– Hay unas piernas -dice Ren-. En la puerta.
Los dientes le castañetean: todavía se encuentra en estado de shock.
– ¿Piernas? -dice Toby.
Se siente afrentada: ¿cuántos medios cadáveres van a encontrar en un día? Se acerca a la puerta a mirar. No son piernas humanas, son patas de mohair: un juego completo de cuatro; sólo las partes inferiores de las patas, las delgadas. Hay un poco de pelo en ellas, de color lavanda. También hay una cabeza, pero no es una cabeza de mohair: es la cabeza de un leonero, el pelaje dorado desaliñado, las cuencas de los ojos vacías y cicatrizadas. La lengua también falta. La lengua de leonero había sido un preciado plato de gourmet en Rarity. Toby vuelve al lugar donde Ren está temblando, tapándose la boca.
– Son de mohair -le dice-. Las prepararé en una sopa. Con nuestras fantásticas setas.
– Oh, no puedo comer nada -dice Ren con voz compungida-. Era sólo… Era un niño. Yo lo llevaba a todas partes.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas.
– ¿Por qué lo han hecho?
– Has de comer -dice Toby-. Es tu deber.
¿Deber de qué?, se pregunta. Tu cuerpo es un don de Dios y debes honrarlo, decía Adán Uno. Pero ahora mismo no siente esa convicción.
La puerta de la verja está abierta. Mira por la ventana a la zona de recepción -no hay nadie- y empuja a Ren adentro: la tormenta se acerca con rapidez. Acciona un interruptor: no hay corriente. Ve la habitual ventanita antibalas de control, un escáner de documentos, el escáner de dedos y las cámaras de iris. Te quedabas allí sabiendo que tenían pulverizadores montados en la pared apuntando a tu espalda y controlados desde la sala interior donde se arrellenaban los guardas.
Toby ilumina con la linterna a través de la ventana del mostrador hacia la oscuridad del espacio interior. Escritorios, archivadores, basura. En el rincón, una forma: lo bastante grande para ser alguien. Alguien muerto, alguien dormido, o, en el peor de los casos, alguien que los ha oído venir y pretende ser una bolsa de basura. Luego, una vez que se calmen, habrá un acercamiento furtivo, un destello de caninos, cuchilladas y cortes.
La puerta de la sala interior está entreabierta: olisquea el aire. Moho, por supuesto. ¿Qué más? Excremento. Carne en descomposición. Otros matices desagradables. Lamenta no tener la nariz de un perro, para distinguir un olor de otro. Cierra la puerta. Sale al exterior, a pesar de la lluvia y el viento, y carga con la piedra más grande del borde de la jardinera de flores ornamentales. No basta para parar a una persona fuerte, pero podría reducir a alguien más débil o enfermo. No quiere ser asaltada desde atrás por un monigote carnívoro hecho jirones.
– ¿Por qué estás haciendo esto? -pregunta Ren.
– Por si acaso -dice Toby.
No lo elabora. Ren ya está temblando bastante: un horror más y se derrumbará.
La tormenta impacta con toda su potencia. Una oscuridad más espesa aúlla en torno a ellas, resuenan truenos. A la luz de los relámpagos, el rostro de Ren viene y va, con los ojos cerrados, su boca en forma de O aterrorizada. Agarra el brazo de Toby como si estuviera a punto de caer por un acantilado.
Después de lo que se le antoja mucho tiempo, los truenos se alejan. Toby sale a inspeccionar las patas de los mohair. Le pica la piel: las patas no han caminado hasta allí por sí solas, y todavía están muy frescas. No hay señal de fuego: quien había matado al animal no había cocinado el resto allí. Toby se fija en las marcas de corte: el señor cuchillo afilado ha pasado por aquí. ¿Estará muy cerca?
Mira a ambos lados de la calle, ahora salpicada de hojas. No hay movimiento. El sol vuelve a brillar. Se eleva vapor. Hay cuervos en la distancia.
