Abre los ojos, con lágrimas en las mejillas. Yo no estaba en la imagen porque yo soy el marco, piensa. En realidad no es el pasado. Sólo soy yo, juntándolo todo. Es sólo un puñado de circuitos neuronales mortecinos, un espejismo.
Seguramente yo era una persona optimista entonces, piensa. Allí. Me despertaba silbando. Sabía que había cosas malas en el mundo, hablaban de ellas, las veía en las noticias en pantalla. Pero las cosas malas ocurrían en algún otro sitio.
En el momento en que llegó al instituto, lo malo se había acercado. Recuerda la sensación opresiva, como esperar todo el tiempo una pisada fuerte y luego la llamada a la puerta. Todo el mundo lo sabía, aunque nadie lo admitiera. Si otra gente empezaba a discutirlo, los desintonizabas, porque lo que estaban diciendo era tan obvio como inimaginable.
«Estamos consumiendo la tierra. Casi se ha agotado.» No puedes vivir con esos temores y seguir silbando. La espera crece en ti como una marea. Empiezas a desear que termine. Te descubres rogando al cielo: «Hazlo ya. Haz lo peor. Termina de una vez.» Sentía el temblor inminente en la columna, dormida o despierta. Nunca desapareció, ni siquiera entre los Jardineros. Especialmente -a medida que el tiempo fue transcurriendo- entre los Jardineros.
El domingo siguiente al Día de la Sabiduría de la Serpiente era el Día de San Jacques Cousteau. Corría el año 18, el año de la ruptura, aunque Toby todavía no lo sabía. Recuerda que estaba atravesando las calles del Sumidero de camino a la Clínica de Estética para asistir a la reunión dominical ordinaria del Consejo de Adanes y Evas. No tenía ganas de que llegara el momento: últimamente esas reuniones habían derivado en peleas.
La semana anterior se habían pasado todo el tiempo discutiendo problemas teológicos. La cuestión de la dentadura de Adán, para empezar.
– ¿La dentadura de Adán? -había soltado Toby.
Tenía que esforzarse en controlar esas expresiones de sorpresa, pues podían interpretarse como críticas.
Adán Uno había explicado que algunos de los niños estaban inquietos porque Zeb había señalado las diferencias entre los dientes para morder y desgarrar de los carnívoros y los dientes para machacar y mascar de los herbívoros. Los niños querían saber por qué -si Adán había sido creado como vegetariano, de lo cual no cabía duda- los dientes humanos tenían características tan mezcladas.
– No debería haber sacado el tema -había mascullado Stuart.
– Cambiamos en el momento de la Caída -había propuesto alegremente Nuala-. Evolucionamos. Una vez que el hombre empezó a comer carne, bueno, de un modo natural…
Eso sería poner el carro delante del caballo, dijo Adán Uno; no podían lograr su objetivo de reconciliar los hallazgos de la ciencia con su punto de vista sacramental de la vida simplemente pasando por alto las reglas de la primera. Les pidió que reflexionaran sobre este acertijo y que propusieran soluciones en una fecha posterior.
Luego volvieron al problema de la ropa de piel de animal que Dios había proporcionado a Adán y Eva al final de Génesis 3. Las problemáticas «túnicas de piel».
– Los niños están muy preocupados con eso -había dicho Nuala.
Toby entendía por qué estaban tan consternados. ¿Dios había matado a una de sus amadas criaturas para hacer una de esas túnicas de piel? Si era así, esgrimió un muy mal ejemplo para el hombre. Si no fue así, ¿de dónde habían salido esas «túnicas de piel»?
– Quizás esos animales murieron de muerte natural. -Eso lo apuntó Rebecca-. Y Dios no quiso desperdiciar. -Rebecca era inflexible con lo de aprovechar los restos.
– Tal vez eran animales muy pequeños -había apuntado Katuro-. De vidas breves.
– Es una posibilidad -había dicho Adán Uno-. Dejémoslo por el momento, hasta que se nos presente una explicación más plausible.
