– Nos quedaremos con Toby -dije.
– Toby tiene otras cosas que hacer. Basta ya. Si Amanda no puede encontrar a alguien que cuide de ella, siempre puede irse con los plebiquillos. Es su sitio. Pero no el tuyo. Vamos, date prisa.
– Tengo que vestirme -dije.
– Bien -dijo Lucerne-. Diez minutos. -Salió del cubículo.
– ¿Qué haremos? -le susurré a Amanda mientras empezaba a vestirme.
– No lo sé -me contestó Amanda en otro susurro-. Una vez que estés allí, no te dejarán salir. Esos complejos son como castillos, son como mazmorras. Ella nunca te dejará que me veas. Me odia.
– No importa lo que piense -susurré-. Me escaparé de alguna manera.
– Toma mi teléfono -susurró Amanda-. Llévatelo. Puedes telefonearme.
– Conseguiré que vengas -dije.
En ese momento yo estaba llorando en silencio. Me guardé su teléfono morado en el bolsillo.
– Date prisa, Ren -dijo Lucerne.
– ¡Te llamaré! -murmuré-. ¡Mi papá te comprará una nueva identidad!
– Seguro que lo hará -dijo Amanda con suavidad-. No te desanimes, ¿vale?
En la sala, Lucerne se estaba moviendo con rapidez. Arrancó las tomateras de aspecto enfermo que había estado cultivando en el alféizar. Debajo de la tierra había una bolsa de plástico llena de dinero. Debía de haberlo estado sisando, de vender cosas del Árbol de la Vida: el jabón, el vinagre, el macramé, las colchas. El dinero estaba pasado de moda, pero la gente todavía lo usaba para pequeñas cosas, y los Jardineros no aceptaban dinero virtual porque no autorizaban los ordenadores. Así que había estado escondiendo dinero para fugarse. No era tan tonta como pensaba.
Lucerne cogió las tijeras de cocina y se cortó el pelo recto a la altura del cuello. El corte hizo un sonido de Velero, rasposo y seco. Dejó la mata de cabello en medio de la mesa del comedor.
Fue entonces cuando me cogió del brazo, me sacó de casa y me hizo bajar la escalera. Lucerne nunca salía de noche por los borrachos y drogadictos de las esquinas, y por las bandas de plebiquillos y atracadores. Pero en ese momento estaba blanca de rabia y cargada de una energía desbordante: la gente de la calle se apartaba de nuestro camino como si fuéramos contagiosas, e incluso los Asian Fusion y los Blackened Redfish nos dejaron en paz.
Tardamos horas en atravesar el Sumidero y la Alcantarilla, y luego plebillas más ricas. A medida que avanzábamos, las casas, los edificios y los hoteles tenían un aspecto cada vez más nuevo, y las calles estaban cada vez más vacías de gente. En Big Box cogimos un taxi solar: atravesamos Golfgreens y luego pasamos una amplia zona despoblada, hasta que por fin llegamos a las puertas del complejo de HelthWyzer. Hacía tanto tiempo que no veía ese lugar que fue como uno de aquellos sueños en que no reconoces nada, aunque sí lo reconoces. Me sentía un poco enferma, pero eso podría haber sido excitación.
Antes de subirnos al taxi, Lucerne me había desordenado el pelo a mí y ella se había manchado la cara y se había roto el vestido.
– ¿Por qué has hecho eso? -pregunté.
Pero no respondió.
Había dos guardas en la verja de HelthWyzer, detrás de la ventanita.
– ¿Identificaciones?
– No tenemos -dijo Lucerne-. Nos han robado. Nos secuestraron. -Miró atrás como si temiera que alguien nos estuviera siguiendo-. Por favor, ha de dejarnos entrar, ahora. Mi marido está en Nanobioformas. Les contará quién soy. -Se echó a llorar.
Uno de ellos cogió el teléfono, pulsó un botón.
– Frank -dijo-. Puerta principal. Una mujer dice que es tu esposa.
– Necesitaremos unas muestras de saliva, señora, por las contagiosas -dijo el segundo-. Luego puede ir a la sala de espera, hasta que dispongamos de la autorización y la verificación de bioforma. Enseguida irá alguien a acompañarlas.
