Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Cantemos.

Cuando Dios despliegue sus alas lucientes

Cuando Dios despliegue sus alas lucientes
y vuele desde el azul del Cielo,
aparecer á como paloma
de tonos puros y centelleantes.

Despu é s del cuervo adoptar á la forma
para mostrarnos que hay belleza
en todos los p á jaros que ha hecho,
los antiguos y tambi é n los nuevos.

Ir á con cisnes, volar á con halcones,
con la cacat ú a y la lechuza,
el coro del alba cantar á ,
cazar á con las aves acu á ticas.

Se presentar á luego igual que un buitre,
el p á jaro sagrado de anta ñ o,
que come la muerte y corrupci ó n,
y con ello restaura la vida.

Bajo Sus alas hallaremos refugio,
nos librar á de trampas y redes;
caer el gorri ó n ver á n sus ojos,
del á guila marcar á n la tumba.

Porque quienes derraman sangre de p á jaro
por simple placer y diversi ó n
la santa paz de Dios asesinan,
la que bendijo el s é ptimo d í a.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

68

Ren. San Chico Mendes, mártir

A ñ o 25

Caminamos por el prado relumbrante. Hay un zumbido como de un millar de minúsculas vibraciones; enormes mariposas rosas flotan alrededor. El aroma de trébol es muy fuerte. Toby anda a tientas con el palo de su fregona. Yo trato de fijarme en dónde piso, pero hay muchos baches y tropiezo, y cuando miro veo que es una bota. Se escabullen los escarabajos.

Más adelante hay algunos animales. No estaban allí hace un minuto. Me pregunto si habían estado tumbados en la hierba y luego se habían levantado. Me quedo atrás, pero Toby dice:

– No pasa nada, sólo son mohair.

Nunca he visto uno vivo antes, sólo en la red. Se quedan allí mirándonos, moviendo las mandíbulas de un lado a otro.

– ¿Me dejarán que los acaricie? -digo.

Son azules y rosa y plateados y violeta; parecen caramelo o nubes en un día soleado. Muy alegres y pacíficos.

– Lo dudo -dice Toby-. Hemos de caminar más deprisa.

– No nos tienen miedo -digo.

– Deberían tenerlo -dice Toby-. Venga, vámonos.

Los mohair nos vigilan. Cuando estamos más cerca de ellos, se reúnen y se alejan lentamente.

Al principio, Toby dice que vamos a la puerta oriental. Luego, después de que caminamos un rato por el camino pavimentado, dice que está más lejos de lo que pensaba. Empiezo a marearme, porque hace mucho calor, sobre todo dentro del mono, así que Toby dice que nos dirigiremos hacia los árboles que hay al final del prado porque se estará más fresco allí. No me gustan los árboles, está demasiado oscuro, pero sé que no puedo quedarme en el prado.

Hay más sombra bajo los árboles, pero no hace más frío. Hay humedad, y no hay brisa, y el aire es denso, como si contuviera más aire que otro aire. Pero al menos estamos protegidas del sol, así que nos quitamos los monos y caminamos por el sendero. Noto ese rico olor profundo de la madera podrida, el olor a hongo que recuerdo de los Jardineros, cuando íbamos al parque por San Euell. Las enredaderas han ganado terreno a la grava, pero hay muchas ramas rotas y pisadas, y Toby dice que alguien más ha pasado por allí; aunque no hoy, porque las hojas se han mustiado.

Hay cuervos más adelante, armando bulla.

Llegamos a un arroyo con un puentecito. El agua se riza sobre las piedras, y veo pececitos de agua dulce. En la orilla opuesta hay signos de tierra removida. Toby se queda quieta, gira el cuello para escuchar. Luego cruza el puente y observa el agujero cavado.

– Jardineros -dice- o alguien listo.

Los Jardineros te enseñaban que nunca hay que beber directamente de un arroyo, y menos de uno que esté cerca de una ciudad: había que hacer un agujero al lado, así el agua se filtraba al menos un poco. Toby tiene una botella vacía, de la que hemos estado bebiendo. La llena en el abrevadero, de manera que sólo la capa superior del agua entra en la botella: no quiere lombrices ahogadas.

Delante, en un pequeño claro, hay setas. Toby dice que son lengua de vaca (Hydnum repandum) y que eran una variedad otoñal, cuando todavía había otoño. Las cogemos, y Toby las guarda en una de las bolsas de tela, y cuelga la bolsa fuera de la mochila para que las setas no se aplasten. Luego continuamos.

Lo olemos antes de verlo.

– No grites -dice Toby.

Por esto han estado graznando los cuervos.

– Oh, no -susurro.

Es Oates. Está colgado de un árbol, retorciéndose lentamente. Le han pasado la soga por debajo de los brazos y la han atado a la espalda. No lleva ropa alguna, salvo calcetines y zapatos. Esto lo empeora, porque así parece menos una estatua. Tiene la cabeza echada hacia atrás, demasiado lejos porque le han cortado la garganta; los cuervos vuelan en torno a ella, buscando desesperadamente un punto de apoyo. El pelo rubio de Oates está apelmazado. Veo una herida abierta en la espalda, como las de los cadáveres que abandonaban en los solares después de un robo de riñón. Pero estos riñones no los han robado para ningún trasplante.

– Alguien tiene un cuchillo muy afilado -observa Toby.

Ahora estoy llorando.

– Han matado al pequeño Oatie -digo-. Estoy mareada.

Me derrumbo en el suelo. Ahora mismo no me importa si me muero aquí: no quiero estar en un mundo donde hacen algo así a Oates. Es injusto. Estoy tragando aire a enormes bocanadas, llorando tanto que apenas veo.

Toby me agarra por los hombros, me levanta y me agita.

– Basta -me dice-. No tenemos tiempo para esto. Ahora vamos.

Me empuja hacia el camino.

– ¿Al menos podemos bajarlo? -logro decir-. Y enterrarlo.

– Lo haremos después -dice Toby-. Pero ya no está en su cuerpo. Ahora está en espíritu. Chis, está bien.

Toby se detiene y me rodea con los brazos y me acuna adelante y atrás, luego me empuja suavemente hacia delante. Hemos de llegar a la puerta antes de la tormenta de la tarde, dice, y las nubes se están moviendo rápido desde el sur y el oeste.

69

Toby. San Chico Mendes, mártir

A ñ o 25

Toby se siente apaleada -ha sido brutal, horripilante-, pero no puede mostrarle sus sentimientos a Ren. Los Jardineros alentaban que se llorara la muerte -dentro de ciertos límites- como parte del proceso curativo, pero ahora no hay tiempo para eso. Las nubes de tormenta son verde amarillentas, los relámpagos violentos: Toby se teme un tornado.

– Date prisa -le dice a Ren-. A menos que quieras que se te lleve el viento.

Durante los últimos cincuenta metros se agarran de la mano y corren contra el viento con la cabeza baja.

La puerta es retro Tex-Mex, con líneas redondeadas y techo de paneles solares de imitación adobe: lo único que le falta es una torre y algunas campanas. Ya hay kudzu trepando por las paredes. La verja de hierro forjado ha quedado abierta. En el jardín ornamental, con su anillo de piedras blanqueadas (Bienvenidos a AnooYoo deletreado con petunias, pero ahora invadido de verdolaga y lechuga de las liebres), algo se está pudriendo. Los cerdos, seguramente.

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