Al principio de su condición de Eva, Toby había preguntado si realmente era necesario hilar tan fino con semejantes cuestiones teológicas, y Adán Uno le había explicado que sí lo era.
– La verdad es que a la mayoría de la gente no le importan las demás especies cuando los tiempos se ponen difíciles -había dicho-. Lo único que les preocupa es su próxima comida, lo cual es natural: hemos de comer o morir. Pero ¿y si es Dios quien se preocupa? Hemos evolucionado para creer en dioses, así que esta desviación de creencia nuestra debe aportar una ventaja evolutiva. El punto de vista estrictamente materialista (que somos un experimento que la proteína animal ha estado haciendo por su cuenta y riesgo) es mucho más duro para la mayoría y conduce al nihilismo. Siendo ése el caso, hemos de conducir el sentimiento popular hacia una dirección respetuosa con la biosfera, señalando los peligros de molestar a Dios traicionando Su confianza en nuestra gestión.
– Lo que quieres decir es que con Dios en la historia hay un castigo -dijo Toby.
– Sí -dijo Adán Uno-. También hay un castigo sin Dios en la historia, huelga decirlo. Pero la gente es menos proclive a creerlo. Si hay un castigo, quieren un castigador. No les gusta la catástrofe sin sentido.
Toby se preguntó cuál sería el tema del día. ¿Qué fruta comió Eva del Árbol del Conocimiento? No podía haber sido una manzana considerando el estado de la horticultura en ese momento. ¿Un dátil? ¿Una bergamota? El Consejo había deliberado largo y tendido sobre esa cuestión. Toby había pensado en proponer una fresa, pero las fresas no crecían en los árboles.
Mientras caminaba, Toby era consciente, como siempre, de los que iban por la calle. Veía lo que tenía delante de ella y lo que había a los lados, a pesar del sombrero de jipijapa. Aprovechaba las pausas en los umbrales, los reflejos de las ventanas para ver a su espalda. Sin embargo, nunca lograba sacudirse la sensación de que alguien se le acercaba a hurtadillas, de que una mano la agarraría por el cuello, una mano con venas rojas y azules y un brazalete de calaveras de bebé. No habían visto a Blanco en la Alcantarilla desde hacía mucho tiempo -aún estaba en Painball, decían algunos; no, en el extranjero, trabajando de mercenario, decían otros-, pero era como la niebla: siempre había moléculas suyas en el aire.
Había alguien detrás de ella: lo notaba, como un picor entre los hombros. Se metió en un umbral, se volvió para mirar a la acera y respiró aliviada: era Zeb.
– Eh, cielo -dijo-. Menudo calor.
Caminó a su lado, cantando para sí:
A nadie le importa un bledo,
a nadie le importa un bledo,
por eso estamos en este enredo,
porque a nadie le importa un bledo
.
– Tal vez no deberías cantar -dijo Toby con voz neutra.
No era buena idea llamar la atención en la acera de una plebilla, y menos en el caso de los Jardineros.
– No puedo evitarlo -dijo Zeb con alegría-. Es culpa de Dios. Incorporó la música en el tejido de nuestro ser. Te escucha mejor cuando cantas, así que ahora mismo está escuchando esto. Espero que lo disfrute -añadió con voz piadosa, imitando a Adán Uno-, una voz que usaba mucho siempre que Adán Uno no estuviera cerca.
Insubordinación al acecho, pensó Toby. Está harto de ser el chimpancé beta.
Desde que la habían nombrado Eva, había empezado a comprender mejor el estatus de Zeb entre los Jardineros. Cada jardín en el tejado y cada célula trufa se cuidaba de sus asuntos, pero cada medio año enviaban delegados a una convención central, que por razones de seguridad nunca se celebraba dos veces en el mismo almacén abandonado. Zeb siempre era delegado: estaba bien preparado para atravesar las plebillas más complicadas y burlar los puntos de control de Corpsegur sin que lo atracaran, lo rodearan, lo mataran con un pulverizador o lo detuvieran. Quizás ésa era la razón de que le permitieran interpretar de un modo tan laxo las reglas de los Jardineros.
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