Los guardaespaldas de Corpsegur estaban al acecho, pero de repente todos miraron en dirección a la puerta, así que yo conecté con otra cámara para echar un vistazo. Allí estaba Mordis, hablando con otros dos tipos de Corpsegur. Había otro painballer con ellos, que parecía en un estado aún peor que los tres primeros. Más explosivo. A Mordis no le hacía ninguna gracia. Cuatro painballers era demasiado que controlar. ¿Y si eran de equipos diferentes y ayer mismo estaban tratando de arrancarse las tripas los unos a los otros?
Mordis estaba conduciendo al nuevo painballer a un rincón. Estaba gritando en el móvil; se acercaron apresuradamente tres bailarinas de refuerzo: Vilya, Crenola, Sunset. Bloquead la visión, debía de haberles dicho. Usad las tetas, ¿para qué creéis que os las ha dado Dios? Hubo un resplandor, un movimiento de plumas, seis brazos entrelazándolo. Casi podía oír lo que estaría susurrando Vilya al oído del tipo: «Coge dos, cielo, están baratas.» A una señal de Mordis, subió el volumen de la música: la música alta los distrae, es menos probable que se enfurezcan con los oídos atiborrados de sonido. Las bailarinas ya estaban sobre aquel tipo como anacondas. Y había dos gorilas del Scales al acecho.
Mordis estaba sonriendo: situación resuelta. Llevaría a ése a una de las habitaciones con plumas en el techo, lo empaparía de alcohol, le pondría unas cuantas chicas encima y lo convertiría en lo que Mordis llamaba un zombi feliz, colocado, con encefalograma plano y ordeñado hasta quedar reseco. Y ahora que teníamos BlyssPluss, tendría múltiples orgasmos y sensaciones de confianza alcohólica, sin problemas de microbios. La rotura de muebles en el Scales se había reducido de manera drástica desde que lo usábamos. Lo servían en polibayas bañadas en chocolate, y en olivas sojayectables: aunque tenías que tener cuidado de no pasarte, decía Starlite, o la polla del tipo podía partirse.
En el año 14 tuvimos la fiesta del Pez de Abril como de costumbre. En ese día se suponía, que tenías que actuar tontamente y reírte mucho. Yo le colgué un pez a Shackie, y Croze me colgó uno a mí, y Shackie le colgó uno a Amanda. Un montón de niños colgaron peces a Nuala, pero nadie le colgó ninguno a Toby, porque no podías pasarle por detrás sin que se diera cuenta. Adán Uno se colgó un pez a sí mismo para afirmar algo sobre Dios. Ese gamberrete de Oates iba por ahí corriendo y gritando «barritas de pescado», y clavándole un dedo por detrás a todo el mundo hasta que Rebecca le hizo parar. Luego estaba triste, así que me lo llevé a un rincón y le conté el cuento del buitre más pequeño. Era un chico dulce cuando no estaba incordiando.
Zeb se había marchado en uno de sus viajes, últimamente viajaba mucho. Lucerne se quedó en casa: dijo que no tenía nada que celebrar, y que, además, era una fiesta estúpida.
Fue mi primer Pez de Abril sin Bernice. De pequeñas, antes de que llegara Amanda, decorábamos juntas un pastel con forma de pescado. Siempre discutíamos sobre qué ponerle. Una vez habíamos hecho el pastel verde, con espinacas para el color verde y con ojos redondos de zanahoria. Tenía un aspecto francamente tóxico. Al pensar en ese pastel me entraron ganas de llorar. ¿Dónde estaba Bernice en ese momento? Me sentía avergonzada de mí misma por haber sido tan antipática con ella. ¿Y si estaba muerta como Burt? Si lo estaba, en parte era por mi culpa. Sobre todo por mi culpa. Por mi culpa.
Amanda y yo volvimos caminando a la Quesería, y Shackie y Croze nos acompañaron: para protegernos, dijeron. Amanda se rio de eso, pero dijo que podían venir con nosotros si querían. Los cuatro volvíamos a ser más o menos amigos, aunque de vez en cuando Croze le decía a Amanda:
– Aún estás en deuda conmigo.
Y Amanda lo mandaba al cuerno.
