– Eso es cosa de Jimmy -dijo Wakulla-. Es mi compañero de laboratorio en Biotecnología de Nano-formas, siempre está haciendo tonterías como ésa. -Sonrió: tenía los dientes francamente blancos.
Lucerne había estado insistiendo en que yo tenía los dientes amarillentos y que necesitaba un cosmético dental. Ya estaba planeando redecorar toda la casa, pero también había planeado algunas modificaciones para mí.
Al menos no tenía caries. Los Jardineros estaban en contra de los productos de azúcar refinado y eran estrictos respecto a cepillarse los dientes, aunque tenías que usar una ramita deshilachada porque aborrecían la idea de meterse en la boca plástico o cerdas de animales.
La primera mañana en esa escuela fue muy extraña. Me sentía como si impartieran las clases en un idioma extranjero. Todas las asignaturas eran diferentes, las palabras eran distintas, y luego estaban los ordenadores y las libretas de papel. Tenía un miedo inherente a eso: parecía demasiado peligroso, todos esos escritos que tus enemigos podían encontrar: no podías borrarlo como en una pizarra. Quería correr al lavabo y lavarme las manos después de tocar los teclados y las páginas; el peligro seguramente se me había contagiado.
Lucerne me había contado que las autoridades del complejo HelthWyzer mantendrían la confidencialidad de nuestro, llamado, relato biográfico: el secuestro y todo eso. Sin embargo, alguien lo había filtrado porque todos los chicos de la escuela lo sabían. Al menos no se habían enterado de la historia de que Lucerne había sido la esclava sexual de un sátiro. Si tenía que hacerlo, yo estaba decidida a mentir para proteger a Amanda, y a Zeb y a Adán Uno, e incluso a los Jardineros comunes. Todos estábamos en manos del otro, decía Adán Uno. Estaba empezando a descubrir a qué se refería.
A la hora de comer, se reunió un grupo a mi alrededor. No era un grupo amenazador, sólo curioso. «Así que vivías en una secta.» «¡Que locura!» «¿Estaban muy chalados?» Tenían un montón de preguntas. Entretanto se iban comiendo el almuerzo, y todo olía a carne. Beicon. Barritas de pescado, veinte por ciento pescado auténtico. Hamburguesas; las llamaban WyzeBurgers y estaban hechas de carne cultivada. Así que no habían matado a animales reales. Amanda se habría comido el beicon para demostrar que los comedores de hojas no le habían lavado el cerebro, pero yo no podía llegar tan lejos. Separé el panecillo de mi WyzeBurger y traté de comérmelo, pero apestaba a animal muerto.
– ¿Lo pasaste muy mal? -dijo Wakulla.
– Sólo era una secta verde -dije.
– Como los Lobos de Isaías -dijo un chico-. ¿Eran terroristas?
Todos se inclinaron hacia delante, querían escuchar historias truculentas.
– No, eran pacifistas -dije-. Teníamos que trabajar en su huerto del tejado.
Y les hablé del realojo de caracoles y gusanos. Cuando se lo conté, me sonó extraño.
– Al menos no te los comías -dijo una niña-. Algunas de esas sectas comen animales atropellados.
– Los Lobos de Isaías seguro que lo hacen. Salía en la web.
– Pero vivíais en las plebillas. Guay.
Entonces me di cuenta de que tenía una ventaja, porque había vivido en las plebillas, donde ninguno de ellos había estado, salvo quizás en alguna excursión escolar, o arrastrados por sus padres sórdidos al Árbol de la Vida. Así que podía inventarme lo que quisiera.
– Eras mano de obra infantil -dijo un chico-. Una esclava medioambiental. ¡Qué sexy!
Todos rieron.
– Jimmy, no seas tan tonto -lo reprendió Wakulla-. No te preocupes -me dijo a mí-, siempre dice estas cosas.
Jimmy sonrió.
– ¿Adorabais las coles? -continuó-. Oh, gran repollo, beso a su crucífera colestad. -Se puso de rodillas y agarró un trozo de mi falda plisada-. Bonitas hojas, ¿se pueden arrancar?
– No seas tan aliento de carne -dije.
– ¿Qué? -dijo, riendo-. ¿Aliento de carne?