En la sala de espera nos sentamos en un sofá negro de escay. Eran las cinco de la mañana. Lucerne cogió una revista. « NooSkins -decía en la cubierta-. ¿Por qué vivir con la imperfección?» La hojeó.
– ¿Nos secuestraron? -pregunté.
– Oh, querida -dijo ella-. ¡No te acuerdas! ¡Eras demasiado pequeña! No quería decírtelo por no asustarte. Podrían haberte hecho algo terrible.
Se echó a llorar otra vez, con más fuerza. Cuando llegó el hombre de Corpsegur con el biotraje, se le había corrido el maquillaje.
Ten cuidado con lo que deseas, decía muchas veces la vieja Pilar. Había vuelto al complejo HelthWyzer y me había reencontrado con mi padre, como tanto había deseado. Pero nada estaba bien. Todo ese mármol falso, y esos muebles de estilo antiguo, y las alfombras de nuestra casa: nada parecía real. También olía raro, como a desinfectante. Echaba de menos los olores frondosos de los Jardineros, los olores de cocina, incluso el ácido del vinagre; incluso los biodoros violetas.
Mi padre -Frank- no había cambiado mi habitación. Aun así, la cama de cuatro postes y las cortinas rosas parecían encogidas. También la veía demasiado infantil para mí. Estaban los animales de peluche que tanto había querido, pero ahora sus ojos de cristal parecían muertos. Los metí en el fondo de mi armario para que no pudieran mirarme como si yo fuera una sombra.
La primera noche, Lucerne me preparó un baño con falsa esencia de flores. La gran bañera blanca y las mullidas toallas blancas me hicieron sentir sucia, y también apestosa. Hedía como la tierra: a suelo de compost en proceso. Ese olor acre.
Mi piel también estaba azul: era el tinte de la ropa de los Jardineros. Nunca me había dado cuenta de eso, porque las duchas de los Jardineros eran muy breves, y no había espejos. Tampoco me había fijado en el vello que tenía, y eso me impresionó más que la piel azul. Froté y froté el azul: no salía. Me miré los dedos de los pies, donde salían del agua de la bañera. Las uñas de los pies como garras.
– Vamos a ponerte un poco de esmalte -me dijo Lucerne dos días después, cuando me vio en chanclas.
Estaba actuando como si nada hubiera existido: ni los Jardineros, ni Amanda ni, sobre todo, Zeb. Ella llevaba un vestido corto de lino, había ido a la peluquería y se había puesto mechas. También se había hecho los pies, no perdía tiempo.
– Mira todos estos colores que te he comprado. Verde, violeta, naranja, y te he traído unos brillantes…
Pero yo estaba enfadada con ella, y le di la espalda. Era una mentirosa.
Todos esos años había conservado en la cabeza una imagen de mi padre, como una silueta de tiza rodeando un espacio con forma de padre. De pequeña, la coloreaba con frecuencia. Pero aquellos colores habían sido demasiado brillantes, y la silueta, demasiado grande. Frank era más bajo, más gris, más calvo y tenía un aspecto más confundido que la imagen que yo tenía en mente.
Antes de que viniera a la puerta de HelthWyzer para identificarnos, había pensado que estaría encantado de descubrir que no estábamos muertas, sino sanas y salvas al fin y al cabo. Sin embargo, le cambió la cara cuando me vio. Me di cuenta de que la última vez que me había visto yo era una niña, así que era más grande de lo que esperaba, y probablemente más grande de lo que él quería. También tenía un aspecto más desaliñado; a pesar de que llevaba ropa de Jardinera, tendría el mismo aspecto que cualquier plebiquilla que podría haber visto corriendo por el Sumidero o la Alcantarilla si hubiera ido allí alguna vez. Quizá tenía miedo de que le vaciara los bolsillos o me llevara sus zapatos. Se me acercó como si fuera a morderle, y me abrazó de un modo torpe. Olía a compuestos químicos, la clase de compuestos químicos que se usaban para limpiar cosas pegajosas, como el pegamento. Era un olor que te podía quemar los pulmones.
Читать дальше