Usa su propio cuchillo para cortar la mayor parte de la piel peluda de una de las patas de mohair. Si tuviera una buena cuchilla de carnicero podría cortarlo en trozos lo bastante pequeños para su olla. Al final, coloca una punta en la parte superior de la escalera que conduce a la puerta y la otra en el suelo, y golpea con una roca. Ahora viene el problema del fuego. Podría pasarse mucho rato rebuscando madera seca entre los árboles y aún así terminar con las manos vacías.
– He de entrar ahí -le dice a Ren.
– ¿Por qué? -pregunta Ren con voz débil. Está acurrucada en el vestíbulo vacío.
– Hay material que podemos usar para hacer fuego -dice Toby-. Ahora escucha. Podría haber alguien dentro.
– ¿Una persona muerta?
– No lo sé -dice Toby.
– No quiero más muertos -dice Ren con ansiedad.
Puede que no haya elección, piensa Toby.
– Coge el rifle -dice-. Esto es el gatillo. Quiero que te quedes aquí. Si alguien que no sea yo sale por esa puerta, dispárale. No me dispares por error, ¿vale?
Si a ella la matan, al menos Ren tendrá un arma.
– Vale -dice Ren. Agarra el rifle con torpeza-, pero no me gusta.
Esto es una locura, piensa Toby. Ren está tan nerviosa que me dispararía por la espalda si estornudo. Pero si no verifica esa habitación no habrá forma de dormir esta noche, y puede que tenga la garganta cortada por la mañana. Y ni hablar de fuego.
Entra con la linterna y el palo de fregona. Hay papeles por el suelo, lámparas rotas. Cristales rotos crujen bajo sus pies. Ahora el olor es más intenso. Zumban moscas.
Se le eriza el vello en los brazos, la sangre se le agolpa en la cabeza.
El montón en el suelo es definitivamente humano, cubierto con una especie de manta horripilante. Ahora atisba la cúpula de una cabeza calva, unos pelos. Da un empujoncito en la manta con el palo de la fregona, manteniendo el bulto enfocado con la linterna. Un gemido. Otro empujoncito más fuerte: hay un pequeño retorcimiento en la ropa. Ahora hay unas rendijas de ojos, y una boca, labios con costras y ampollas.
– Qué coño -dice la boca-. ¿Quién coño eres?
– ¿Estás enfermo? -pregunta Toby.
– Un capullo me disparó -dice el hombre.
Sus ojos parpadean a la luz.
– Apaga la puta linterna.
No hay signos de sangre goteando de la nariz, boca u ojos. Con un poco de suerte, no está infectado.
– ¿Dónde te disparó? -pregunta Toby.
La bala ha tenido que ser la suya, de aquella vez en el prado. Aparece una mano: venas rojas y azules. Aunque está consumido y sucio, con los ojos hundidos por la fiebre, no cabe duda de que es Blanco. Ella tenía que saberlo porque lo había visto de cerca.
– La pierna -dice-. Me fue como el culo. Los cabrones me han dejado aquí.
– ¿Dos hombres? -dice Toby-. ¿Tenían una mujer con ellos? -logra que su voz suene firme.
– Dame un poco de agua -dice Blanco.
Hay una botella vacía en el rincón, cerca de su cabeza. Dos botellas, tres. Costillas mordisqueadas: ¿el mohair lavanda?
– ¿Quién más está fuera? -dice él con voz ronca. Le cuesta respirar-. ¿Más zorras? He oído más.
– Deja que te vea la pierna -dice Toby-. Quizá pueda ayudarte.
No será la primera persona que ha fingido una herida.
– Me estoy muriendo, coño -dice Blanco-. ¡Apaga esa luz!
Toby ve varios cursos de acción en forma de pequeñas arrugas en la frente de él. ¿La ha reconocido? ¿Tratará de agredirla?
– Quita la manta -dice Toby- y te traeré un poco de agua.
– Quítala tú -ruge Blanco.
– No -dice Toby-. Si no quieres ayuda te encerraré aquí.
– La cerradura está rota -dice-. Zorra flaca. ¡Dame agua!
Toby localiza el otro olor: el problema, se está descomponiendo.
– Tengo Zizzy Froot -dice-. Eso te gustará más.
Sale por la puerta y cierra tras de sí, pero no antes de que Ren eche un vistazo.
– Es él -susurra-. El tercero, el peor de todos.
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