Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Los Jardineros pintaban diferentes cosas en su furgoneta, dijo Zeb, según la necesidad. En ese momento tenía un logo de Heritage Park, impecablemente falsificado.

– Hay varios ex artistas gráficos entre los Jardineros -dijo Zeb-. Por supuesto, hay varios ex de todo.

Circularon por el Sumidero, haciendo sonar el claxon para apartar de su camino a los plebiquillos y ahuyentar a cualquiera que intentara limpiarle el parabrisas.

– ¿Has hecho esto antes? -preguntó Toby.

– ¿Con «esto» te refieres a enterrar ilegalmente a damas ancianas en un parque público? No -dijo Zeb-. No había visto morir a ninguna Eva hasta ahora. Pero siempre hay una primera vez para todo.

– ¿Es muy peligroso? -inquirió Toby.

– Supongo que lo descubriremos -dijo Zeb-. Por supuesto, siempre podemos dejarla en un solar abandonado para los carroñeros, pero podría terminar en un SecretBurgers. La proteína animal se está poniendo muy cara. O podrían venderla a los tipos del basuróleo; cogen cualquier cosa. Vamos a salvarla de eso: la vieja Pilar odiaba el petróleo, iba contra su religión.

– ¿Contra la tuya no? -dijo Toby.

Zeb se rio.

– Dejo los puntos más delicados de la doctrina a Adán Uno. Yo uso lo que tengo que usar para llegar a donde necesito ir. Vamos a por un Happicuppa. -Viró en un aparcamiento de centro comercial.

– ¿Vamos a tomar Happicuppa? -dijo Toby-. Modificado genéticamente, crecido al sol, rociado con venenos. Mata aves, arruina a los campesinos, eso lo sabemos todos.

– Estamos de camuflaje -dijo Zeb-. ¡Has de meterte en el papel! -Le hizo un guiño a Toby, luego se estiró por encima de ella y abrió la puerta de la furgoneta-. Date un respiro. Apuesto a que eras un encanto hasta que te recogieron los Jardineros.

Eras, piensa Toby. Esto lo resume todo. No obstante, estaba complacida: no había oído un cumplido en relación a su género en mucho tiempo.

Happicuppa había sido un componente de la hora de comer cuando trabajaba en SecretBurgers: parecía que había pasado toda una vida desde que se había tomado uno. Pidió un Happicappuccino. Había olvidado lo delicioso que era. Lo degustó a pequeños sorbos: podían pasar años antes de que se tomara otro, si es que alguna vez volvía a tomarlo.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Zeb antes de que ella hubiera terminado del todo-. Hemos de cavar un hoyo. Ponte la gorra, escóndete el pelo dentro, así es como lo llevan las chicas del parque.

– Eh, zorra del parque -dijo una voz detrás de ella-. ¡Muéstranos tu matorral!

Toby tenía miedo de volverse a mirar, aunque Blanco volvía a estar en Painball. Se lo había contado Adán Uno, eso se decía en la calle.

Zeb captó su miedo.

– Si alguien te molesta, le daré con el azadón -dijo.

De nuevo en la furgoneta, recorrieron las calles de la plebilla hasta que llegaron a la entrada norte de Heritage Park. Zeb mostró su pase falsificado a los vigilantes y pasaron. El parque era oficialmente peatonal, de manera que no había más vehículos que los suyos.

Zeb condujo despacio, pasando junto a familias de habitantes de las plebillas sentadas a las mesas de picnic, con sus barbacoas a plena potencia. Había grupos de plebiquillos pendencieros que bebían y molestaban. Una piedra rebotó en el camión: el personal del parque no iba armado, y los plebiquillos lo sabían. Había habido broncas e incluso víctimas, le contó Zeb. Los árboles tenían algo que hacía que la gente pensara que se podía soltar.

– Donde hay naturaleza, hay capullos -dijo con alegría.

Encontraron una buena ubicación: un trozo de suelo abierto donde el saúco recibiría suficiente luz solar, y donde seguramente ellos no encontrarían demasiadas raíces de árboles al cavar. Zeb se puso a trabajar con el azadón, esponjando el suelo; Toby usó la pala. Plantaron un cartel: «Plantación cortesía de HelthWyzer West.»

– Si alguien pregunta, tengo la autorización en el bolsillo -dijo Zeb-. Ni siquiera me ha costado mucho.

Cuando el hoyo fue lo bastante grande, recogieron, dejando el cartel en su sitio.