Cuando volvimos a la Quesería estaba oscuro. Pensamos que tendríamos problemas por llegar tan tarde -Lucerne siempre nos advertía de los peligros de la calle-, pero resultó que Zeb había vuelto, y ya se estaban peleando. Así que salimos a esperar al pasillo, porque sus peleas ocupaban todo el espacio de nuestra casa.
La pelea era más ruidosa que de costumbre. Volcaron un mueble, o lo lanzaron: Lucerne tuvo que ser, porque Zeb no era de ésos.
– ¿De qué va esto? -le pregunté a Amanda, que tenía la oreja pegada a la puerta. No le daba vergüenza escuchar.
– No sé -dijo-. Está gritando demasiado. Oh, espera: dice que está liado con Nuala.
– Con Nuala no -dije-. ¡Imposible! -Entonces supe cómo se habría sentido Bernice cuando dijimos todo eso de su padre.
– Los hombres se lo montan con cualquier cosa si tienen ocasión -dijo Amanda-. Ahora dice que en el fondo es un macarra. Y que la desprecia y la trata como una mierda. Creo que está llorando.
– Quizá deberíamos parar de escuchar -dije.
– Vale -dijo Amanda.
Nos quedamos las dos con la espalda apoyada en la pared, esperando a que Lucerne empezara a gimotear. Como hacía siempre. Entonces Zeb saldría ruidosamente y daría un portazo, y a lo mejor no volveríamos a verlo durante días.
Zeb salió.
– Nos vemos, reinas de la noche -dijo-. Tened cuidado.
Estaba haciendo bromas con nosotras como le gustaba hacer, pero no había alegría. Tenía aspecto sombrío.
Normalmente, después de una pelea, Lucerne se iba a la cama y lloraba, pero esa noche empezó a preparar una maleta. En realidad era una mochila rosa que habíamos cosechado Amanda y yo. Lucerne no tenía mucho que guardar en la bolsa, así que pronto terminó y entró en nuestro cubículo.
Amanda y yo nos hicimos las dormidas, en nuestros futones rellenos de farfolla, bajo nuestras colchas de tela vaquera.
– Levántate, Ren -me dijo Lucerne-. Nos vamos.
– ¿Adónde? -pregunté.
– Volvemos -dijo-. Al complejo HelthWyzer.
– ¿Ahora mismo?
– Sí. ¿Por qué pones esa cara? ¿No es lo que siempre habías querido?
Es cierto que al principio quería volver al complejo HelthWyzer. Tenía nostalgia. Sin embargo, desde la llegada de Amanda, no había vuelto a pensar demasiado en eso.
– ¿Amanda también va a venir?
– Amanda se queda aquí.
Sentí mucho frío.
– Quiero que venga Amanda -dije.
– Ni hablar -dijo Lucerne.
Al parecer había ocurrido algo más: Lucerne se había liberado del hechizo paralizante, el hechizo de Zeb. Se había desembarazado de él como quien se quita un vestido suelto. De repente era enérgica, decidida, no estaba por tonterías. ¿Había sido antes así, tiempo atrás? Apenas podía recordarlo.
– ¿Por qué? -le pregunté-. ¿Por qué no puede venir Amanda?
– Porque no la dejarían entrar en HelthWyzer. Podemos recuperar nuestras identidades allí, pero ella no tiene ninguna, y desde luego, no tengo dinero para comprarle una. Aquí cuidarán de ella -añadió, como si Amanda fuera un gatito al que nos viéramos obligadas a abandonar.
– Ni hablar -dije-. Si ella no viene, yo tampoco.
– ¿Y dónde vivirías aquí? -dijo Lucerne con desprecio.
– Nos quedaremos con Zeb -respondí.
– Nunca está en casa -dijo Lucerne-. Crees que dejarían que dos jovencitas campen a sus anchas.
– Pues podemos vivir con Adán Uno -dije-. O con Nuala. O tal vez con Katuro.
– O con Stuart el Escoplo -dijo Amanda, esperanzada.
Era un recurso a la desesperada -Stuart era adusto y solitario-, pero me aferré a la idea.
– Podemos ayudarle a hacer muebles -propuse.
Me imaginé el escenario completo: Amanda y yo recogiendo trastos para Stuart, serrando, martilleando y cantando mientras trabajábamos, preparando infusiones…
– No seréis bienvenidas -dijo Lucerne-. Stuart es un misántropo. Sólo os soporta por Zeb, y lo mismo pasa con todos los demás.
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