, aunque lleva el sombrero ancho y las gafas de sol.

No temas, se dice a sí misma. Así es como se sentirán los ratones cuando se aventuran por un piso, pero tú no eres un ratón. Las hierbas se le enganchan del mono y se le enredan en los pies, como si quisieran retenerla. En algunas de ellas hay pequeñas espinas, minúsculas garras y trampas. Es como atravesar un tapiz gigante tejido con alambre de espino.

¿Qué es esto? Un zapato.

No ha de pensar en zapatos. No ha de pensar en el bolso en descomposición que ha atisbado cerca. Con estilo. Polipiel roja. Un harapo del pasado que la tierra todavía no ha absorbido. No quiere pisar ninguno de estos restos, pero es difícil ver a través de esa enmarañada red de hierbas que te atrapan.

Avanza. Nota un cosquilleo en las piernas, así se comporta la carne cuando sabe que está a punto de ser tocada. ¿De verdad cree que una mano surgirá de entre los tréboles y los cardos y la agarrará por el tobillo?

– No -dice en voz alta.

Se detiene para calmarse, y para hacer un reconocimiento. El ala ancha del sombrero le impide ver: mueve todo el cuerpo como la cabeza de un búho: a la izquierda, a la derecha, atrás, adelante otra vez. La envuelve un aroma dulce: el trébol está en flor, la zanahoria, la lavanda, la mejorana y la melisa, todo silvestre. El campo zumba de polinizadores: abejorros, avispas brillantes, escarabajos iridiscentes. El sonido adormece. Quédate aquí. Échate a dormir.

La fuerza plena de la naturaleza es más de lo que podemos soportar, decía Adán Uno. Es un alucinógeno potente, un soporífero para el alma no preparada. Ya no estamos a gusto en ella. Hemos de diluirla. No podemos bebería de un trago. Y Dios es lo mismo. Demasiado Dios y tienes una sobredosis. Dios necesita que lo filtren.

Delante de ella, a media distancia, está la línea de árboles oscuros que señala el linde del bosque. Siente que la atrae, que la seduce, como cuentan que las profundidades del océano y las cimas de las montañas seducen a la gente, cada vez más alto o cada vez más profundo, hasta que se desvanecen en un estado de arrobamiento que no es humano.

Has de verte como te ve un depredador, enseñaba Zeb. Se imagina detrás de los árboles, mirando a través de la filigrana de hojas y ramas. Hay una enorme sabana salvaje y en medio de ella una pequeña figura rosa, como un embrión o un alien, de ojos grandes y oscuros: sola, desprotegida, vulnerable. Detrás de su figura está su morada, una caja absurda hecha de paja aunque parezca de ladrillos. Fácil de derribar de un soplido.

Percibe el olor a miedo, y procede de ella misma.

Levanta los prismáticos. Las hojas se están moviendo un poco, pero no es más que la brisa. Camina hacia delante despacio, se dice. Recuerda lo que has venido a hacer.

Después de lo que parece mucho tiempo llega al verraco muerto. Una horda de moscas de color verde brillante y bronce revolotean sobre el cadáver. Cuando Toby se acerca, los buitres levantan sus cabezas rojas y sin plumas, sus cuellos rígidos. Agita el palo de la fregona y los buitres se largan, graznando de indignación. Algunos de ellos ascienden en espiral, sin quitarle ojo; otros baten las alas hacia los árboles y asientan sus plumas, esperando.

Hay frondas esparcidas encima de la carcasa del verraco y detrás de él. Frondas de helecho. Esos helechos no crecen en el prado. Algunos ahora están viejos, secos y marrones, otros más frescos. También hay flores. ¿Son eso pétalos de las rosas del sendero? Había oído hablar de algo similar; no, lo había leído de niña, en un libro sobre elefantes. Los elefantes se quedaban en torno al muerto, apenados, como si meditaran. Luego esparcían ramas y tierra.

Pero ¿los cerdos? Normalmente se limitaban a comerse al cerdo muerto, del mismo modo que se comían cualquier otra cosa. Pero a ése no se lo habían comido.

¿Estaban celebrando un funeral? ¿Era posible que los cerdos estuvieran llevando flores al difunto? La idea le resulta completamente aterradora.

Pero ¿por qué no?, dice la voz amable Adán Uno. Creemos que los animales tienen alma. ¿Por qué no iban a celebrar funerales?

– Estás loca -dice en voz alta.

El olor de la carne en descomposición es fétido: es difícil contener las arcadas. Se levanta un pliegue del mono y se aprieta con él la nariz. Con la otra mano golpea al verraco con el palo: los gusanos revolotean. Son como enormes granos de arroz grises.

Sólo piensa en ellos como gambas de tierra, dice la voz de Zeb. El mismo esquema corporal. «Estás preparada para esto», se dice. Ha de dejar el rifle y el palo de la fregona para hacer lo siguiente. Recoge con la cuchara los gusanos blancos que se retuercen y los pasa a la fiambrera de plástico. Suelta algunos; le tiemblan las manos. Hay un zumbido en su cabeza, como minúsculos taladros, o son sólo las moscas. Se obliga a calmarse.

Truena en la distancia.

Da la espalda al bosque, se dirige hacia el prado. No echa a correr.

Sin duda los árboles se han acercado.

60

Ren

A ñ o 25

Un día estábamos bebiendo champán y dije:

– Vamos a hacernos las uñas, son un desastre.

Pensé que tal vez eso nos animaría. Amanda se rio.

– Nada te estropea tanto las uñas como una pandemia letal -dijo.

Pero nos hicimos la manicura de todos modos. Amanda se puso un tono naranja rosado llamado Satsuma Parfait; el mío era Slick Raspberry. Éramos como dos niñas que se pintan los dedos en una fiesta. Me gusta el olor del esmalte de uñas. Sé que es tóxico, pero huele limpio. Fresco como ropa almidonada. Nos hizo sentir mejor.

Después de eso, tomamos más champán, y se me ocurrió otra idea festiva, así que subí arriba. Sólo había una habitación con una persona en ella: Starlite, en nuestra vieja habitación. Me sentí fatal por ella, pero metí sábanas en los resquicios de la puerta para que no saliera el olor, y esperaba que los microbios siguieran con su trabajo y la convirtieran en otra cosa deprisa. Cogí los integrales de biofilm y vestidos de la habitación vacía de Savona y Crimson Petal, y los llevé al piso de abajo en una brazada gigante, y empezamos a probárnoslos.

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