El compostaje de Pilar se llevó a cabo esa tarde. Pilar viajó hasta allí en furgoneta, en un saco de arpillera etiquetado «Mantillo», con el saúco y un depósito de agua de veinte litros a su lado. Nuala y Adán Uno hicieron desfilar al Coro de Flores y Capullos por el parque, junto al lugar de sepultura, de manera que cualquiera que estuviera cerca los estaría mirando a ellos en lugar de a Zeb y a Toby, y su plantación de arbustos. Estaban entonando a pleno pulmón el Himno del D í a de los Topos. Cuando llegaron al verso final, Shackleton y Crozier, disfrazados con sus camisetas de plebiquillos, los abuchearon desde el camino lateral. Cuando Crozier lanzó una botella, los Flores y Capullos gritaron, rompieron filas y corrieron por el sendero. Todos los presentes observaron la persecución con interés, esperando violencia. Zeb encajó con destreza a Pilar en el hoyo, todavía en el interior del saco de arpillera, y plantó una mata de saúco encima de ella. Toby echó unas paladas de tierra y la apisonó; luego regaron.

– No tengas aspecto abatido -le dijo Zeb-. Actúa como si sólo fuera un trabajo.

Había otro mirón, un chico alto de cabello oscuro. No estaba distraído por el numerito del Coro de Flores y Capullos; se quedó de pie apoyado contra un árbol, como con indiferencia. Llevaba una camiseta negra con un eslogan que decía: «El hígado es el mal, y hay que castigarlo.»

– ¿Conoces a ese chico? -preguntó Toby. La camiseta no encajaba. A un auténtico plebiquillo le habría quedado mejor.

Zeb lo miró.

– ¿A él? ¿Por qué?

– Se está interesando en nosotros. -De Corpsegur, pensó. No, demasiado joven.

– No mires -dijo Zeb-. Conocía a Pilar. Le conté que estaríamos aquí.

36

Según Adán Uno, la Caída del hombre era multidimensional. Los antepasados primates cayeron de los árboles; luego cayeron del vegetarianismo a comer carne. Después cayeron del instinto a la razón, y por consiguiente a la tecnología; de las señales simples a la gramática compleja, y por lo tanto a la humanidad; de la ausencia de fuego al fuego, y por consiguiente al armamento; y del apareamiento estacional a una actividad sexual compulsiva. Luego cayeron de una vida gozosa en el momento a la contemplación ansiosa de un pasado que se fue y un futuro distante.

La Caída continuaba, pero la trayectoria era cada vez más cuesta abajo. Absorbido en el pozo de conocimiento, sólo puedes caer en picado, aprendiendo cada vez más, pero sin ser más feliz. Y eso le ocurría a Toby desde que se había convertido en una Eva. Sentía que el título de Eva Seis la impregnaba, la erosionaba, desbastando las aristas de lo que había sido. Era más que austera. ¿Cómo se había permitido ser moldeada de este modo?

Sin embargo, ahora sabía más. Como ocurre con todo conocimiento, una vez que sabes algo, no te cabe en la cabeza cómo es que no lo supiste antes. Como pasa con la magia, antes de saber algo tienes el conocimiento ante tus propios ojos, pero estás mirando a otro lado.

Por ejemplo, los Adanes y las Evas tenían un portátil. Toby se desconcertó al descubrirlo. ¿Un aparato así no contravenía los principios Jardineros? Sin embargo, Adán Uno la había tranquilizado: nunca se conectaban salvo con extrema precaución, lo usaban sobre todo para almacenamiento de datos cruciales pertenecientes al mundo exfernal, y se ocupaban de ocultar un objeto tan peligroso del conjunto de los Jardineros, sobre todo de los niños. No obstante, tenían uno.

– Es como la colección porno del Vaticano -le contó Zeb-. Está a salvo en tus manos.

Guardaban el portátil en un compartimento escondido en la pared de la salita que había detrás de las cubas de vinagre, que también era donde celebraban las reuniones quincenales de Adanes y Evas. Había una puerta que daba a esta sala, pero antes de ser una Eva, a Toby le habían dicho que sólo había un armario detrás, que usaban para almacenar botellas. Había sin duda varios estantes para botellas vacías, pero la estantería completa se abría para revelar la puerta real de la sala. Ambas puertas se mantenían cerradas: sólo los Adanes y las Evas tenían llaves. Ahora Toby también tenía llave.

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