Entonces tuve que explicar que eso era un insulto entre los extremistas verdes. Igual que comecerdo. O cara de babosa. Esto hizo reír más a Jimmy.
Vi la tentación. La vi con claridad. Se me ocurrirían más detalles estrambóticos de mi vida en la secta, y luego simularía que pensaba que todas esas cosas eran tan retorcidas como las consideraban los chicos de HelthWyzer. Eso sería popular. Pero también me vi del modo en que me verían los Adanes y las Evas: con tristeza, con decepción. Adán Uno, y Toby y Rebecca. Y Pilar, aunque estaba muerta. E incluso Zeb.
Qué fácil es la traición. Simplemente te deslizas a ella. Pero eso ya lo sabía, por Bernice.
Wakulla me acompañó a casa, y Jimmy también vino. El iba haciendo el tonto -contaba chistes y esperaba que nos riéramos-, y Wakulla se rio, de un modo educado. Me di cuenta de que Jimmy estaba colado por ella, aunque Wakulla me contó más tarde que sólo podía ver a Jimmy como un amigo.
Wakulla se desvió a medio camino para dirigirse hacia su casa, y Jimmy me dijo que continuaría conmigo porque le iba de paso. Era irritante cuando había más de una persona: seguramente sentía que es mejor hacerte el tonto a que otra gente se burle de ti. Pero cuando no estaba actuando, era mucho más agradable. Me di cuenta de que por dentro estaba triste, porque lo mismo me ocurría a mí. Éramos como gemelos en ese sentido. Nunca antes había tenido un chico por amigo.
– Así que ha de ser raro para ti, estar aquí en un complejo después de las plebillas -me dijo un día.
– Sí.
– ¿De verdad tu madre estaba atada a la cama por un maníaco trastornado? -Jimmy era directo con cosas que otra gente podía pensar pero que nunca diría.
– ¿Dónde has oído eso? -dije.
– En el vestuario -dijo Jimmy.
O sea que la fábula de Lucerne se había filtrado.
Respiré hondo.
– Esto es entre tú y yo, ¿sí?
– Te lo juro -dijo Jimmy.
– No -dije-. No estaba atada a la cama.
– Ya me lo figuraba -dijo Jimmy.
– Pero no se lo digas a nadie. Confío en que no lo hagas.
– No lo haré -dijo Jimmy.
No dijo «¿por qué no?». Sabía que si todo el mundo oía que Lucerne había mentido, la gente se daría cuenta de que no la habían secuestrado sino que sólo había estado engañando a lo grande. Lo que había hecho, lo había hecho por amor, o simplemente por sexo. Y había vuelto a HelthWyzer con su marido perdedor porque el otro tipo la había dejado. Pero moriría antes que admitirlo. O mataría a alguien.
Todo ese tiempo me metía en el armario y sacaba el teléfono morado de mi tigre para llamar a Amanda. Nos enviábamos mensajes de texto con las mejores horas para llamar, y si la conexión era buena podíamos vernos en pantalla. Yo hacía muchas preguntas sobre los Jardineros. Amanda me dijo que ya no estaba con Zeb: Adán Uno había dicho que había crecido mucho y que tenía que dormir en uno de los cubículos individuales, y eso era muy aburrido.
– ¿Cuándo podrás volver? -me preguntó.
Pero yo no sabía cómo podía arreglármelas para huir de HelthWyzer.
– Estoy trabajando en eso -dije.
La siguiente vez que me puse al teléfono, ella me dijo:
– Mira quién está aquí.
Y era Shackie, sonriéndome con timidez, y me pregunté si se habrían acostado. Me sentó como si Amanda hubiera recogido un chisme brillante que quería para mí, pero era una estupidez, porque yo no sentía nada por Shackie. Me pregunté si habría sido suya la mano que me tocó el trasero esa noche en el holocentrifugador. Aunque lo más probable es que fuera Croze.
– ¿Cómo está Croze? -le pregunté a Shackie-. ¿Y Oates?
– Están bien -murmuró Shackie-.¿Cuándo vas a volver? ¡Croze te echa mucho de menos? ¿Peli?
– Groso -dije-. Peligroso.
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